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Fake News, de Daniel Gascón - Zenda
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Fake News, de Daniel Gascón

En los últimos cinco años España ha vivido un golpe de Estado posmoderno, cuyos protagonistas todavía no saben si iba en serio o no; una moción de censura contra un presidente del Gobierno que decidió emborracharse mientras lo echaban, y de la que salió un nuevo presidente apoyado por los que habían protagonizado un pronunciamiento...

En los últimos cinco años España ha vivido un golpe de Estado posmoderno, cuyos protagonistas todavía no saben si iba en serio o no; una moción de censura contra un presidente del Gobierno que decidió emborracharse mientras lo echaban, y de la que salió un nuevo presidente apoyado por los que habían protagonizado un pronunciamiento civil unos meses antes; el primer Gobierno de coalición, con el sostén de un partido que se oponía a la casta y que consiguió colocar a un matrimonio en el Consejo de Ministros; el ascenso y hundimiento de un partido de centro liberal y el surgimiento de una fuerza de ultraderecha. Mientras, científicos sociales explicaron lo que es el sesgo y luego lo ejemplificaron con su comportamiento.

Enfrentado a tamaño panorama, Daniel Gascón habla de temas que le importan a través de formas que le gustan, con el humor como lente fundamental y la viñeta como ilustración certera. Fake news es una especie de crónica de hechos alternativos, así como un extraño intento de diagnóstico. Porque, como la realidad se empeña en recordarnos cada día, toda sátira es profecía y toda parodia es eufemismo.

Zenda adelanta el prólogo del libro.

***

Prólogo

Toda sátira es profecía

La revista Lapham’s Quarterly del gran Lewis Lapham publicó hace años una lista de leyes epónimas. Entre las normas que aparecían están la ley de Parkinson, según la cual el trabajo se expande para ocupar el tiempo disponible para su ejecución; el principio de Peter, que postula que los empleados ascienden hasta llegar al nivel de su incompetencia; la navaja de Hanlon, que recomienda no atribuir a la maldad lo que puede explicar la estupidez, o la célebre ley de Upton Sinclair, que observa que es difícil hacer que un hombre entienda algo si su salario depende de no entenderlo. No recoge la útil navaja de Hitchens —lo que se afirma sin pruebas se puede rechazar sin pruebas— ni mis preferidas, las tres leyes de la política que formuló el historiador británico Robert Conquest:

  1. Todo el mundo es conservador acerca de lo que conoce bien.
  2. Toda organización que no es explícita o constitucionalmente de derechas tarde o temprano se vuelve de izquierdas.
  3. El comportamiento de cualquier organización burocrática se entiende mejor si asumimos que está controlada por una camarilla de sus enemigos.

En el epitafio de Joaquín Costa pone «No legisló», lo que quizá debería convertirse también en una ley epónima. El profesor Ignacio Sánchez-Cuenca ha señalado que la llamativa asimetría que «se produce en los machos de la especie humana, cuyo testículo izquierdo cuelga más bajo que el derecho», confirma, de forma tan metafórica como inevitable, que las equivalencias entre extrema derecha y extrema izquierda son inexactas. Mientras esta formulación recorre el tortuoso camino para ser considerada la norma Sánchez-Cuenca, quiero proponer otra afirmación, que modestamente denominaría ley de Gascón: Toda sátira es profecía. Y, naturalmente, toda parodia es eufemismo.

Es posible que esto sea cierto en todas las épocas, pero yo me he dado cuenta observando la política española de los últimos años. Una de las características de la conversación pública actual es el ciclo informativo de veinticuatro horas y siete días a la semana, que no se para nunca y donde todos podemos ser emisores. En cierta manera, es algo que va muy deprisa y que a la vez no se dirige a ninguna parte. No solo se confunden lo urgente y lo importante. También se mezclan lo real y el simulacro. En los últimos cinco años España ha vivido un golpe de Estado posmoderno, cuyos protagonistas todavía no saben si iba en serio o no. Ha tenido una moción de censura contra un presidente del Gobierno que decidió emborracharse mientras lo echaban, y de la que salió un nuevo presidente gracias a los apoyos de los que habían protagonizado un pronunciamiento civil unos meses antes. Se ha producido el primer Gobierno de coalición, con el sostén de un partido que se oponía a la casta y que consiguió colocar a un matrimonio en el consejo de ministros. Hemos visto el ascenso y hundimiento de un partido de centro liberal y el surgimiento de una fuerza de ultraderecha. Se ha transformado el sistema de partidos —de un bipartidismo imperfecto al enfrentamiento de dos bloques fragmentados a su vez— y con la nueva generación de políticos ha aparecido también una nueva generación de analistas. Científicos sociales explicaron lo que es el sesgo y luego lo ejemplificaron con su comportamiento. La política ocupó la programación televisiva, pero la televisión convierte todo en televisión, del mismo modo que, al margen de ideologías, edades, métodos y credenciales, un columnista se parece sobre todo a otro columnista y un intelectual, a otro. (Los intelectuales son como la mafia, decía Woody Allen: solo matan a los suyos). Tampoco es que mi carrera sea mejor: los filólogos abundan en las canteras nacionalistas y Boris Johnson estudió clásicas antes de ser periodista, una profesión inquietante para cualquiera que vaya a tomar una decisión por ti.

