A través de Carne gobernada: De política, amor y deseo (Ariel) el lector se adentra en las creencias, no demasiadas pero firmes, de Fernando Savater (76 años) —fichado por el PP para las elecciones europeas— que estuvo en el centro de una polémica tras su expulsión de El País, donde colaboraba desde su fundación. Está harto de ello, pero no esquiva el envite. Gruñón, amable, inquieto y curioso, nada rehúye. Como su último libro, ameno y diverso; una buena metáfora de su vida, tanto intelectual como vital.
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—¿Lo esperaba?
—Hombre… ¿Lo esperaba? No. Sabía que había una posibilidad, que… Yo tengo un lado optimista y esperaba que cambiara El País, no yo. Me decía que a lo mejor se daban cuenta de que esto del PSOE es infumable… Ahora veo que era un optimismo ridículo, pero eso es lo que pensé.
—¿Y cómo fue, exactamente?
—Me llamó la directora, hablamos de ello y me dijo que esto ya… El problema, vamos, la gota que colmó el vaso fue que la editorial, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y desde luego sin preguntarme a mí, hizo un adelanto en El Confidencial. Ni yo sabía que iba a salir ese adelanto, ni nadie me preguntó qué páginas querría que salieran. Y claro, ellos cogieron las partes de El País porque les parecía el morbo más…
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El encuentro con Fernando Savater, que ahora parece tan lejano, se produjo en su casa de Madrid en plena «crisis», el 30 de enero. La llamada de la directora de El País, Pepa Bueno, se produjo el 22 de enero, lunes. Los comentarios de “ya era hora” se cruzaron con los de “la situación era insostenible”, pero por una parte y otra se coincidía en que “se veía venir”. ¿Había dos bandos? Sí, y un tercero de indecisos, los que creen que «hunos» y «hotros» tienen y no tienen razón. Vamos, lo de siempre.
El adelanto editorial, y la razón por la que se había pedido esta entrevista antes del hecho, se refiere a Carne gobernada: De política, amor y deseo (Ariel), unas reflexiones del catedrático Fernando Savater (San Sebastián, 1947) donde comenta esto y aquello. Muy Savater es el hablar de todo, de meterse en muchos charcos. Desde joven, desde que empezó como divulgador de filósofos. Por terminar con la polémica, que cansa, aburre y no tiene remedio, aunque siempre estará ahí, como una mancha de tinta en un jersey, en Carne gobernada Savater recuerda cómo empezó 2022 con un artículo en el diario cuyo inicio es este: “Si ustedes sólo se informan por medio de este periódico, no sabrán que he publicado un libro…”. Se refería a Solo integral (2021, Ariel), donde se recogen algunas de las columnas sabatinas que el ensayista consideró las mejores en esa cabecera y a las que agregó una coda. Silencio administrativo. Para unos, luz de gas. Para otros, una provocación.
Claro que los ataques de Savater desde su rincón de fin de semana eran duros, muy duros contra el Gobierno de Sánchez. Nada que no se supiera desde hace años, en que las posiciones políticas del escritor han ido templándose. Con razón o sin ella, Savater no es el aldeano que tira la piedra y esconde la mano. Es de los que dan la cara. Y se la parten. En este caso y en la dura, y a veces muy solitaria, lucha contra el terrorismo de ETA en los años de plomo, y antes también.
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—Verlo objetivado en el libro es lo que causó el mayor impacto. Vino la llamada: que eso era una agresión al periódico, que… Yo tampoco iba a empezar a explicar que iba a escribir un artículo (en The Objective, donde colabora desde entonces) explicando, con un poco más de tiempo, que no había agredido al periódico, sino que lo he defendido. Porque yo soy de la generación primera de El País y me sentía obligado a defenderlo ante los que hoy usurpan su nombre y lo ponen al servicio del peor Gobierno que ha tenido España en la democracia.
—Igual este incidente ha servido para saber quién está a su lado y quién no.
