Conozco al poeta Fernando Menéndez desde hace décadas. Los dos nacimos en Oviedo y, como es un poco más mayor que yo, pude asistir durante un año a uno de sus talleres de escritura. Además de esta ocupación, no ha parado de dedicar tiempo al suplemento cultural del diario La Nueva España y a sus nuevos proyectos poéticos. El siguiente se titula Ni el número ni el orden (Dilema), un poemario fascinante, seco, donde se reitera el talento y la importancia de Fernando Menéndez.
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—¿Cómo se enteró de que era poeta?
—Creo que te enteras que eres poeta casi siempre a destiempo. Por lo menos, en mi caso, a destiempo. Lo que sí recuerdo es que con catorce años cayó en mis manos un libro de poemas de Pedro Salinas y pensé, una reacción muy adolescente, «este señor está hablando de mí». Y entonces me llamó la atención esa manera de hablar de alguien que no eres tú siendo otra persona y sin que hubiese personajes de por medio. Yo era un chaval que había leído desde muy crío, porque siempre hubo esa costumbre en casa, pero leía cómics, las joyas literarias juveniles, los libros de Salgari, de Julio Verne… Sí, sabía que existía algo que se llamaba poesía, que empezábamos a conocer por los poemas de Bécquer en clase. Luego ya Machado. Pero Salinas fue quien me dijo indirectamente «mira, cuando no sepas muy bien qué hacer contigo, puedes hacer un exorcismo y escribir un poema». En ese sentido empiezas a emborronar papeles pero sin ninguna importancia. Y ahí es clave siempre cuando llegas, en mi caso, a la facultad de la universidad y te encuentras con otra gente que tiene el mismo picor que tú. Y en ese intercambio siempre hay lecturas. Es decir, yo no concibo escribir poesía si no lees. En general, no concibo escribir si no se lee. Y entonces la lectura es como el alimento, lo que te empuja, lo que te provoca a escribir. Y estando en la facultad me crucé con Juan Ignacio González, que es una persona fundamental en la poesía en Asturias porque editó una colección iniciada en los años ochenta que se llama «Heracles y nosotros». En ella publicó por primera vez a Jaime Priede, de Jordi Doce, a Aurelio González Ovies y a mí también. Juan ha sido siempre de una generosidad, una discreción… Me gusta reivindicarlo porque siempre ha hecho las cosas de una manera muy callada: él ha sido fundamental para que yo, por ejemplo, esté aquí hablando contigo de un libro que acabo de sacar y así sucesivamente.
—¿Se siente un poeta veterano o cada vez que escribe, de alguna forma, rejuvenece y se siente nuevo?
—Es imposible no sentirte veterano porque vas cumpliendo años. Lo que yo procuré siempre evitar es que aunque pilles una fórmula, no repetirla. Hay una frase que le escuché una vez a David Bowie, el ejemplo máximo de lo contrario. Decía que, desde el punto de vista artístico, si estás a gusto en un sitio es que estás en el sitio equivocado. Y entonces siempre me gusta cuando con un libro sientes una especie de indefensión o de peligro que dices: «No sé lo que va a pasar aquí, pero voy a seguir». Si me doy el trompazo, me lo doy. De hecho, en su momento eliminé un libro entero que cuando me puse a corregirlo en su momento, ya hace un tiempo, era exactamente igual, con variantes que el anterior. A lo mejor puedo publicar este libro, incluso puede haber alguien que diga «Fernando, pues no está mal», pero a mí no me interesa. La dificultad, la indefensión, el provocarte a ti mismo, eso quiero.
—Dentro de ese reto que se pone, ¿de dónde sale Ni el número ni el orden, y en cuánto tiempo sale?
—Pues fíjate, Ni el número ni el orden sale de un sitio inesperado. Estoy de acuerdo con una cosa que dijo José Hierro en su momento: los poemas vienen ellos a buscarte. No los puedes buscar tú: suena así como muy esotérico, pero es la puta verdad. Es la verdad. Tú no puedes sentarte como un oficinista a las nueve: «Voy a escribir un poema, o un libro de poemas». Eso no funciona así. A un narrador le puede funcionar, pero a alguien que escribe poesía no. Y de una relectura de un libro de prosa que a mí me gusta especialmente, Industrias y andanzas de Alfanhuí, de Sánchez Ferlosio, un libro con un lenguaje muy poético, dicho sea de paso, y tiene un poco también de novela iniciática, un poco como una especie de de ensayo de Tom Sawyer o Huckleberry Finn de la meseta. Pues hay un momento en el libro en el que al protagonista, que es un niño que va a la escuela, le dicen que no puede seguir en la escuela porque habla un idioma que los otros niños no entienden. Y yo empecé a darle vueltas en la cabeza a esa frase y creí que esa podía ser una buena definición de la poesía. Un idioma que se distingue del idioma que hablan los políticos, los economistas, los trabajadores…
—Del habla, también.
