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Europa y las leyendas de frontera, de Mercedes Monmany - Zenda
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Europa y las leyendas de frontera, de Mercedes Monmany

Europa, ¿otoño o primavera? es el nuevo libro de Zenda. Un ensayo en el cual diplomáticos, periodistas, profesores, estudiosos, científicos e historiadores han expresado sus puntos de vista acerca de Europa.  A continuación reproducimos ‘Europa y las leyendas de frontera’, el texto escrito por Mercedes Monmany para esta obra. ****** En su momento de esplendor, durante los...

Europa, ¿otoño o primavera? es el nuevo libro de Zenda. Un ensayo en el cual diplomáticos, periodistas, profesores, estudiosos, científicos e historiadores han expresado sus puntos de vista acerca de Europa. 

A continuación reproducimos ‘Europa y las leyendas de frontera’, el texto escrito por Mercedes Monmany para esta obra.

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Nací con el mito de la frontera. Hay que especificar: vivíamos con mi familia en Barcelona y mi abuela francesa vivía justo al otro lado de la frontera. Sólo había que cruzar una montaña en tren y ya estábamos en Francia y en casa de mi abuela. El último pueblo español era Portbou y el primero francés era Cérbère. Ese era el de mi familia francesa. Durante generaciones se habían dedicado a eso: a negocios de frontera. Eran propietarios de Agencias de Aduanas, en épocas, antes del transporte masivo por carretera, en que el comercio de mercancías se realizaba a través de trenes.

En su momento de esplendor, durante los cuales circuló un intenso tránsito de mercancías a través de trenes que atravesaban fronteras, hubo oficios dedicados, como es de imaginar, a facilitar los trámites derivados del paso de un país a otro. Tras la puesta en marcha de las grandes líneas ferroviarias, sobre todo desde finales del XIX —especialmente entre 1875 y 1880— inmediatamente se instalaron las Agencias de Aduanas. Unas Agencias llamadas popularmente, en la parte francesa, la que yo conocía mejor, a pesar de ser española, “les transitaires”. Durante décadas, entre los citados años y toda la primera mitad del siglo XX como mínimo, se produjo una gran actividad mercantil dedicada a trasladar hacia el otro lado de la frontera toda la rica producción de cítricos del Levante español.

Crecí por tanto con misterios que, en ocasiones, en mi mente y fantasías infantiles, eran tan enigmáticos y sorprendentes como románticos. Desde muy pronto, normalmente acompañada por alguno de mis hermanos mayores, atravesaba la frontera con enorme frecuencia y naturalidad. El tren partía de la Estación de Francia (también llamada Barcelona- Término) y tras una breve parada en Portbou para comprobar los pasaportes por parte de la guardia civil, se emprendía un recorrido minúsculo, a través de un túnel de montaña, tras el cual se divisaba inmediatamente la bella playa (al menos a mí me lo parecía y me sigue pareciendo bellísima y llena de encanto) de Cérbère, con la imponente silueta de un enorme muro de contención que perfilaba la montaña, resguardando las vías del tren. Un intenso tráfico de trenes no sólo de viajeros, como pasa ahora, muy frecuente en otros tiempos. Y una frontera natural —los Pirineos— que a los españoles nos separaba y a la vez nos unía a Europa.

