Otro veintidós de diciembre, el de 1849, hace ahora 172 años, comienza a despuntar el alba cuando Fiódor Dostoievski, junto a ocho camaradas del Círculo Petrashevski, es subido a una carreta con destino a la plaza Semiónovskova de San Petersburgo. Allí les aguarda el pelotón de fusilamiento. El que va más entero de los nueve reos bromea. En un alarde de coraje, observa que no conviene llegar tarde a la cita. Ni sus compañeros ni los soldados —el que conduce el carro, los que vigilan a los condenados— le encuentran la gracia. Formar parte de un pelotón de fusilamiento es un trance tan triste que se recurre a los batallones de castigo para reunir fusileros.
El autor de Pobres gentes (1846) tampoco ríe la gracia del camarada que intenta exorcizar con chistes su propio miedo. Está al cabo de ese terrible preámbulo del fin. En la fortaleza de San Pedro y San Pablo —una de las prisiones más temibles de Rusia, la reservada a los revolucionarios—, donde ha sido recluido durante los ocho meses que han pasado desde su detención, se habla a menudo de esos instantes que preceden al fusilamiento.
Pero Dostoievski no es uno de esos revolucionarios a los que aplasta por decenas, a diario, como a un insecto, la represión zarista. Es un escritor atormentado. El origen de sus brumas —estimará Freud— se remonta al día en que deseó la muerte de su padre y éste murió asesinado a manos de sus siervos. Antes de Dostoievski, la novela rusa nunca había mostrado con su crudeza y crueldad la forma en que su extracción social determina el destino de la gente. Pero se le ha detenido por frecuentar las reuniones de aristócratas y burgueses que se organizaban en casa de Mijaíl Petrashevski, un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores. Le llevaba a aquellas citas el intercambio de ideas sobre el socialismo utópico del que se habla en Europa, no el proselitismo del socialismo real que conspira contra el zar.
Allí, en el círculo de Petrashevski, Dostoievski se hizo con un ejemplar de la carta que el prestigioso crítico Visarión Grigórievich Belinski dirigió a Nikolái Gógol, uno de los autores rusos que el condenado a muerte más admira. En dichas líneas Belinski, de tendencia occidentalizante, arremete contra los hábitos tártaros del poder zarista. Dichas afirmaciones han sido bastante para que el texto, en copias manuscritas, circule con profusión por toda Rusia. Pero también para que el poder zarista considere a cuantos detiene en posesión de aquella epístola culpables de “atentar contra la iglesia ortodoxa y el poder legítimo”.
Dostoievski es apresado, junto a los otros ciento veintitrés miembros del Círculo, el último 23 de abril. El 16 de noviembre, junto a otros veintiún camaradas, que en realidad son sólo contertulios, es trasladado a San Pedro y San Pablo, a la galería donde esperan su último destino los condenados a muerte.
Desde los comienzos de su carrera literaria, el novelista sufre ataques epilépticos, que también teme en los momentos de cordura, que son los más. Si padeciera uno ahora sería reducido a culatazos e iría al paredón igual. Comienza a arrepentirse de haber entrado en contacto con los nihilistas y demás utopistas meses atrás. “Si volviera a nacer no contraería deudas”, se dice a sí mismo Dostoievski, creyendo estar en el último trayecto de su vida. “No sería jugador”.
Con el curso del tiempo, en 1927, en sus “miniaturas históricas” reunidas bajo el título de Momentos estelares de la humanidad, el gran Stefan Zweig dedicará una de estas bellas piezas —el único poema— al Dostoievski que va a ser fusilado esta mañana. Siendo estos Nuevos momentos estelares de la humanidad un humilde tributo a los de Zweig, permítame el lector que traiga a colación sus versos: “Ya avanza / presuroso un cosaco, / para vendarle los ojos entre los fusiles. / Entonces su mirada, / antes de la gran ceguera, / atrapa ávida —lo sabe, ¡por última vez!— / aquel pequeño trozo de mundo, / que le ofrece el cielo / allá arriba.”
Ya encapuchados, los reos escuchan las descargas de la fusilería. Después un instante de silencio. No saben si están muertos, si han perdido la vida sin dolor… Hasta que oyen la voz del oficial al mando. Les anuncia que el zar les ha conmutado la pena por cuatro años de trabajos forzados en Siberia y otro tanto de servicio como tropa en un batallón de castigo.
Días después, en una gélida mañana de la Siberia oriental, el escritor arriba al presidio de Omsk. De lo que ahora empieza, dará cuenta en Apuntes de la casa de los muertos (1862). Para Iván Turguéniev será parangonable al Infierno (¿1304?). La condena del futuro autor de Crimen y castigo (1866) consistirá en cargar y descargar las gabarras que surcan el río Irtish. Durante los cuatro años que durará su reclusión llevará grilletes —unidos por una cadena de cinco kilos— que le ulcerarán los tobillos. Con todo, lo peor será tener prohibido leer y escribir. La única lectura que se le permite es la del Evangelio.
Ya en 1854, tras salir de Omsk, deberá cumplir una segunda parte de la condena, como soldado raso, en un batallón de castigo. Pero será una época más llevadera porque se le permitirá leer y escribir. Los ladrones y asesinos, la delincuencia común, le merecerá un mayor respeto que la intelectualidad. Ahora bien, no faltará quien sostenga que las Sagradas Escrituras —leídas hasta la obsesión en la “casa de los muertos”—, al igual que la simulación del fusilamiento —práctica relativamente frecuente en aquella época— contribuirán a que el hombre que está llamado a ser uno de los escritores más grandes de todos los tiempos sea también alguien en quien la represión ha triunfado.
Dicen que en 1859, cuando tras una década de desdichas Dostoievski regresa a San Petersburgo, está convencido de que la lucha por la justicia social no traerá al hombre la libertad espiritual. “Con el desencanto de las ideas socializantes, crecía en él una fe mesiánica en Rusia, llamada a desempeñar una misión especial ante la deshumanización de Occidente”, estima José Fernández Sánchez.
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