Corría el año de 1992 cuando, en la localidad extremeña de Barcarrota, una familia cualquiera decidió reformar su vieja casa heredada, con la intención de adaptarla a los rigores de aquella modernizante década de los noventa. Cuál fue la sorpresa de los allí presentes cuando, al comenzar la obra, uno de los albañiles picó la pared del viejo caserón y se encontró con un lecho de paja inesperado. Más sorprendente aún resultó que, al escarbar, no era el suave tacto de la paja contra lo que chocaba la piqueta, sino que se topaba con una suerte de acolchado fajo de folios. Efectivamente, se trataba de una serie de libros emparedados, una colección de obras polémicas, prohibidas a través de los siglos, estigmatizantes en según qué sociedades, escondidos allí muchas centurias atrás. Entre los rescatados, una edición de una de esas obras que marcan el carácter de una sociedad: un Lazarillo de 1554. También hallaron una edición de la Lingua del perseguidísimo Erasmo, un manual para ejecutar exorcismos, un ejemplar único de la Oración de la Emparedada en portugués o un tratado de quiromancia. La Junta de Extremadura compró aquel lote por dieciséis millones de pesetas, y la historia terminó como terminan tantas: con el albañil que abre la romanza denunciando a la familia por no haber visto un penique.
La historia del libro peligroso es tan antigua como el libro mismo. Expandir ideas siempre resultó inquietante para quien pretende controlarlas, y el libro ha sido, durante siglos, el mejor mecanismo para dicha expansión. Por tanto, no es un fenómeno de nuestro tiempo, como algunos adanistas tienden a creer. Sin embargo, sí parece más inquietante la transformación que, en este proceso censor histórico, se produce en las capas populares: hoy son ellas quienes lo promueven en lugar de quienes lo sufren. Semanas atrás, un grupo de bibliotecarios americanos publicó un informe en el que reflejaban que las peticiones de retirada de obras en bibliotecas se habían multiplicado por cinco en los últimos años. En redes sociales son numerosos los movimientos de anónimos que se unen en pos de una prohibición. Hace unos días, en Barcelona se saboteaba la presentación de un libro por transfóbico. Sólo tres ejemplos de hasta qué punto el pueblo, ese que se dejaba guiar por la libertad que pintó el mismo Delacroix de la canción de las tetas, es hoy el principal artífice de la cancelación.
Huelga decir que esta censura es más cultural que efectiva. Sin ir más lejos, el libro saboteado por transfóbico multiplicó su tirada tras el acto. Sin embargo, me pregunto cuántas páginas dejarán de escribirse por miedo a esta peligrosa deriva cancelatoria. Decía Dragó que en este país hay libertad de impresión, pero no de expresión. Estoy cerca de secundar esa sentencia: la autocensura es el mal que con mayor frecuencia sufre la literatura de nuestros días. Por tanto, ¿existe la cultura de la cancelación? Indudablemente sí, sobre todo por lo que tiene del primer componente del sintagma: cultura. Es decir, la censura ya no parte de las élites sino del cultus, del cultivo, de aquello que mana de la tierra, de la base, de los resortes del pueblo. Teniendo en cuenta que cada día tenemos al alcance de la mano más herramientas para alzar la voz, no es difícil pensar que termine imponiéndose un silencio pusilánime y vergonzoso. Por lo demás, sólo queda hacer acopio, como lectores, de libros valientes, aunque sean pocos, pero doctos. Aunque haya que emparedarlos.
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