Estoy hablando de diferencias y mundos planetariamente alejados en aquel entonces, sólo separados por una montaña. En un lado, el mundo de una dictadura, el nuestro, el español (mi infancia transcurre en los años 60) y en el otro, un mundo misteriosamente lleno de luz, de pulcritud, de cosas bellas, siempre apetecibles y relucientes, que yo aún no sabía que se llamaba “el mundo democrático”. O más simplemente: Europa. Cuando en 1988 conocí al escritor Claudio Magris, del cual acababa de aparecer en España su traducción de Danubio, comenzando una amistad que perdura hasta hoy, él me explicó justo la experiencia contraria de frontera. Algo que me produjo, como es lógico, una enorme curiosidad. Nunca había pensado cómo se vivía esa experiencia desde el otro lado de la frontera: desde el mundo libre. Este gran escritor y gran patriota europeo que es Magris lo ha recordado muchas veces. Así lo expresaría en Utopía y desencanto: “Mi educación sentimental ha estado marcada por muchas experiencias de frontera perdida o buscada, reconstruida en la realidad y en el corazón (…) Mi educación sentimental ha estado marcada por la odisea de las fronteras, por su arbitrariedad e inevitabilidad”. Porque no hay que olvidar que lo mismo que mi frontera española entonces limitaba en apenas unos metros de montaña —los llamados Pirineos Orientales— con el mundo libre, en el caso de Magris la frontera triestina era fundamentalmente una frontera con el Este. Como ha contado muchas veces, cuando iba a jugar al Carso con sus amigos, justo enfrente, a escasos kilómetros de su casa, estaba nada más ni nada menos que el misterioso y enigmático Telón de Acero. Una zona —impronunciable y prohibida sobre todo en el mundo franquista en el que vivíamos— pero que, igualmente, para niños triestinos no era menos temible: allí comenzaba un mundo oscuro, inmenso, enigmático, del que no se sabía nada, regido nada más ni nada menos que por un monstruo u ogro llamado Stalin.

Se da el caso que más de treinta años después de aquella primera conversación sobre fronteras “cruzadas”, que daban bien a mundos libres, bien a mundos sojuzgados, dependiendo de donde uno se situara, Claudio Magris escribiría el prólogo de mi libro Por las fronteras de Europa “Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI”, en torno a más de 300 escritores europeos, editado por Galaxia Gutenberg. Me pareció un bonito homenaje a aquellas fronteras de mi infancia titularlo así, aparte de clamar, como he clamado siempre que he podido desde mi humilde condición de crítica literaria, por la abolición de las fronteras más mortíferas que crean los seres humanos, aparte de las políticas y geográficas: las mentales. Es decir, las de los prejuicios y prevenciones, las de la escisión y rechazo feroz del Otro, el que sea o se decida en ese momento; el que no es como nosotros y no tiene que estar entre nosotros a menos de que se convierta, de raíz, de la cabeza a los pies, sin rechistar, en uno justo igual a nosotros. Aunque a veces, cuando el odio y la xenofobia son muy profundos, cuando están muy arraigados en la mente y los corazones, ni por esas se le admitiría a ese Otro del que se recela y se rechaza. Siempre habrá una excusa a mano para demonizarlo. Para señalarlo como alguien peligrosa y repulsivamente “diferente”.

En nuestro caso, en tiempos de la dictadura franquista, el régimen se inventó un reclamo del que todos los jóvenes de entonces nos reíamos a menudo: “Spain is different”. Se trataba, por parte de los propulsores de la idea, de intentar ahuyentar en alguna medida los fantasmas de aislamiento internacional en el que se vivía por aquel entonces. Es decir, en la medida de lo posible, intentar consolarnos desde dentro con una propuesta que apostaba por la diferencia, por la idea de que nada era igual dentro de casa. Pasado el tiempo, nunca creí que pudiera darle la razón a aquella fórmula publicitaria tan banal y rudimentaria. Pero siempre que me encuentro con amigos extranjeros, ya sean periodistas italianos, escritores franceses o profesores de universidad británicos, insisto en esta idea tan simple en apariencia, pero que simbólicamente influye en una gran medida a la hora de percibir nuestro país, o nuestro “espíritu” particular, dentro del espectro europeo. “Olvidaos de los patrones habituales europeos, por favor, en el caso de España”, les digo. “No tiene nada que ver”. Y no tiene que ver, gracias a la acción (prolongada en el tiempo) de un sistema político no democrático pero, también, gracias al resultado de siglos de historia nacional hispánica, que en muchas ocasiones nos enfrentaba furibundamente a nosotros mismos.

