De Alekhine a Kasparov o cómo jugar a la ciega en el tablero de la vida
Aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor en la hierba de la gloria en las flores, no hay que afligirse. Porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo.
–William Wordsworth-
Cuando el ajedrez es jugado con la perfección de los grandes maestros del tablero es cuando alcanza su verdadera dimensión y llega a los más insospechados lugares. El protagonista de esta historia no es un gran maestro, aunque ha derrotado a algunos, tampoco es un profesional del ajedrez porque su vida ha trascurrido entre la ingeniería (es ingeniero agrónomo y químico azucarero) y la consultoría de empresas, analizando y desarrollando iniciativas de nuevos negocios proporcionando estrategias con el fin de buscar soluciones a los problemas, “algo que el ajedrez me ha enseñado a lo largo de la vida”, asevera, ni tampoco es un empresario en el estricto sentido del término aunque su trayectoria vital la ha pasado entre ellas.
Como dirían los norteamericanos Eugenio Salomón Rugarcía es un auténtico self-made-man, un hombre hecho a sí mismo, que sus 89 fructíferos años no son más que una mera y estupenda excusa para tomarse un breve y meditado descanso antes de volver a ponerse al timón de sus trabajos de consultoría. Porque nuestro personaje, es de esos ejecutivos a los que la palabra jubilación les queda fuera de su léxico, pero no así el vocablo familia, ese que desde muy niño lleva tan arraigado a sus genes de emigrante que no puede prescindir de él. De ahí que entre asesoramiento, viajes y conferencias, entre sueños y aventuras, Gene intente reunir en su entorno a una prolífica familia que crece y se dispersa por ambas orillas del océano.
Sin embargo, aunque su dilatada existencia esté ahíta de toda índole de experiencias que por sí mismas llenarían varios volúmenes, hemos querido traerle a estas páginas por algo que no es habitual encontrar en jóvenes y mucho menos aún en personas longevas: esa riqueza de intereses e inquietudes, de entusiasmo y de actividades de todo tipo que generalmente están reñidas con la edad como es la práctica del ajedrez donde la memoria, la retentiva y la velocidad de cálculo son primordiales.
Desde muy joven, con apenas 13 años, el ajedrez entró a formar parte de su vida. Su padre, Roberto, un inmigrante alsaciano de fuertes convicciones, le había puesto entre sus manos aquellos caballitos de madera, para enseñarle que todo en esta vida es relativo. Que debía aprender a volar a paraísos ignotos donde la única verdad inmarcesible es la de dudar de las propias dudas. Con el tiempo la afición del muchacho por el ajedrez fue una constante que ha mantenido a lo largo de los años hasta hoy que con 89 primaveras aún juega partidas “a la ciega”, es decir, sin ver el tablero ni las piezas, da conferencias o sesiones de simultáneas contra 12 o 14 ajedrecistas al tiempo que escribe sus memorias, resuelve asuntos relacionados con su profesión o juega emocionantes torneos de Bridge incluso por internet, donde ha alcanzado ya la categoría bridge life master.
Toda la familia Salomón es longeva, sus hermanas Ana María y Carmen de 95 y 93 años respectivamente mantienen un alto nivel intelectual y cognitivo envidiable, al igual que Eugenio que puede charlar contigo durante horas recordando los momentos más impactantes de su existencia con la misma frescura y clarividencia que si estuvieran aconteciendo en estos momentos.
A primera vista podríamos confundirlo con un catedrático jubilado o un empresario en víspera de celebrar sus bodas de platino recorriendo sus múltiples negocios distribuidos en los más dispares continentes a la espera de un largo y merecido descanso. Pero su porte elegante, sus modales refinados y su verbo culto y preciso de persona acostumbrada a dirigir hombres y administrar empresas, lo delatan, pese a que su vestimenta, un punto informal y su gestualidad pausada y exquisita traten de hacerlo pasar desapercibido sin conseguirlo.
Aunque como dijimos, su profesión es la de ingeniero, en realidad es un ajedrecista convertido en ingeniero ya que toda su vida ha tenido el juego ciencia como leitmotiv en cualquiera de los numerosos lugares del planeta donde le tocó vivir: España, (19 años), Cuba, (13), EE.UU (57). En ellos ha jugado torneos, ha impartido lecciones y ha servido de inspiración a muchos jóvenes que como él han deseado y desean hacer del ajedrez una afición de por vida. Sin embargo para todos ellos Eugenio siempre tiene a mano un consejo que le ha acompañado durante toda su existencia y son aquellas palabras que su admirado campeón del mundo de ajedrez Alejandro Alekhine le dijo un calurosa tarde de agosto de 1944 cuando cogido de su brazo, el joven Salomón lo acompañó por la concurrida calle Corrida de su Gijón natal hacia el hotel (Comercio), muy cerca del muelle, donde el campeón se hospedaba. Al ver la intensa afición que el muchacho ya comenzaba a mostrar por el juego el maestro ruso-francés con tono pausado pero firme le conminó: “joven, el ajedrez no es algo a lo que se deba dedicar toda una vida”, y ese consejo sencillo y directo lo siguió el aspirante a maestro al pie de la letra hasta el día de hoy.
Aunque aquellos primeros años de su juventud el joven Salomón compaginó con gran éxito sus estudios con el ajedrez, su dedicación al juego fue intensa participando en numerosos torneo nacionales e internacionales, tanto en su ciudad natal como en Madrid, con importantes éxitos frente a los jugadores más prestigiosos del país.
