Todos buscamos en el presente pequeños fragmentos de nuestro pasado. En Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940, Orson Welles), el protagonista agitaba poco antes de morir una bola de cristal donde él creía estar viendo su infancia, disolviéndose entre diminutos copos de nieve. Cualquier cosa vale para devolvernos los paisajes perdidos, aunque solo sea durante unos segundos. Los libros son, en ese sentido, importantísimos. Ya estaban ahí, verticales y silenciosos, cuando el cine ni siquiera existía. A veces se amontonaban en pequeños grupos y otras construían enormes bibliotecas, pirámides. Durante mucho tiempo la existencia de libros en una casa añadió peso e importancia a sus moradores, le daba una atmósfera más serena a los salones, embellecía estanterías y vitrinas, proporcionaba aire puro, como si se estuviera en mitad de un bosque frondoso. No es extraño, por tanto, que haya bastantes películas que construyen partes de sus escenarios con libros. Hay en las páginas de las novelas o en los versos de los poemas partes del jeroglífico que explica a los seres humanos, partes que el cine también hace suyas.
Hay en el cine francés un gran número de directores que rinden tributo a las bibliotecas y a los libros en toda su obra. Jean-Luc Godard o Eric Rohmer son dos de los más emblemáticos, pero François Truffaut fue quien mejor supo visualizar su amor hacia las bibliotecas y los libros, especialmente en Fahrenheit 451 (1966), basada en la novela de Ray Bradbury. Y utilicé la preposición «pero» después de mencionar a Godard y Rohmer porque sé que mucha gente sitúa a Truffaut por debajo de casi todos sus compañeros en la nouvelle vague. Nuestra relación con Truffaut pone en cuestionamiento nuestro amor por el cine. Gusten más o menos sus películas, resulta imposible prescindir de alguien como él, entre otras cosas porque abanderó uno de los movimientos más importantes de la historia del cine. Además, le debemos un puñado de obras maestras, algunos ejercicios de crítica magníficos y una enorme influencia en cineastas posteriores, palpable en muchos diarios fílmicos e incluso en buena parte de la obra de Woody Allen, Steven Spielberg, Bong Joon-ho, Greta Gerwig, Wes Anderson o Javier Rebollo, por poner unos cuantos ejemplos. Con él, las actitudes airadas y los ímpetus juveniles no valen. Las opiniones sobre su carrera requieren matices, no admiten los juicios sumarísimos. Se puede mostrar mayor preferencia por Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Eric Rohmer o Claude Chabrol, pero en ningún caso puede dejarse de lado a François Truffaut, como si no existiera o como si todas sus películas no valiesen nada. Es imposible. Cabe olvidarse de Tony Richardson, Karel Reisz o Lindsay Anderson, porque al fin y al cabo sus películas saben existir por sí solas; con François Truffaut no se puede asumir la misma premisa, aun si uno adora Jules y Jim (Jules et Jim, 1961), La piel suave (La peau douce, 1964) o El pequeño salvaje (Le enfant savage, 1969). Su presencia siempre es necesaria, acompañando a cada una de sus películas. Entender su obra es tan difícil como entender la obra de Jean-Luc Godard, aunque a otro nivel, claro. La dificultad en François Truffaut reside en su vida y en los espacios en blanco dispersos en ella. Mientras que de otros cineastas apenas necesitamos saber nada, porque sus películas son lo bastante explícitas o porque reflejan cosas que no tienen que ver con datos autobiográficos, viendo Fahrenheit 451 sentimos que en sus imágenes hay una profunda contradicción, relacionada por un lado con el amor de su director por los libros y el cine, y por otro con el apego a su propia vida, para hallar en su revisión el consuelo que le negaron los hechos. Por eso nos interesamos al mismo tiempo por el cineasta y por la obra. Algo parecido nos sucede al ver las películas de Ingmar Bergman, John Cassavetes o Andrei Tarkovski, recorridas por constantes referencias autobiográficas.
François Truffaut hizo una especie de autobiografía fílmica a través de la serie dedicada al personaje de Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud), aunque su visión de sí mismo fuese tan naturalista como imaginativa, provocando a menudo un cóctel un poco desconcertante, sobre todo a medida que su prestigio aumentaba y eso le permitía ampliar su discurso con elementos que le eran ajenos. Basta con tener esto último en cuenta para entender que sus historias de amour fou acaben resultando cómicas, que presente a veces a asesinas simpáticas y muy atractivas o que su visión de los seductores sea la de héroes a quienes convierten en tales las propias mujeres que van conquistando.
Fahrenheit 451 es una película a varias velocidades. Una la marca la banda sonora de Bernard Herrmann, otra la marca la excelente fotografía de Nicolas Roeg, la tercera la marcan los actores y la cuarta le corresponde a François Truffaut. La música impone un ritmo trepidante, solo apto para las transiciones, de igual manera que la fotografía y los actores le proporcionan un naturalismo excesivo a una historia que quizás habría requerido cierto grado de extrañamiento para que la película resultase más creíble como relato de ciencia ficción. Entre todos estos elementos disparejos está el cineasta francés, para quien Fahrenheit 451 fue su primera experiencia con el color y en un idioma distinto del suyo. Para él, la historia de Guy Montag (Oskar Werner), un bombero encargado de quemar libros en el futuro, cuando éstos han sido prohibidos y las noticias de los periódicos son a base de dibujos, refleja la incompatibilidad que hay entre los placeres del pasado y los avances que nos transportan al futuro. En cierta ocasión, François Truffaut dijo que nunca se había librado de la ansiedad que había experimentado durante su infancia «y esa ansiedad está presente de algún modo en mis películas, como si en su interior hubiese algo clandestino». Puede tratarse de la ansiedad que siente un pequeño niño salvaje a quien sacan del bosque donde ha vivido durante toda su vida y al cual vuelve al comprobar que nada en nuestro mundo civilizado puede equipararse a lo que uno siente perdiéndose entre los árboles. También es posible que sea la creciente felicidad de Guy Montag a medida que roba y lee los libros que él mismo debería haber quemado, descubriendo en ellos una puerta hacia la libertad, lejos del mundo anestesiado donde vive con su esposa (Julie Christie), delante de un televisor desde cuya pantalla controlan y gestionan sus vidas.