En primer lugar, como primera y significativa diferencia —les digo a mis posibles interlocutores—, España no participa en ninguna de las dos guerras mundiales habidas en suelo europeo. Esto quiere decir que durante años, para la generación de mis padres y la mía propia, los temas relativos a aquellas dos terribles y atroces carnicerías fueron tan extraños en nuestras conversaciones, en nuestros planes de estudios y, en general, en el saber y conocimientos de todo un pueblo, como la guerra de los Boers en África o la Conquista del lejano Oeste en los Estados Unidos de América. Tengo que añadir que, en mi caso particular, dado que la familia de mi madre era francesa, el tema sí entraba de vez en cuando en nuestras conversaciones. También recuerdo que, en mis visitas a la casa de mi abuela en Francia, existían frecuentes objetos —libros, sables del Ejército pertenecientes a algún miembro de la familia, fotos de militares— que traían a la memoria sobre todo lo que para ellos fue “la guerra” por excelencia durante varias generaciones: la traumática y apocalíptica “Grande Guerre”.

La segunda diferencia, muy significativa también, tenía que ver con los judíos, prácticamente inexistentes en nuestro país. Nosotros, es decir, España, hablando en sentido colectivo, teníamos esta notable particularidad europea. Una particularidad que, en cambio, tanta, y tan pérfida y vergonzosa sangre, había hecho correr en otros países del continente. En la mayoría de ellos, para qué engañarnos, dependiendo de una mayor o menor intensidad y resistencia en las acciones, y exceptuando, claro, la célebre neutralidad suiza, como se nos repetía machaconamente en nuestros bachilleratos hispánicos. ¿Quiere decir esto que nuestras manos no estaban manchadas de sangre ignominiosa? Por mi parte, dudo que se pueda afirmar esto tan alegremente, porque en cambio nos habíamos dedicado a matarnos entre nosotros, con entregado entusiasmo, durante tres largos años de una bárbara y encarnizada guerra civil. Algo que, como es de suponer, ocupó por completo los relatos transmitidos por una generación —la de mis padres, que la vivió en vivo y en directo— a otra, la oyente y pasiva, la nuestra, que los escuchaba en sustitución de los relatos de muerte y destrucción, sucedidos en la etapa de la Segunda Guerra Mundial, y narrados presumiblemente en casas de más allá de los Pirineos por “los otros”. Es decir, por los europeos, gente con otro tipo de problemas, casi siempre distintos de los nuestros.

En el imaginario literario —y en uno especialmente sensibilizado como el mío, desde la más tierna infancia— las historias de frontera, tradicionalmente, han protagonizado gran número de leyendas, aventuras, apasionantes novelas de intriga y dramas desgarradores que durante tiempo pueblan con intensidad la memoria e imaginación de la gente que habita a un lado u otro de los márgenes. Contrabandistas, passeurs de caminos por las montañas, como la famosa resistente Lisa Fittko, autora de Mi travesía de los Pirineos, que ayudó a pasar a Benjamin y muchos otros, o como el desgraciadamente hoy olvidado estadounidense Varian Fry, autor de La lista negra, que organizó heroicamente en 1940 toda una red de salvamento de intelectuales, políticos y artistas antinazis perseguidos en Marsella. Desterrados, desertores, fugitivos de la justicia, espías y perseguidos de todo tipo habitan en la mitología de poemas y canciones o en fascinantes novelas como El peso falso de mi adorado Joseph Roth, como en El enamorado de la Osa Mayor del polaco Sergiusz Piasecki, en El gran cuaderno de la húngara en lengua francesa Agota Kristof, y en otras magistrales obras con una idea de la frontera más metafísica como es El desierto de los tártaros del italiano Dino Buzzati o Le rivage des Syrtes del francés Julien Gracq. Tengo que decir que cuando, a partir de los 18 o 20 años empecé a leer aquellas joyas de la literatura austrohúngara —y en especial galitziana— de hijos de la frontera del Imperio de los Habsburgo y magistrales escritores, como lo fueron Bruno Schulz, Joseph Roth, Gregor von Rezzori, Józef Wittlin o Andrzej Kusniewicz, ya escribieran en polaco o alemán, inmediatamente me sentí como transportada a una casa extrañamente “familiar”, ¡pero justo en la otra punta de Europa! Ciudades como Drohobycz, Brody, Stanislav, o la bellísima Lvov, me sonaban tan comunes y habituales como Barcelona, Sevilla, Madrid, Lyon o París.