—Bueno, la gente ha sido muy cariñosa, me han llovido artículos, apoyos, de América y de todas partes. En ese sentido no me puedo quejar. Yo tengo buenos amigos.
—¿Le salían aquellos artículos de los sábados con facilidad? ¿Cuánto tiempo les dedicaba?
—Las columnas me llevaban más tiempo que un artículo largo normal, porque no te paras a pensar si pones un adjetivo o dos, mientras que en las columnas tenía que poner o este o este, porque no caben los dos. Era como un reto, como escribir un soneto, tienes que atenerte a un esquema. A mí me gustaba. Yo creo que las que publiqué en Solo integral eran de lo mejor que he escrito para periódicos. Empezaba el lunes, las remataba el martes, y el miércoles hacía una especie de ajuste general del asunto.
—Dejemos el tema. Este libro, Carne gobernada, empieza con tres pérdidas destacadas en su vida: Mikel Azurmendi, Javier Marías y Raúl Guerra Garrido. Dos palabras para cada uno.
—En primer lugar, tres buenos amigos, tres buenas personas, de esas que acompañan mucho a alguien que se dedica a tareas intelectuales y muchas veces se encuentra un poco desvalido, tres personas de esas que te apoyaban, que te inspiraban también. Mikel Azurmendi y Raúl Guerra estuvieron además compartiendo conmigo toda la batalla del País Vasco, éramos un poco tres mosqueteros en aquella época contra el terrorismo, contra la barbarie y, sobre todo, contra el separatismo. A Javier Marías lo he conocido mucho, desde que era pequeño. Yo tendría dieciséis o diecisiete años. Compartíamos muchos gustos literarios: nos gustaban las historias de fantasmas, las travesías marítimas… Y luego se ha ido cuajando en un extraordinario escritor, en el mejor que ha tenido su generación. Y hoy no hay otro como él todavía.
—Raúl Guerra Garrido.
—Fue un escritor muy importante, aparte de sus méritos literarios, porque se atrevió a escribir unas cosas que en el País Vasco en aquel tiempo… La carta —de 1990— fue un libro decisivo, y eso no lo decía nadie: un empresario recibe una carta el día en que cumple cincuenta años, en la que se le exige cincuenta millones de pesetas. Decir aquello en una novela… Escribir ahora de la Guerra Civil o del franquismo, todo eso no es nada, porque puedes escribir lo que te dé la gana, porque no hay ningún peligro, pero cuando escribió La carta sí. De hecho, tuvo varias represalias por parte del PNV, etcétera.
—Cita en su libro a Lovecraft, Kafka, Borges y Cioran. ¿Falta alguno de su altar?
—Stevenson, claro.
—Escribe también: “Soñamos para vernos con nuestros padres, con nuestros muertos”. También dice que sueña con sus padres casi cada día.
—Yo eso lo sueño cada día. Con uno, con otro o incluso con los dos a la vez, sueño todos los días.
—Muy al comienzo, defiende el valor de la filosofía. Reivindica “el valor del debate y la duda razonable”. Y poco después: “Yo quiero suponer que el más alto oficio es pisotear cabezas de sumos sacerdotes”.
—La filosofía es una tarea, y esto lo explicó muy bien José Gaos, un poco de soberbia. O sea, hay que ser soberbio para ser un buen filósofo, porque la pretensión del filósofo es desmesurada: un mamífero que pretende comprender el universo, imagínate. Por eso creo que es una cuestión de juventud más que otra cosa. Creo que los viejos somos ya demasiado escépticos y estamos ya demasiado zarandeados como para tener la soberbia suficiente para convertirnos en dueños del universo. Hace ya mucho que dejé la filosofía. La recuerdo con cariño y con entusiasmo, pero ya se lo dejo a los jóvenes.
—Pero, ¿y “el valor del debate” y “la duda razonable”? Parece que hoy nadie duda.