A nivel institucional, cierto espíritu reformista más o menos contemporáneo del 15M parecía perder algo de fuelle: no por haber logrado sus objetivos, sino por una combinación de fatiga y cinismo. Discutíamos con frivolidad y enconamiento sobre grandes señuelos simbólicos, enfatizando diferencias mínimas en la gestión del PIB. Y de pronto ocurrieron cosas realmente graves: la pandemia que provocó decenas de miles de muertes en nuestro país, el colapso económico, la incertidumbre hacia el futuro, la improvisación legislativa con dos estados de alarma inconstitucionales. El combate con la enfermedad provocó un espectacular recorte de las libertades de los ciudadanos: durante seis semanas en España los niños no pudieron salir de casa. Hubo caos entre las administraciones: se atribuyeron decisiones a comités científicos que no existían y las apelaciones a la ciencia, la gobernanza o los órganos jurisdiccionales se convirtieron en una estratagema para esquivar el coste de tomar decisiones políticas. Cuando escribo estas líneas, la guerra de Ucrania muestra también que las amenazas que creíamos lejanas en el espacio o en el tiempo están más cerca de lo que pensamos y que nuestra prosperidad —cuando la hay— es más frágil de lo que parece.

Una columna de Bagehot, en The Economist, decía que los historiadores del futuro quizá llamen a nuestra época la «era de las paparruchas o de la farfolla»: «cosa de mucha apariencia y poca entidad». Entre los ejemplos que citaba estaban las empresas que presumen de defender los derechos de los homosexuales, de promover el multiculturalismo o de unir el mundo a base de canciones kumbayá, pero que solo buscan maximizar los beneficios; o los directivos que dicen ser «líderes de equipo» y se embolsan cantidades obscenas (especialmente, cuando se comparan con las que cobran sus subordinados). La denuncia de las fake news y la posverdad señalaba un peligro cierto: la dificultad de distinguir informaciones veraces de la intoxicación, donde el problema no es tanto que la mentira pase por verdad como una especie de cinismo epistemológico que admite que la realidad objetiva no existe, que todo es más o menos opinable y que por tanto nos quedamos con lo que dicen los nuestros. Pero a veces la acusación de emitir noticias falsas, que lanzan gobiernos y medios tradicionales, podría hacernos olvidar que históricamente la difusión de las noticias falsas ha sido cosa de gobiernos y medios. En parte, es una lucha por el monopolio del mercado de la intoxicación, y con mucha frecuencia un glorioso ejemplo de farfolla. El bullshit es general, pero a veces tiene encarnaciones particulares, adaptadas a la cultura política de cada país: la farfolla adquiere peculiaridades locales, como la flora y la fauna.

En este tiempo hemos hablado mucho de polarización, que es algo que criticamos, pero nos entretiene y produce buenos resultados electorales. Complica la rendición de cuentas —porque intensifica la tendencia natural a justificar a los nuestros y denunciar al adversario— y ofrece un refugio: no existe el pensamiento, existe el posicionamiento. (Todos queremos creer que escapamos a esa etiqueta, pero pocas veces lo conseguimos: ya hablaba Harold Greenberg del «rebaño de mentes independientes»). Ese posicionamiento posibilita un descaro particular: el cuajo. No se trata solo de que periodistas o políticos mintamos, sino de la asombrosa desvergüenza con la que aceptamos que se haga: son falsedades que la mayoría de las veces ni siquiera buscan convencer a nadie, sino mostrar la determinación y «falta de complejos» de quien las suelta. Donald Trump es un ejemplo paradigmático de este tipo de líder, pero la actitud aparece en dirigentes menos cafres.

Este libro trata de los debates políticos y culturales que hemos vivido estos años y del peculiar clima que acabo de describir. Algunos textos y viñetas están inspirados por la actualidad, pero creo que muchos tienen un recorrido más largo; o al menos espero que lo tengan. En este tiempo he escrito textos más o menos serios sobre esos asuntos: aquí buscaba una mirada más distanciada, sobre la realidad y sobre mi propio análisis, que tuviera más humor y, en cierta manera, más literatura, más libertad. Llegué a ese tono un poco por casualidad, como un juego.