Durante generaciones, la novela El enamorado de la Osa Mayor de Sergiusz Piasecki (Baranavicze, Minsk, entonces Imperio Ruso, 1897–Londres 1964), escrita en polaco, concitaría los más apasionados entusiasmos. Entre ellos, uno lejano como el mío. Una mezcla de Dumas, Conrad, de la gente pícara y traficante de todo lo imaginable de los relatos y novelas de Joseph Roth, ya fuera en Hotel Savoy o en La marcha Radetzky, o bien de las del aventurero y gran escritor francoruso Joseph Kessel, su autor, Piasecki, tuvo una vida tan rocambolesca como su protagonista, un contrabandista de frontera, que más que amar la vida, la devoraba, sometido sin descanso a una febril espiral de acciones clandestinas de la que no podía zafarse y que significaban para él el precio de la más salvaje libertad.

Escrita en la cárcel por Sergiusz Piasecki, un antiguo bandolero sin preparación literaria, a quien se le había conmutado la pena de muerte por una de quince años de reclusión, el libro llegó a provocar en la Polonia de 1937 un fervor tal que se suscitó una suerte de plebiscito popular en favor de la liberación de su autor. Oficial polaco en las guerras contra Rusia de 1921, agente secreto de la antigua Unión Soviética entre 1922 y 1926, pero también bandolero y jefe de banda armada, Piasecki vio conmutada su pena de muerte y desde ese momento se dedicó a escribir el relato de su vida de aventuras en diversas novelas que publicó tras su liberación.

Piasecki supo retratar con precisión, y un eufórico apasionamiento, aquel mundo cerrado de fronteras, elevando a sus personajes a auténticos mitos populares de la acción pura, sin amos ni señores a quienes rendir cuentas. Es decir, individuos rebeldes, temerarios, de insólita energía, de ingenio e imaginación cuando se precisaba, salvajes, tempestuosos, de férreo compañerismo entre ellos “que no encajaban en una sociedad normal y que se sentían como pez en el agua en la guerrilla, en el frente o haciendo viajes arriesgados”. Gentes oriundas de Rusia o Polonia, la mayoría prófugos, que por las razones más diversas no podían volver a la Unión Soviética y se había asentado en la zona fronteriza: “La frontera los atraía como el imán atrae al hierro. Aquí malvivían, aquí trabajaban y aquí morían. La vida de muchos de ellos podía servir de urdimbre para una pintoresca novela de aventuras”, dirá el propio Piasecki en la obra que los mitificó de por vida.

Pronto comprobé que, en aquel otro lado lejano de una frontera remota, también se hacían preguntas como nosotros. Hace unos años apareció un libro maravilloso (Mi Europa) firmado por dos excelentes autores actuales, el ucraniano Yuri Andrujovich y el polaco Andrzej Stasiuk, pertenecientes a aquella zona limítrofe, la desaparecida Galitzia austrohúngara, hoy dividida. Así lo expresaba este gran escritor que es Andrujovich: “Occidente. ¿Qué significaba realmente para nosotros en aquellos tiempos, cuando éramos estudiantes? A veces nos enviaba una especie de mensajes sonoros bajo la apariencia de música de contrabando. En todos los otros aspectos, no existía; ésa era la ingeniosa fabulación de nuestros ideólogos maniqueístas, una especie de Antimundo o Mundo Inverso, como en la película El lado oscuro de la luna”.