—Una especie de idioma que va a la contra o un idioma que, utilizando el lenguaje que manejamos todos, crea algo distinto. Desde el punto de vista de la escritura le doy mucha importancia al lenguaje. Creo que la poesía es fundamentalmente lenguaje. A diferencia de la narrativa, el narrador tiene trampantojos de que hay un argumento, hay una descripción, hay unos personajes… Y uno se puede refugiar, en términos de refugiar no como una crítica, sino literalmente, detrás de eso, aunque luego se manifieste si se quiere manifestarse o no. Pero el poeta no, el poeta tiene el lenguaje y ya. Aunque sí lo pueda disfrazar: estaba aquello que decía Pessoa de que el poeta es un fingidor. Pero Pessoa es un caso muy especial. Pessoa es casi un género en sí mismo. Conviene no medirte con Pessoa porque aquí, como dice Mayorga, los clásicos te abruman. Pero también te estimulan.
—Usted imparte muchos talleres de escritura y de lectura en Asturias, por lo tanto trata con gente joven, gente de todo tipo. ¿Cómo explica el género poético a la gente que asiste? No quiero que me responda con Bécquer, «¿qué es poesía?». (se ríe)
—Apelo mucho a algo que dijo el maestro Antonio Gamoneda, que la razón de la poesía es estrictamente musical. Y lo importante en la poesía es el ritmo. Trabajar un ritmo: que la escritura se traduce en la puntuación. Eso que identificamos con una asignatura, la sintaxis, no es otra cosa que la manera en cómo ordenar las palabras en un texto. Y la poesía en ese sentido lo fuerza todo lo que puede, cierta poesía, hay otra que es mucho más narrativa y más discursiva. La poesía, todo hay que decirlo, para quienes no estén un poco al día, es tan variada y tiene tantas, tantas capas y tantas maneras de entenderla como la narrativa. Lo que pasa es que a veces no se ha enseñado, no ha llegado de una manera como la narrativa. Es verdad que la novela es un género que al hacerse el género preponderante en el siglo XIX de la burguesía… Fíjate que veníamos de que la poesía era la raíz de todo pero fue cediendo paso a la novela. Una clase como la burguesía dijo: «Me gusta esto para entretenerme». Y la novela sigue teniendo un férreo imperio que es muy difícil mover.
—Escribe «Leer suave / como si fuésemos guijarros». Y para mí es un ejemplo de uno de los poemas, digamos, cerrados gramaticalmente, porque noto que habiendo leído otros libros suyos, evita el verbo. Cada vez está jugando más con cortes secos.
—Es así. También te digo que esto lo fui advirtiendo cuando me puse a corregirlo. Es decir, tú cuando escribes el poema o los poemas para este libro, que estuve más de dos años con él, hay poemas que igual tienen seis versos y, sin exagerar, igual estuve más de un mes con ellos, lo cual no te garantiza nada, te garantiza que les echas tiempo, nada más. Pero sí, fui consciente después y traté de responderme el por qué de esa ausencia de verbos. Quizá porque la presencia natural y normal de los verbos en la poesía me llevaba a otro tipo de poema más fluido que, por las razones que fueran, no me salía, no me interesaba. Quería este ritmo más marcado, más seco, más brusco. Volviendo a lo del ritmo, puede alguien decir «se nota que eres tú mismo». Sí, pero hay que ir buscando ritmos distintos. Soy muy aficionado a escuchar música de jazz. Tú escuchas discos de músicos como el pianista Bill Evans, un músico que escucho mucho, o Miles Davis, y aunque versionan mil veces un mismo tema modifican la manera de entender rítmicamente ese tema o de cortar una melodía donde nadie se esperaba.
—Es un poemario muy sentimental en algunas partes, pero no cae en el sentimentalismo. En mi opinión, un lector muy limitado de poesía, ¿por qué lo que leo en poesía actual cae en un sentimentalismo y en un costumbrismo, en mi opinión, pesadísimo?
—Estoy de acuerdo contigo. La poesía está llena de sentimiento, de emoción, de memoria, de música, de mirada… Es innegable. Otra cosa es sentimentalismo, como tú lo dices. Creo que fundamentalmente tiene que ver con lo que hablábamos antes. Son autores y autoras que creen que en la poesía solo basta con vomitar sentimientos. O sea, no les preocupa trabajar el lenguaje. O si lo trabajan, lo trabajan de una manera muy previsible, que a veces casi parece eslóganes de campañas publicitarias. Y yo creo que tiene que ver con eso, con no trabajar el ritmo. No traducir el lenguaje en algo que tiene que ir a la contra. A veces fisgo esos poemas a los que tú aludes y no veo ninguna diferencia entre un lema de un creativo de publicidad, que es su trabajo, y muchos versos de muchos de esos poemas. No sé qué poeta dijo que para denominar a ese tipo de poesía habría que separarla como a la farmacia de la parafarmacia. Hay poesía y parapoesía.