En el otoño de 2018, se produjo lo que podría llamarse «la polémica de las tesis doctorales». La ministra de Sanidad tuvo que dimitir por haber plagiado un trabajo de máster. Luego las sospechas se trasladaron a la tesis doctoral del presidente del Gobierno. Había habido otros ejemplos notables de trapicheos académicos: se descubrió que el que entonces era presidente del Partido Popular había obtenido un milagroso número de aprobados en un tiempo récord, hubo dudas sobre un máster de una expresidenta de la Comunidad de Madrid. La polémica fue por algunos momentos muy áspera. Yo quise escribir algo, pero no sabía bien cómo abordar el asunto. Y pensé que esa delirante historia de polarización y spin-offs podría trasladarse a una disputa por unas recetas, relatada por un asesor presidencial a su familia. Descubrí por azar una forma de contar cosas que me divertía, divertía a otros y que también podía ayudar a explicar algunas cosas, o a relativizarlas. A partir de ahí, para hablar de la división sectaria me imaginé un país con dos facciones irreconciliables (lectores de Tolstói, seguidores de Dostoievski), cuyo maximalismo, por si fuera poco, arrastraba a la frustración e irrelevancia a los equidistantes (los sufridos aficionados a Chéjov). Como más o menos cada partido trataba de conjurar una imagen de la historia de España, era un ejercicio placentero pensar cómo sería el cine histórico según la derecha moderada, la derecha ultramontana, el centro izquierda o los grupos periféricos; o imaginar que un votante de VOX se enamoraba de una partidaria de Esquerra Republicana de Cataluña y descubría, tras las aparentes diferencias, poderosos parecidos, desde esa legitimación de un proyecto a partir de una fantasía medieval teñida del kitsch de la cota de malla hasta el rechazo del Estado de las autonomías.

Me inspiraba en la tradición de la sátira y en los cuentos de Woody Allen, en el Diccionario del diablo de Ambrose Bierce y en gamberradas de Mark Twain, en Swift y en la Antología del humor negro de Breton, en piezas de Robert Benchley, James Thurber, Nora Ephron, Augusto Monterroso y S. J. Perelman, en las canciones de Tom Lehrer, Randy Newman y Warren Zevon, en el humor de Billy Wilder, los Monty Python y Armando Iannucci, que, me dice un amigo que conoce bien el ambiente, es quien mejor retrata la política en su gloriosa disfuncionalidad. Mientras tanto, se produjo la pandemia. Yo no hice pan ni leí La montaña mágica, pero volví a dibujar. Era algo que me gustaba de niño, y tuve la vocación de hacerme dibujante de cómics. Antes de darme cuenta de que no tenía el talento necesario lo dejé porque mi abuela dijo que le parecía un oficio poco serio. Prefiero no preguntarle por lo que piensa ahora: me dedico al periodismo. Pero volví a dibujar con mis hijos en el confinamiento, y me ha gustado el doble desafío de hacer algo con las manos y de encontrar una frase lapidaria que ofrezca algún tipo de síntesis, a menudo brutal, sobre esta época que combina con tanto entusiasmo el cuajo y la farfolla. Pensaba en los cómics que me gustaban y en viñetistas que admiraba, del Roto a Chumy Chúmez, de José Luis Cano a KAL. Siempre ha sido un espacio de los periódicos que me ha gustado mucho, y lo unía en mi cabeza, como los textos de humor, a las columnas e ilustraciones de Mariano Gistaín que leía y veía en mi infancia: recuerdo, por ejemplo, una serie de columnas que eran soldados hablando en la guerra del Golfo, como en un Catch-22 pasado por el humor somarda.

Fake news. Cómo acabar con la política española trata de asuntos que me preocupan a través de formas que me gustan: habla de la política y la cultura, de aspectos de la mentalidad literal, de la tentación de ver la historia solo con la mirada del presente, de los entusiasmos identitarios y la obsesión por los símbolos, de las ideas recibidas y adocenadas que se presentan como lúcidas y valientes, del sectarismo y la pluralidad, y de las crisis del periodismo. Es una especie de crónica de hechos alternativos y un extraño ensayo de diagnóstico. La búsqueda de una distancia irónica tiene que ver con el juego y con un intento de alejarme de mí mismo, o del impulso hacia la gravedad que puede acabar contagiándote el comentario de la actualidad. Empleo el humor porque nada que carezca de humor me parece perspicaz —Martin Amis escribió que al decir que alguien era humourless no impugnaba solo su humor, sino también su seriedad—: el humor consiste en mirar las cosas desde más de un punto de vista, y eso nos permite calcular mejor sus dimensiones. Permite hacer reducciones al absurdo, descontextualizar o desfamiliarizar, mostrar las contradicciones: en cierta manera, iluminar un instante. Una idea que buscaba era jugar con la forma, crear pequeños sketches: si hubiera tenido dinero, una productora de televisión o un grupo de teatro, habrían sido pequeñas escenas. (Bueno, quizá si hubiera tenido dinero habría hecho otra cosa). La estética que he empleado es la de Mae West: cuando soy buena, soy buena, pero cuando soy mala, soy mejor. El libro puede parecer exagerado: ya se sabe, toda sátira es profecía y toda parodia es eufemismo. Quería que el espíritu fuera ácido, pero también deportivo, pretendía hablar con ligereza de cosas que me parecen importantes. Y buscaba algo más difícil y mucho más pretencioso: divertir y hacer reír a los lectores, porque creo, como Luis Buñuel, que un día sin risa es un día perdido.

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Autor: Daniel Gascón. Título: Fake News. Cómo acabar con la política española. Editorial: Debate. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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Josey Wales
Josey Wales
2 años hace

Una iniciativa encomiable. Me parece estupendo que haya autores que se metan en el gallinero con el público desinteresadamente para hablar de autores y promover la lectura, sin más. Un aplauso también a los libreros, que dan tanto por tan poco.

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