Durante buena parte de mi vida pasé muchas navidades, quizá demasiadas, en lugares donde la palabra Nochebuena sonaba a sarcasmo. La primera de esas fechas vividas de modo poco convencional fue con 19 años, a bordo del petrolero Puertollano, en 1970, durante el terrible temporal que ese invierno sacudió el Mediterráneo. La última fue con los cascos azules españoles en Mostar, Bosnia, en 1994. En los veinticinco años que mediaron entre una y otra, hubo de todo: navidades cálidas en lugares donde la única sombra era mi sombrero, como aquella en la que toqué el metal oxidado de los restos de los trenes que voló Lawrence de Arabia, y navidades gélidas, como otra en la que vi picar el hielo de Bucarest para enterrar a los muertos de la revolución y escuché, en boca de una madre, el más triste epitafio que conocí en mi vida: «Es oscura la casa donde ahora vives».
Hubo una conversación de Nochebuena que marcó mi vida. Yo era muy joven y estaba en ese momento en que el trabajo de un reportero era un cóctel de adrenalina, intensidad y aventura. Me hallaba en compañía de un veterano corresponsal español con el que compartía sobresaltos profesionales. Estábamos apoyados en la barra de un bar oriental de mala muerte, rodeados de putas, hablando de nuestras cosas. En realidad quien hablaba era mi compañero, pues por esa época yo era uno de esos chicos despiertos que pagan las copas, hacen las preguntas oportunas y mantienen la boca cerrada mientras atesoran lo que escuchan. Y de pronto, mi viejo colega, con un pitillo humeándole en la boca, se quedó mirando el vaso que tenía en la mano y dijo algo que jamás he olvidado: «No creo que regrese nunca, porque nadie me espera. No tengo retaguardia. Llevo toda mi vida dando tumbos como una maleta vieja… Ya no conozco a nadie allí».
Esas palabras, como digo, cambiaron mi existencia. O la cambiarían con el paso el tiempo, cuando la idea que aquel viejo y cansado periodista introdujo en mi cabeza maduró lo suficiente. No quiero, fue mi conclusión, acabar como él, con sesenta años en un burdel de Beirut o Bangkok, alcoholizado y hecho polvo, contándole mi vida a un reportero que empieza. No es un final feliz. Así que viviré la vida que quiero vivir, pero manteniendo una puerta a mi espalda, un camino de regreso. Un vínculo con la normalidad que me permita envejecer de modo razonable –suponiendo que llegue vivo a eso–, escapando al destino que, con un estremecimiento, acabo de vislumbrar esta noche en la barra cutre de un bar de una ciudad remota. Y así lo hice, o lo procuré. Fabricarme sin prisas un refugio. Una retaguardia. Y tuve suerte, porque aquí me tienen. En ella y en Nochebuena.
Sin embargo, no hay retaguardias perfectas. Sobre todo porque nadie llega a ellas desprendiéndose de la mochila que lleva al hombro. Ni de los años dejados atrás, que ya no te abandonan nunca. En una de mis novelas, uno de los personajes dice «Hay lugares de los que nunca se vuelve». Efecto literario aparte, eso no deja de ser cierto. Pero también es verdad que hay lugares a los que resulta imposible volver. Camino estos días por la ciudad, veo luces en las calles y escaparates de comercios iluminados, observo a adultos que –más o menos sinceramente– se desean felicidad, a niños todavía ingenuos que se asoman fascinados al esplendor de las fiestas familiares, de la ilusión y de la vida que para ellos empieza, y contemplo en todos ellos el fantasma de las navidades pasadas, que diría Dickens. Miro lo que fui y ya no soy. Supongo que le pasa a cualquiera que cumpla años; no es necesario haber viajado a la isla de los piratas para eso. Pero el desarraigo que siento, la distancia emocional, quizá tenga que ver con tantas otras fechas similares inciertas o solitarias.
Fui un niño feliz, sin embargo. Caí en el lado bueno de la vida y, a diferencia de otros menos afortunados, tuve hermosas navidades rodeado de rostros afables y queridos. A menudo me veo buscando esos rostros y buscando al niño entre los pequeñajos que, con fondo de villancicos, caminan de la mano de sus padres, deslumbrados por las luces, con gorros de lana y bufandas hasta la nariz; pero entre él y yo se interponen demasiadas botas pisando cristales rotos, demasiados amaneceres grises, y aquella noche que canturreé «Navidad, blanca Navidad» con fiebre y tumbado en un hotel miserable del culo del mundo. Nadie puede elegir lo que recuerda, ni lo que le matan. También aquel niño vive en una casa oscura.
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Publicado el 24 de diciembre de 2017 en XL Semanal.
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