—Porque en su poesía hay una cierta denuncia social o una reivindicación de la memoria, que yo entiendo de por dónde va pero a lo mejor el lector que no le conoce no sabe por dónde van, pero ¿le pasa un poco con la denuncia social como con el sentimentalismo?
—Sí, me pasa lo mismo. Son dos plagas. Ahora parece que alguien hace algún texto literario y cree que porque está cargado de buenas intenciones ya basta. No, si haces un texto literario tiene que ser literario, es decir, no un panfleto. El panfleto es un género que existe como tal y me parece lícito escribirlo. Pero si vas a hacer un texto literario tiene que haber un trabajo con el lenguaje. Creo que he tenido siempre una mirada preocupada, que no es ajena a lo que sucede a mi alrededor. Y eso muchas veces se refleja en lo que escribo pero no de una manera abierta, indicando con el dedo.
—La memoria y la niebla está muy presente en todo el libro, aunque usted no es nostálgico.
—No, no soy nada nostálgico. En este caso lo de la memoria de la niebla tiene que ver con algo real. La escritura de este libro coincidió con una afección a la memoria grave de mi padre, un alzheimer. Muchos poemas surgen como una forma de dejar constancia de cómo vives eso. Comprobé en un primer plano una de las cosas más duras de una enfermedad de la memoria: a las personas las obliga a dimitir de lo que eran, entran en una especie de niebla donde a veces sólo hay resquicios de lo que eran. Esas cosas nunca surgen en mi poesía de manera premeditada, sino que se van sedimentando. Cuando corrijo los libros o cuando alguien, como en tu caso, lo ve. Pero si hablamos de la memoria en general, también: creo que el error es confundir memoria con nostalgia. Hay que tener memoria de las cosas, no nostalgia, que significa regodearse en ella y no querer salir nunca de aquellos tiempos. Además esta actitud es ridícula porque te sacan a empujones. Por no decir a hostia limpia.
—Hablando de memoria sería injusto no sacar en esta conversación a nuestro amigo común y maestro Domingo Caballero, que también fue disolviéndose en la niebla hasta su fallecimiento en 2022. Y simplemente que me haga, porque le queríamos mucho, una pequeña valoración para alguien que se quiera acercar a la poesía de Domingo.
—Domingo era un sabio en el sentido íntegro y literal de la palabra. Pero un sabio como los sabios de verdad, con un gran sentido del humor y con una capacidad para hacerte llegar el conocimiento como quien mete la mano en el bolsillo y saca un pañuelo o saca el billete de autobús. Y su poesía —antes hablábamos del ritmo— era una poesía de corte clásico, que no le tenía miedo, en los años que corrían, a la rima. Además tenía un notable sentido del ritmo, fruto del gran conocimiento que manejaba de la cultura clásica y la capacidad que tenía, que eso se notaba en su poesía, para maridar y para enlazar conocimientos muy distintos. No hay que olvidar eso. Sabes tú mejor que yo que era un filólogo y que era también profesor de psicología. Era capaz de hacerte entender que el lenguaje y el cerebro, la cabeza y la conducta, obviamente están relacionados. Eso sí que es ser poético, coger relaciones, disciplinas distintas y relacionarlas a partir de su propia experiencia. Era un ser único y bueno. Todos los días lo echamos mucho de menos.
—Uno de los versos más contundentes del libro, entre muchos, es «Tierra sin descanso / no aprende». Como crecí con mi abuelo en el campo, entendí que había que dejar descansar la tierra para plantar luego las patatas, o lo que fuese. Había temporadas para todo. ¿Cree que eso en la actualidad no existe? Estamos al lado de la Gran Vía de Madrid: ya no hay ropa de invierno-verano, sino que hay ropa sin parar, entre otras cosas. Por eso me pareció tan acertado este verso.
—A mí me sorprende que todavía haya gente que niegue esto del cambio climático, y lo que más me sorprende es que alguien se lo plantee como un asunto ideológico. Esto es tan sencillo como que de repente mañana, si abres el grifo y no sale agua, no sale ni para el que vota Vox, ni para el que vota Sumar. No sale el agua. Mientras no entendamos eso estaremos muy fastidiados. Y en general nosotros como personas agotamos mucho todo. Tenemos una insaciabilidad que tendríamos que hacérnoslo mirar. A lo mejor es por mi manera de ser, que soy un tipo lento, pero hay que ralentizar las cosas, hay que replantearse este ritmo, porque al final este ritmo acabará con lo que tienes alrededor y va a acabar con uno mismo también. Por contra, si algo tiene la poesía es que es un género y es una escritura que te obliga a la lentitud. La literatura debería ser lenta siempre, pero la poesía lo es más.