—Nadie duda porque nadie es filósofo. Los filósofos sí dudamos. Y la gente, en general, duda, claro que duda. Lo que pasa es que son dudas triviales, y las dudas en la filosofía suelen ser dudas con más glamur.
—“Ningún aparato, por ingenioso y útil que sea, de la rueda al smartphone, sin olvidar la inteligencia artificial, que tanto altera a quienes padecen estupidez natural, convertirá a los seres humanos en algo mucho mejor o mucho peor de lo que siempre han sido”.
—Yo no tengo ningún miedo a nada tecnológico, yo tengo miedo a los seres humanos, que somos los peligrosos. Lo que me parece peligroso es lo que está detrás de la tecnología, que es siempre un ser humano. Cuando se dice que si la televisión atonta, que el teléfono móvil enloquece… A esas tonterías no hago caso.
—“En los últimos tiempos (digamos cinco o quizá seis años, para no exagerar) bastantes de mis convicciones que yo daba por más asentadas han sufrido una conmoción, un terremoto revolucionario”. Y agrega: “Siempre me he tenido por una persona de izquierdas”.
—Mi transformación fundamental fue el terrorismo en el País Vasco y ver la reacción de la izquierda, que la izquierda se consideraba más próxima, y más cómplice, con el terrorismo que con las víctimas. Casi había que explicar que las víctimas, aunque fueran de derechas, eran buenas. Eso me pareció que indicaba algo peligroso respecto a la izquierda. Yo he sido muy de admirar a gente. Había admirado a figuras que se consideraban de izquierdas, y esas personas murieron, desaparecieron de mi vida, y empecé a pensar más por mí mismo, y me di cuenta de que lo de la izquierda era una filfa.
—No le falta sentido del humor, quizá como uno de sus bastones para andar por la vida.
—Probablemente.
—Como al referirse a su supuesta muerte, cuando el 7 de agosto de 2023 leyó, y recortó, la falsa esquela de su fallecimiento, “reproducida por más de un periódico”. Se sorprendería, pero también le recordaría que la muerte ha de llegar.
—Hombre, caramba, qué cosa, eso de leer tu esquela… Luego me hizo también gracia, porque siempre uno se ha preguntado qué dirán. Y bueno, en parte ya lo sé.
—Pero todo es relativo, porque esa falsedad se convertirá en verdad, como tantas cosas.
—Esa es la doctrina hegeliana.
—Recuerda en el libro el cierre de la librería Lagun de San Sebastián, que casi se podría emparentar a los amigos perdidos.
—Sí. Lagun se cerró cuando yo estaba acabando el libro con un acto de despedida, y claro, es inevitable acordarnos primero de los tiempos que cada uno ha pasado allí, tanto en su ubicación primera en la plaza de la Constitución como en la otra. Y todos esos amigos, como Mikel Azurmendi y Raúl Guerra Garrido, que nos encontrábamos allí, incluso sin haber habido cita previa, buscando un libro o lo que fuera. Lagun fue un refugio intelectual, un fuerte, un fortín cercado por los apaches. Fue un lugar muy importante para la vida de muchos de nosotros. Y su cierre fue inevitable por la muerte de sus fundadores; eran muy difíciles de sustituir. La verdad es que lo sentí mucho. Es una de las pérdidas que ha tenido no sólo el País Vasco sino España.
—Hablemos de la Facultad de Zorroaga de San Sebastián, porque en ese periodo que va desde 1979, en ese curso, hasta 1993, allí pasó mucho y a muchos. ¿Cómo fue su ambiente original?