A ello, a este misterio y magia casi inexpresable de la frontera, hay que añadir sucesos de enorme impacto y simbolismo o, si se prefiere, tragedias muchas veces “nacionales”, asociadas a grandes figuras que mueren justo en la frontera, traumáticamente, como es el caso del suicidio de Walter Benjamin en Portbou o la muerte del gran poeta español Antonio Machado en Collioure, tras haber emprendido, en enero de 1939, junto a otros cientos de miles de españoles anónimos, y otros grandes intelectuales y amigos muy conocidos como el periodista y escritor Corpus Barga, el gran humanista y poeta catalán Carles Riba o el filósofo Ramón Xirau, el camino del exilio, pasando a pie por los Pirineos. Historias sobrecogedoras, dramáticas, que perduran mucho más allá de la época y de las sangrientas contiendas que las originaron. Cuando, desde pequeña, iba a menudo a Collioure, el bello pueblo de mar junto a Cérbère que a comienzos del siglo XX había sido inspiración para artistas como Matisse y Derain, entre otros muchos, allí, en su pequeño cementerio marino, se encontraba fácilmente, adornada por minúsculos mensajes y recuerdos dejados por visitantes, la tumba de Machado. Entonces aún no sabíamos casi nada de Benjamin y su suicidio en Portbou, perseguido por la Gestapo, pero nuestra familia francesa nos repetía con enorme respeto —ese enorme respeto que inspiran los grandes poetas de cualquier país, por encima de las ideologías— que allí había muerto “le grand poète espagnol”. Otra cosa que me impresionó mucho de niña es que su madre se hubiera muerto poco después que su hijo. En los relatos familiares, la diferencia de tiempo se acortaba aumentando el dramatismo de una madre que sigue a su hijo hasta el fin. Así lo manifestó en vida doña Ana Ruiz: “Estoy dispuesta a vivir tanto como mi hijo Antonio”. Dado el mito y la admiración estremecida que el solo nombre de este poeta evocaba desde mi infancia, tengo que reconocer que cada vez que quedo con algunos amigos para tomar algo en el Hotel Majestic del Paseo de Gracia de Barcelona, se me encoge el corazón: allí, como señala una placa del vestíbulo colocada por la Sociedad Cultural Andaluza de Barcelona, durmió una noche Machado antes de partir hacia el exilio y la muerte. Alguien fundamentalmente bueno, sereno, querido por todos. Así mismo, en un breve y conocido autorretrato poético, se definía:

“Hay en mis venas gotas de sangre jacobina
pero en mi verso brota el manantial sereno
y más que un hombre al uso que sabe su doctrina
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”.

En su autobiografía titulada The Turning Point, publicada por primera vez en Nueva York, en plena guerra mundial, en 1942, el hijo díscolo de Thomas Mann, Klaus Mann, dejaría reflejadas numerosas páginas que tenían que ver con su incondicional y encendido amor por Europa. Un amor que entonces compartían casi fanáticamente todos aquellos intelectuales libres, defensores de la legalidad democrática allá donde estuvieran, previamente aligerados de la perversa y no poco común atracción por totalitarismos, a un lado y otro, que triunfaban en la época cual sopranos de moda en la Wiener Staatsoper.

Intelectuales que más tarde sucumbirían, muchas veces por suicidio, como fue el caso de Klaus Mann en Cannes o Stefan Zweig en Petrópolis, en un Brasil que lo había recibido con los brazos abiertos pero que no había logrado acallar la desesperación que arrastraba desde su huida de una vieja e irreconocible Europa, regresada, de forma suicida e irracional, a los tiempos de Cromagnon. Rodeados de brutales e iluminados pangermanistas o paneslavos, de fieros y altivos patriotas italianos o húngaros, los únicos que entonces se declaraban apasionados eurófilos y creían fervientemente en aquella idea transnacional, de refinamiento moral y humanista de Europa, eran estos intelectuales (al noventa por ciento judíos, como decía Zweig en sus memorias El mundo de ayer) que en señal de agradecimiento poco después serían liquidados y aniquilados de raíz. O casi.