La dualidad de los libros a lo largo de la película pone de manifiesto la contradicción visual de las imágenes. Verlos quemarse con cierta demora, mientras sus hojas van reduciéndose a cenizas y el texto desaparece de forma lenta, demuestra una obsesión fetichista por parte de François Truffaut hacia los libros, especialmente cuando una mujer (Bee Duffell) que guarda una gigantesca biblioteca adonde llevan a Guy Montag prefiere morir consumida por las llamas antes que dejar que los volúmenes se quemen solos. Ese fetichismo, no obstante, desaparece desde que el protagonista decide robar el primer libro y luego lo lee de noche, aprovechando que su mujer duerme. El problema es que registrar los cambios producidos en Guy Montag al comenzar a adentrarse en la lectura habría requerido un tipo de actor diferente o quizás un tipo de interpretación más incandescente. Sea como fuere, se trata de un detalle secundario, pues cualquiera que ame los libros y el cine en general sabrá estar por encima de las contradicciones de tono que hay en Fahrenheit 451, conforme con sentir el amor de su director hacia los libros y hacia las películas, que él incluso al final de su vida siguió preguntándose si valían más o menos que la vida.
Hay quienes dividen la obra de François Truffaut entre trabajos humanistas y trabajos oscuros. La distinción es bastante peregrina, en especial si se tiene en cuenta que a veces quienes la establecen consideran El pequeño salvaje, una de sus películas más pesimistas, una obra humanista. A mí lo que me llama la atención de esto último no es que la gente pueda preferir los trabajos oscuros o los humanistas, sino que sea capaz de hacer tales distinciones cuando en realidad todas las películas del cineasta francés tienen elementos humanistas y oscuros. Fahrenheit 451, por ejemplo, plantea un paisaje humano donde los lectores parecen una especie en vías de extinción y donde, sin embargo, al final puede verse a un enorme grupo de hombres-libros, cuyas identidades han sido suplantadas por la novela que cada uno de ellos decide memorizar, para que así el papel pueda ser quemado sin que se borre por completo la historia, impresa en la mente de las personas.
François Truffaut fue abandonado por sus progenitores cuando era joven. André y Janine Bazin le abrieron la puerta de su casa, para que se sintiese allí como en su propio hogar, con unos padres adoptivos. En adelante, heredó de André Bazin su interés por los libros y por el cine, además de librarse de ir a combatir a Indochina en 1953 gracias a él, que le sacó de una prisión militar donde pasó seis meses por culpa de la inestabilidad emocional que sufrió a causa de sus traumas personales. La sombra de André Bazin se proyecta en los escritos críticos del joven François Truffaut, pero también en sus películas. Gracias a él descubrió el cine de Jean Renoir y en él encontró Toni (1934), que siempre le maravilló por el uso del sonido directo, actores no profesionales y expresiones dialectales. El naturalismo de esa película contribuyó a forjar el estilo que después haría célebre a François Truffaut, produciendo a veces cócteles que no integraban por completo la inmediatez escénica con cierto amaneramiento narrativo (movimientos de cámara propios del cine de género, bandas sonoras grandilocuentes, directores de fotografía prestigiosos y hasta cierto punto relamidos, iluministas con ganas de experimentar o actores/estrellas). Nunca dejó de ser el cineasta más admirado y querido de la nouvelle vague, pese a dirigir películas más convencionales que las de Jean-Luc Godard y en general que las de casi todos los integrantes del movimiento. Su obra tiene una espontaneidad que todavía hoy resulta en muchos casos contemporánea, como si los sentimientos más inmediatos y sinceros no dejasen de repetirse jamás o como si jamás prescribiesen por completo. Ahora mismo siguen haciéndose películas en las que uno adivina el rastro del cineasta francés. Incluso Fahrenheit 451 ha dejado una huella bastante visible en obras como Safe (1995, Todd Haynes) o la trilogía Family Portraits: A Trilogy of America (2000-2003, Douglas Buck), donde se explora la desolación existencial en los barrios periféricos, en los cuales las amas de casa consumen sus vidas delante de la pantalla de sus televisores o se reúnen en torno a un gurú que va diciéndoles cómo actuar en cada situación. También puede notarse su impronta en La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006, Florian Henckel von Donnersmarck) o El libro de Eli (The Book of Eli, 2010, Albert y Allen Hughes). Hace seis años se hizo un remake de Fahrenheit 451 para televisión, dirigido por Ramin Bahrani, que prueba que François Truffaut sigue vivo. Puede que con el tiempo desaparezcan los rastros visibles de su obra en las obras de otros cineastas, pero cada vez que uno sienta un pálpito inusual por debajo de imágenes en apariencia convencionales sabrá que quizás allí esté él, porque todo lo que uno aprende sobre sinceridad y amor por las cosas (a pesar de sus muchas imperfecciones) proviene de gente como François Truffaut.
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