—Muy bohemio, muy desenfadado. Ninguno de mis amigos, ni yo mismo, éramos muy académicos. Íbamos a dar clases pero tampoco en plan de gran erudición; éramos profesores un poco irregulares, no como los habituales. El ambiente era muy de compañerismo, de colegas. Teníamos amistades con los alumnos, y sobre todo con las alumnas, bastante divertidas. Lo pasábamos muy bien. Yo esperaba ir a dar clase con entusiasmo, cosa que luego no me ha pasado casi nunca. Pero poco a poco empezó a entrar el virus del separatismo, y claro, éramos sospechosos, porque éramos divertidos, que es una cosa que a los separatistas les molesta mucho, porque son profundamente aburridos y tristones. Ninguno de nosotros era precisamente entusiasta del nacionalismo. También les parecía que la Facultad de Zorroaga tenía que ser suya. Con eso, poco a poco, la gente, la gente inteligente, se fue yendo, que es uno de los dramas que ha pasado en el País Vasco.
—¿Estuvo allí desde el primer momento?
—En el primer, primer momento, no. Estaban unos amigos míos, que fueron los que me reclamaron, pero llevaba tres años, como mucho, funcionando.
—Por allí pasaron Félix de Azúa, Víctor Gómez Pin, Jacques Derrida, René Thom, Julio Caro Baroja, Agustín García Calvo, Rafael Sánchez Ferlosio…
—Sí, sí. Conseguimos mover a mucha gente.
—Zorroaga fue la primera facultad de Humanidades de carácter público en el País Vasco, que estaba por la antigua Casa de Misericordia.
—Estaba ahí arriba, donde el asilo; de hecho, los ancianos se venían a tomar un vino a nuestra facultad, y a ver chicas.
—¿Por esa época ya tenía guardaespaldas?
—No, los guardaespaldas empezaron cuando mataron a Paco Tomás y Valiente —1996—, con quien yo había estado muchas veces en mesas redondas. Antes creíamos que los profesores estábamos un poco a salvo, una tontería entre otras; pero cuando le mataron en la propia facultad nos mostró la enorme vulnerabilidad que tiene un profesor, pues tiene que estar a unas horas determinadas en un sitio determinado, que es lo más contraindicado para escapar de alguien que te quiera hacer algo. A partir de ese momento…
(El móvil de Savater chilla, aúlla. Le llaman de El Toro TV. Se enfada, pero responde cortés, como resignado. Como esos actores de teatro que lloran pero cuando pasan una mano por la cara y la van bajando van cambiando la expresión a una sonrisa perfecta).
—… a partir de ese momento, aquí en Madrid, Jesús Polanco (entonces presidente del grupo Prisa) me puso un guardaespaldas porque se empeñó. Pero cuando ya quise volver a San Sebastián a pasar el verano el ministro de Interior, Jaime Mayor, insistió. Y me resigné.
—¿Y llegó a tener tres?
—No, llegué a tener seis. En el País Vasco, cuando salía a pasear, tenía que decir a dónde iba; dos iban a mirar el sitio y…
(Vuelve a aullar su móvil, contesta con la misma paciencia enfadada).
—… dos venían conmigo y dos venían detrás, por si acaso. Y eso en San Sebastián. Yo les he llevado también incluso de viaje. A mí me han atacado por la calle en Milán, o sea que imagínate.
—¿Y hasta cuándo los tuvo?
—Hasta que ETA se jubiló.
—En Carne gobernada también habla de la Iglesia. Comenta que ETA “centró sus ataques en los uniformados (…), pero después vinimos los de paisano y empezaron a caer periodistas, profesores de universidad, empresarios y políticos de partidos constitucionalistas, es decir, no nacionalistas: todas las clases, todos los gremios… menos los curas. Los etarras tenían poca moral, pero mucha memoria y sabían de dónde venían… y sobre todo a dónde nos llevaban”.
—La única, digamos, profesión a la que no mataron a ninguno. A ningún cura.
—Hable de su paso por la cárcel, que creo fue a consecuencia de la detención (y posterior muerte) de Enrique Ruano.
—Fue a consecuencia de las manifestaciones que estábamos haciendo en la facultad —en Madrid—. Fue en el mismo mes de enero —de 1969— que mataron a Enrique.
—¿Cuánto tiempo estuvo?
—Mes y algo, muy poco.