Así lo expresaba Klaus Mann, a finales de los años veinte, acercándose a una década, los turbulentos treinta, que pocos de ellos podían vislumbrar aún con la ferocidad y el peligro que el tiempo y la historia se encargaría de dotar: “¡Europa! Estas tres sílabas se convirtieron para mí en el compendio de todo lo bello, de lo deseable, el impulso y la inspiración, mi credo político, mi postulado moral (…) En la Hélade siempre se ha hallado el élan vital, el nerviosismo creador, el nacimiento del individuo (…) El mundo bárbaro persevera en su rígida monotonía; pero Occidente se transforma, cambia, crece, absorbe siempre nuevos ritmos e ideas, rejuvenece su propia sustancia a través de infinitas metamorfosis y aventuras”. Un entusiasmo, todo hay que decirlo, propio de alguien que tenía entonces veintipocos años y que, aunque percibía la presencia de sombras inquietantes en el horizonte, no por ello dejaba de elogiar, o desear más bien, la imparable “marcha triunfal del genio europeo”. También el hallazgo milagroso y cíclico de “antídotos” que detendrían los males y venenos que no cesaban de reproducirse por doquier: “No obstante todo, la historia de los delitos de Europa —su sangrienta crónica de guerras y conquistas, de asesinatos en masa, de avidez, de hipocresía— es la historia de su desarrollo mismo (…) El drama europeo se cumple de forma dialéctica: cada energía y tendencia provoca su opuesto (…) Infinitas tensiones y explosiones han impedido temporalmente y a veces paralizado el progreso de la civilización; pero con tenaz vitalidad el continente se ha vuelto siempre a levantar, como el ave fénix, renaciendo de las ruinas y de la cenizas de catástrofes casi mortales”.

Europa, en efecto, nunca ha estado exenta de esa oscura tendencia a reproducir ruinas y catástrofes periódicamente, de forma suicida. Sobresaltos, guerras fratricidas, conflictos étnicos y religiosos, apropiaciones de amplias zonas por la fuerza, tentaciones totalitarias y despóticas, ¿tendría que ser distinto ahora? ¿Nos libraremos gracias a esos milagrosos antídotos de los que hablaba Klaus Mann? Europa es un proceso aún abierto, jamás totalmente cerrado, que ha facilitado más de una vez, con el paso de generaciones olvidadizas y con la ayuda siempre renovada de ideólogos manipuladores e inmorales, la reaparición de viejos demonios tras lo que fue el más esperanzador y sensato proyecto creado tras la Segunda Guerra Mundial, aparte de la Organización de Naciones Unidas: la Unión Europea. Movimientos ultranacionalistas de arrogante desprecio por lo europeo; populismos convertidos en factorías insomnes y tenaces de intoxicaciones ambientales de todo tipo; violentos grupos xenófobos que se sitúan en un orgulloso y desafiante “más allá de la ley” y de toda advertencia llegada de las más altas instancias; antisemitismos de nuevo muy extendidos y reeditados de forma cada vez más amenazadora, gracias al radicalismo islámico y a las extremas izquierdas y derechas. Muchas veces, nada lleva a sentirse optimistas.

La que, en ocasiones, alejada de los ciudadanos, es la débil llama de la ilusión europea, o su romántico espejismo, custodiado hoy, con fervor, por algunos como aquellos alquimistas del callejón de Praga de Kafka que cuidaban de que el sueño y empeño de sus fórmulas áureas no se apagara jamás, así, esta desvalida y muchas veces menospreciada palabra, Europa, ausente en tantos imaginarios de nuestros contemporáneos, ha demostrado ser sin embargo el último bastión a derribar, una vez más, por la barbarie. Por esos bárbaros, como en el poema de Cavafis, o en la novela de Dino Buzzati, siempre a las puertas, siempre al acecho que, dependiendo de las épocas, van tomando diferentes ropajes y denominaciones, a izquierda y derecha, a Oeste y Este, del tablero. Y opciones, que vuelven a ser reales: devenir en totalitarismos puros y duros; alcanzar mayorías absolutas por parte de populismos cuyo único anhelo y empeño es desacreditar y luego abalanzarse sobre democracias bajas de defensas. O bien, llevar a cabo la construcción de voraces nacionalracismos obsesionados en resucitar las leyes segregadoras de los años 30 del pasado siglo. Leyes y mesianismos hitlerianos que tienen como objeto, de nuevo, perseguir hasta el final de los tiempos al “diferente”, al que no pueda acreditar debidamente su pureza de sangre.