—Otro verso estupendo: «La boca cerrada como si fuera aire fresco». ¿No cree también que no callamos? Hay días que me digo: «Joder, que no me callo». Y luego el blablá social constante.
—Estamos perdiendo el sentido del significado del silencio. El silencio puede significar muchas cosas y estamos perdiendo esa perspectiva. A veces el silencio dice mucho más que cuarenta mil palabras, sobre todo si están dichas a destiempo, si no vienen a cuento, sobre todo si son ruido. Entonces igual habría que contraponer al ruido el silencio. Lo bueno de la lectura en general es que es un ejercicio silencioso. Tú lo haces en silencio y casi siempre necesitas el silencio, salvo que tengas una capacidad para concentrarte inaudita. Yo soy capaz de estar leyendo cualquier cosa en un transporte público, en una calle donde hay mucha gente. Pero bueno, eso es ya un deterioro mío, más que una virtud.
—«Las palabras procuran paños». También es espléndido. ¿Cuál es su palabra favorita?
—Me gusta mucho la palabra «gilipollas». Muy bien porque es muy expresiva. Porque si dices con todas las sílabas a alguien «este tío es un gilipollas», tiene una rotundidad que no hace falta añadir más. Y esto lo hablo contigo, que tú eres un maestro de los insultos. Hay que poner en valor los insultos.
—Bien ajustados.
—El problema de los insultos es el abuso. Como esta gente que dice «hijo de puta» para todo, lo mismo para elogiar que para criticar… Pero esto dicho en un momento adecuado. Me imagino un tipo que sea de habitual callado y de repente esté hablando de alguien y diga «ese tío es un gilipollas». Pues nadie va a decir nada más.
—Y charlando sobre palabras, una cosa que hemos hablado muchas veces y que ahora está en boga de nuevo. La canción de «Zorra» de Eurovisión. Las palabras no son unívocas, ¿no?
—Qué cansancio eso. Lo que más me llamó la atención es todo ese lío por culpa de una puñetera canción de Eurovisión. No, el lenguaje es una entidad viva y está continuamente en constante evolución. Va mutando en función de los ámbitos en los que se habla, geográficos, sociales, temporales… Tratar de encauzar eso es perder el tiempo. Yo no gastaría un minuto en eso porque además, si echamos la vista atrás, vemos muchas palabras que ya no tienen la misma connotación. Por ejemplo, una palabra que podría haber dicho antes, porque me gusta mucho, «arriero».
—Y una gran canción, «El arriero».
—La gente más joven no sabe lo que es un arriero porque está identificado con una actividad que ya no se hace. Por ejemplo, esta pobre gente, que trabaja esclavizada por esas empresas amarillas en bicicletas y en motos y demás, podrían ser arrieros. Cambian el burro por una moto o por una bici y me gustaría más que fuesen arrieros que riders. El lenguaje tiene su propia dinámica. Pienso en esta mirada un poco cándida de cierta progresía al acusar a los académicos. Los académicos son simplemente los que van guardando eso en cajas. Los académicos nunca pueden ir ni por delante, ni siquiera a la vez, que el lenguaje. Una vez me explicó Luis Goytisolo cómo se trabaja en la Academia, y son auténticos detectives. Durante un mes tienen que hacerse cargo de unas palabras y seguirlas a ver hasta qué punto se utilizan en los medios, en los libros o en la calle. Y luego hacer un informe y valorar entre todos si se pasa o no al diccionario. Me parece un trabajo increíble. Me encantaría. Son detectives de la palabra. Y el diccionario es el diccionario. El diccionario no es la lengua. La lengua siempre está. Por ejemplo, con los fotógrafos como Jeosm: la foto que quieren hacer, cuando la hagan ya no está. Se acerca mucho, pero ya no está. Y con el diccionario ocurre igual: lo que quede reflejado allí no está ya, ya está transformándose en otra cosa.
—¿Recomienda a los lectores de Zenda algunos poetas o poetisas más jóvenes que a usted le interesen?
—Me gusta mucho el libro de poemas que sacó en su momento Azahara Alonso Gestar un tópico. Ahora a Azahara se la conoce mucho por su libro Gozo, pero me parece una excelente poeta. Me acuerdo de otra poeta asturiana excelente, Teresa Soto, que vive aquí en Madrid. Y el último libro de Pablo López Carballo, Platón y asalariados.
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