—Falleció Sara Torres, su compañera durante tantos años, y ahora ha iniciado una nueva relación. ¿El tiempo qué borra?
—El tiempo no hace nada, el tiempo no remedia nada. Dicen que el tiempo lo cura todo. El tiempo no cura nada, lo mismo que el espacio. Ni el tiempo ni el espacio curan las penas. Uno continúa, se acostumbra a estar triste, pero no es que deje de estar triste. Ya empiezas a verlo como algo menos sorprendente. Antes me sorprendía de despertarme por la mañana triste, porque nunca me había pasado, y a partir de que me empezó a pasar, con los años, me acostumbré a estar triste; lo cual no quiere decir que deje de estar triste, pero ya estoy más acostumbrado, resignado a vivir dentro de la tristeza.
—¿Nada hay para siempre?
—La vida humana, desde luego, no.
—Pero hay valores. ¿Qué permanece en la persona?
—Un ser mortal no puede aspirar a nada eterno, ni valores ni nada.
—¿Se aprende a vivir con los años?
—Qué más quisiéramos, qué más quisiéramos.
—¿Qué se gana y se pierde con la edad?
—Digamos que cambias de errores. Los errores de la juventud son de un tipo más impetuoso, más sensual; y los errores de la vejez son más cicateros, a veces intelectuales. Pero equivocarse, siempre se equivoca uno.
—La reivindicación de la niñez, con esa frase suya que dice “me tengo por un exiliado perpetuo del final de la niñez”, ¿es más una pretensión que una realidad? ¿No es, en el fondo, más que un deseo?
—La niñez sigue teniendo una presencia permanente en mi vida; en gustos, en opciones, en aficiones, en todo. Salvo el whisky, que lo empecé a tomar más allá de los catorce años, todos los gustos en mi vida los he tenido antes de los catorce. Y los sigo teniendo todavía.
—Hable de la falla en su vida cuando viene con su familia a Madrid, con doce años.
—Lo viví como un exilio, muy mal. Alejarme de San Sebastián, aunque estaba arropado por mi familia a la que yo quería muchísimo, fue un pequeño drama, un desgarramiento. En cuanto pude volví a estar allí lo más posible. Precisamente por esa fidelidad a la niñez.
—Llegó a Madrid, claro, con acento vasco, por lo que no fue muy bien recibido en el colegio (del Pilar).
—Había de todo, pero también bastantes a los que el acento les parecía muy gracioso. Conocí un poco la exclusión.
—“Yo conozco el amor que todo lo devora”. ¿Es lo más trascendental que le ha pasado?
—Sí, claro. Por supuesto. Los seres humanos se dividen entre los que han tenido un amor y los que no lo tienen; es la más grande distinción entre los seres humanos. Quien ha tenido un amor conoce el destino. Y a veces lo pierde, como ha sido mi caso.
—“Soy leal al amor (no al sexo)”.
—Me gusta mucho. Y la fabada. Pero el amor es otra cosa.
—Se queja de “las magnificaciones del consentimiento, el sólo sí es sí”.
—Es que reducir eso a una especie de contrato me parece un poco triste. Me gusta la seducción, el atractivo, pero estar haciendo un contrato, firme usted aquí, que…
—Recuerde a Jesús Aguirre y a Taurus.
—Fue mi primer editor. Tenía fama de ser una persona bastante intemperante y sarcástica, pero a mí en cambio me trató maravillosamente bien, me acogió, cuando yo me aburría, me impulsaba a escribir, hablamos muchísimo de todas las cosas… Fue una compañía intelectual y laboral muy importante.
—¿Cómo llegó a él?
—Como mi colegio, el Pilar, estaba en la calle Castelló yo pasaba todos los días delante de la editorial, que estaba en la plaza del Marqués de Salamanca; era la única editorial que sabía dónde estaba.
—O sea, que se ofreció.