Ya lo dijo en una famosa frase el genial escritor húngaro Ödön von Horváth, que hoy encarnaría la figura del “apátrida- europeo”, ese apátrida para el que la única patria es Europa al completo: “Soy la típica mezcla —diría en 1934— de la monarquía austrohúngara, que en paz descanse: al mismo tiempo húngaro, croata, eslovaco, alemán, checo y si empezara a husmear entre mis antepasados y a someter mi sangre al análisis —una ciencia muy de moda hoy día entre los nacionalistas— encontraría allí, como en el cauce de un río, rastros de sangre rumana, armenia y quizá gitana y judía. Yo, sin embargo, no reconozco esta ciencia del análisis espectral de la sangre, un análisis que se lleva a cabo preferiblemente de forma espectacular y primitiva, con cuchillo y pistola”. Su historia, la historia de Horváth, es la triste historia del exiliado que no pudo huir de la trampa mortal que eran casi todos los países europeos durante los años 30 y 40 del pasado siglo: cuando se disponía a escapar y ya tenía en su mano un pasaje a Estados Unidos, donde esperaba poder trabajar, como muchos de aquellos desesperados emigrantes, como guionista en Hollywood, una rama de un árbol, cuando paseaba por los Campos Elíseos un día de tormenta, le cayó encima y acabó con sus sueños.

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VV.AA. Título: Europa, ¿otoño o primavera?

Editorial: Zenda. Descarga: AmazonFnac y Kobo.

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Mercedes Monmany

Mercedes Monmany (Barcelona, 1957) es una escritora y crítica literaria española. En su faceta de crítica ha firmado en cabeceras como El País, Revista de Libros, ABC, Revista de Occidente o La Vanguardia. Recibió, en 2014, la Medalla de la Orden de las Artes y las Letras de la República Francesa y en 2016 el título de Cavaliere dell’Ordine della Stella d’Italia. Entre su producción literaria cabe destacar 'Por las fronteras de Europa' (Galaxia Gutenberg, 2016), una aproximación extraordinariamente exhaustiva a la literatura contemporánea europea. Sus últimas dos obras son 'Ya sabes que volveré' (Galaxia Gutenberg, Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald 2018), en la que explora la producción literaria vinculada al Holocausto; y 'Sin tiempo para el adiós' (Galaxia Gutenberg, 2021), en la que estudia los movimientos migratorios y su presencia en la literatura del siglo XX.

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Ricarrob
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1 año hace

Excelente artículo. Uno de los mejores. No se queda solo en Europa, mirándonos el ombligo. Visión global de una situación insostenible.

Y, si en época de Ortega, la política estaba ya anacrónica, qué dejamos para la actual en la que se reproducen sin decoro todos los vicios de entonces: ideologías trasnochadas, odios, búsqueda sin conciencia del poder, nepotismo, mala gestión, despilfarro público, líderes corruptos, vuelta a antiguas fórmulas políticas que ya han demostrado su gran fracaso… … … Quizás lo que de verdad es necesario es una auténtica regeneración política e ideológica en toda Europa.

De acuerdo totalmente con defender las ideas de la Ilustración, cuyos valores, aunque no se hayan cumplido, deben pervivir en este mar predominante de posmodernismo que nos ahoga, en un mundo de relativismos en el que se cuestiona hasta la ciencia. Todo es posverdad en una sociedad en la que se cuestiona hasta las matemáticas. Nadie en su sano juicio socava los pilares maestros de su propio edificio. Eso es decadencia y ese es el proceso en el que nos hayamos inmersos.

Excelente y realista.

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