—Sí, claro. Yo entré y le dije que tenía un libro, que era mentira, porque no lo había escrito todavía, pero lo tenía en la cabeza. Me dijo que se lo llevara y yo le contesté que tenía que corregirlo un poco, que en quince días se lo traería. Y en quince días lo escribí —Nihilismo y acción, 1970—.
—Usted ha dedicado un ensayo a la educación, El valor de educar: Cómo se transmite el saber humano, Ariel, 2021 la última edición), y ha sido profesor durante más de treinta años; al hilo de esto, en el último Informe Pisa, en diciembre pasado, España obtuvo sus peores resultados desde el año 2000, con un tirón de orejas en la comprensión lectora y en matemáticas.
—Yo no pondría el Informe Pisa como algo incontrovertible pero creo que existe, efectivamente, ese bajón educativo en España. Pero no porque lo diga ese Informe, sino porque uno se da cuenta hablando con los jóvenes. La lectura tiene competencia con muchas otras cosas. Cuando yo era joven leía muchísimo porque no había otra cosa y a mí no me gustaba jugar al fútbol. A ver una película al cine ibas el día de tu cumpleaños, no había televisión… La lectura era una compensación de todo lo demás.
—Pero España ha sido incapaz de ponerse de acuerdo en una ley de educación.
—Eso ha sido uno de los defectos. Hemos tenido leyes de educación, pero por un tubo. Prácticamente desde que empezó la democracia en España no ha habido un alumno que haya empezado sus estudios y los haya acabado con la misma ley de educación. Todas las leyes tienen aspectos acertados y desacertados, como es natural, pero lo que es desacertado, evidentemente, es que cada ley vaya pisando, cortocircuitando, a la otra. Hace falta un planteamiento serio que, por supuesto, no se puede esperar del PSOE porque tiene unas ideas de educación verdaderamente, como de casi todo lo demás, disparatadas.
—Unas palabras sobre Borges, al que le dedicó un libro, Borges, la ironía infinita, allá por 2002. ¿Es quien le cambió, realmente?
—Cuando le leí me pareció que eso era lo que yo quería hacer, pero no estaba entonces, ni ahora, a mi alcance; pero sí ha sido uno de mis enormes placeres literarios.
—Parece ser que lo leyó primero en francés.
—No sé por qué, la editorial Sur había tenido una bronca con las autoridades españolas y no entraban los libros aquí, por eso yo leí el primer cuento de Borges, que era El Aleph, en un libro que a mí me gustó mucho; se llamaba El retorno de los brujos, de Pawles y Bergier.
—¿Cómo se ve el mundo a los 76 años?
—Yo, por la vista, nunca lo he visto muy bien… Pero el problema de la vejez es que si uno se sintiera viejo estaría ya más o menos deseando abandonar; pero yo, por lo menos, me siento joven. Me indigno al mirarme al espejo, cuando me digo «qué barbaridad, ¿pero qué te ha pasado, con esta pinta dónde vas a ir?».
—¿Cuál es su nuevo proyecto?
—Eso sí que no, eso es una de las cosas buenas que tiene la vejez: no tienes proyectos. Mi proyecto es qué voy a comer a mediodía, si este fin de semana me han invitado unos amigos… Pero nada más allá. Ya este libro —por Carne gobernada— me pareció escribirlo una osadía, y mira que ha sido cortito —173 páginas—. Me costó como si hubiera subido al Everest descalzo.
—También ha dicho que ha sido el libro menos planificado.
—Es que no lo he planificado en absoluto: me senté, empecé a escribir queriendo contar un poco mi asombro de que no había muerto después de Sara, y que incluso podía encontrar a otra mujer. Empecé con eso y luego ya me salieron todas las cosas que tenía en mi vida. Y eso es el libro.
—O sea, que no tiene otro proyecto.
—No, no, no. Tengo el proyecto de no tener otro proyecto.
—¿Se sigue bañando en La Concha?
—Estoy deseando que llegue el verano. En junio ya me empiezo a bañar. Ahora, como tengo tan mal las piernas y tengo tanta artrosis, no puedo bañarme el día que hay olas porque si una ola me tira, me ahogo. Tengo que tener el mar en calma. Pero afortunadamente La Concha es un mar tranquilo. Normalmente, de junio a noviembre me baño todo lo que puedo.
—¿Y va hasta las boyas?
—Hasta la línea de boyas. Si nadar no es problema, en cambio andar me cuesta, me duele. Cuando estoy nadando estoy feliz.
(En Carne gobernada saca a relucir esta recomendación de Baroja: “A cierta edad, ya no debe uno ir a ningún sitio del que no pueda volver andando”. No se le pregunta al pensador si la cumple, si la ha colocado por guasa o por la sorna de don Pío).
—Éste es el año Chillida, el centenario.
—Sí. Era una persona estupenda. En la primera manifestación que hicimos antes de fundar Basta Ya, en la plaza de Guipúzcoa, tras un crimen, entonces tan frecuentes, estábamos quince o dieciséis personas y allí estaba Eduardo con su mujer.
—Y como artista, ¿le interesó?
—No soy muy de arte moderno, la verdad. Me gusta el David de Miguel Ángel, pero lo que hacía Eduardo, pues estará bien.
—Además de la siesta, que es sagrada y que duerme como un lirón…
—Y cada vez más.
—… ¿qué ha hecho esta mañana y qué hará por la tarde?
—Hoy lo más importante es esto que tengo contigo. Luego iré a comer, la siesta, como bien dices, y por la tarde tengo que continuar el artículo que estoy escribiendo para The Ojective sobre el tema de El País.
—No comerá en ningún restaurante con estrellas Michelin, a los que tanta aversión tiene.
—Esas cosas de las gilipolleces del Basque Culinary Center… Yo no sé cómo no acabamos con el estómago mal en el País Vasco de tanto oír hablar de comida.
—¿Por qué libro suyo debería empezar un joven o alguien que no lo haya leído?
—Tampoco… No sé… Debe empezar por un autor más importante que yo, no me aconsejaría como lectura… Solo integral a mí me gusta porque revela muchas facetas diferentes o columnas sobre muchos temas. Y luego la biografía —Mira por dónde. Autobiografía razonada (Taurus, 2003)—.
—Quizá lo que le haya salvado en la vida, de todo, ha sido que es un disfrutón.
—Eso y el sentido del humor. Creo que al igual que Miguel de Unamuno tenía un sentido trágico de la vida yo, afortunadamente, tengo un sentimiento cómico de la vida.
—¿Qué está leyendo ahora?
—Una novela, El misterio de la Villa Rosa, de A. E. W. Mason, una de las primeras modernas policiacas que se han escrito.
—¿El último autor que ha descubierto?
—Un autor francés que me lo recomendó el algoritmo de Amazon, después de ver las cosas que yo compraba. Y se lo he agradecido mucho porque es muy bueno. Serge Brussolo. No lo conocía y la verdad es que es un buen descubrimiento.
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Y ya, al final del todo, de pie, dice: “Mira, ¿ves lo que te decía antes del sol? Aquí cuando se pone el sol fuerte no hay manera de aguantar”. Y posa Savater junto a muñecos de cualquier tipo, tamaño o condición que asoman junto a libros de toda laya en una casa donde no hay paredes, sólo estanterías ocultas: cientos de libros que asoman; entre ellos de Carl Sagan, Max Weber, Lezama Lima, Simone Weil, Kenneth Anderson… Cuadros con caballos, una foto con Peter O’Toole, otra con su padre en el hipódromo de Lasarte cuando era un crío de cuatro o cinco años, una postal de Baroja, crisolines, unos diez mecheros, aunque dice que lleva tres meses sin fumar, aunque algún puro sí. Y Moby Dick. Cerca debe de andar Conrad, de quien en Carne gobernada dice: “Le perdono cualquier traspié con tal de que me embarque”.
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