“El consejo de Alekhine fue el mismo que les he dado a nuestros cuatro hijos, dice Eugenio sonriendo al tiempo que señala a su mujer Beatriz como coartífice de esa labor. En la familia, siempre hemos tenido una norma que todos debían cumplir y era que todos debían ser bilingües, estudiar 4 años de piano y si jugaban al ajedrez no tenerlo como una profesión sino cursar estudios que les permitieran vivir holgadamente. Y así lo han hecho, dice orgulloso. El mayor cursó 4 años de guitarra clásica y es abogado de algunos de los cantantes más famosos del momento, la segunda, estudió canto y aunque es maestra aún canta en funciones benéficas, el tercero siguió con el piano toda su vida y trabaja en una compañía de hipotecas y es vocalista en un grupo de Country Music en Houston, el pequeño, sigue la tradición familiar de que sus hijos sean bilingües y tengan 4 años de piano, él es a su vez profesor de N.Y.U y autor del libro Global Vision«.
El ajedrez de una forma u otra ha estado presente en los diferentes períodos en los que, pese a tener que abandonarlo por motivos diversos como viajes, estudios, licenciaturas, docencia, trabajo, una y otra vez regresaba a mi vida y hasta me ha ayudado a resolver aquellos problemas de estrategia comercial tan semejantes a los que tenía que resolver sobre el tablero”, asegura.
Eugenio Salomón Rugarcía había nacido en la calle San Bernardo de Gijón un 29 de septiembre de 1928, siendo el menor de cuatro hermanos a los que Roberto, un alsaciano emprendedor y Juanita una cubano-gijonesa de familia pudiente habían educado con esmerada dedicación.
Aquel lejano 1928 fue un año de múltiples acontecimientos geopolíticos marcado por la victoria en Alemania de los socialdemócratas donde Hitler obtiene 12 escaños, se inicia la construcción de la línea Maginot, Stalin ordena la deportación de Troski a Alma Ata y EE.UU y Alemania establecen su primera conexión inalámbrica.
En la ciudad natal de Eugenio ese otoño los veraneantes y curiosos no se resistían a ver desfilar por la bulliciosa calle Corrida al rey Alfonso XIII acompañado de su séquito trufado de burgueses decadentes que no tardarían en repudiarlo.
Los ajedrecistas que cada tarde acudían fieles a la cita en el Casino de la Unión de los Gremios, andaban esos días un tanto inquietos sin prestar demasiada atención al regio visitante porque el flamante campeón del mundo Alekhine había anunciado su inminente llegada a España.
Unos 15 años después el gran campeón vendría otra vez a Gijón. No es de extrañar que algunos de los entusiastas aficionados gijoneses como el tío de Eugenio, el Dr. Casimiro Rugarcía, el maestro Antonio Rico, el catedrático y escritor Juan Fernández Rúa o el entusiasta organizador Félix Heras, auténticos próceres del juego escaqueado de la ciudad, pasaran las veladas planeando un recibimiento acorde con la categoría del famoso invitado.
Mientras el pequeño Eugenio correteaba con los niños de su edad por el parque de Begoña ahíto de visitantes nostálgicos y gentes de paso de toda edad y condición, los más curiosos se acercaban hasta el Musel para ver faenar a los rudos pescadores del puerto viejo, a admirar a los señoritos y damiselas del pabellón Santa Catalina del Real Club Astur de Regatas, escuchando el murmullo de las conversaciones de los que regresaban de los balnearios del arenal de San Lorenzo, o seguían a lo lejos, con la mirada somnolienta, a los vendedores ambulantes que llegaban desde el Mercado del Sur. Al caer la tarde el café Dindurra rebosaba de clientes impacientes por entrar al teatro, al tiempo que los más parsimoniosos recorrían con displicencia el paseo de Begoña para alcanzar la calle Corrida y perderse por los innumerables cafés y sidrerías que se escabullían por el entramado de calles y callejuelas de aquel Gijón abocado a una cruenta destrucción 8 años después. Algunos transeúntes preferían acercarse hasta el teatro Robledo, o dejarse enamorar por las calles de Jovellanos y de Menéndez Valdés.
“Éramos una familia de las que se dice “acomodada”, afirma, de esas que ahora llamaríamos “ricas”, algo que se evaporó al poco tiempo con la guerra, al unísono que nuestras ilusiones”. Mi padre, Roberto, continúa, era natural de Metz, una ciudad en el noreste de Francia, antigua capital de la región de Lorena hasta 2015. Allí había estudiado en el «Lyceum». Cuando se graduó del Lyceo vió un anuncio del AEG como oferta de empleo en España, su primer destino: Gijón, unos meses antes de que estalle la I Guerra Mundial. Allí conoció a mi madre por mediación de mi tío Eugenio Rugarcía, un destacado ingeniero gijonés con quien solía ir de excursión por los Picos de Europa y con quien compartía otra de sus aficiones predilectas: la música. Mi madre era una excelente pianista y mi padre un fino violonchelista y un nadador de primer rango que gano varios años la travesía del Musel-Gijón. Como mi padre tocaba el chelo mi tío le invitó a su casa para hacer música y formar un cuarteto. Allí se conocieron mi madre y él. Se casaron en 1920 y al año siguiente nació mi hermana Ana María. A continuación AEG trasladó a mi padre a la oficina de Valencia, allí nació mi hermano Roberto en 1923. Durante su estancia en la capital del Turia y gracias a la música mi padre conoció a la hermana de José Iturbi, Amparo, una gran pianista que hizo luego toda su carrera en Hollywood, como su hermano. Con ella mis padres solían tocar algunas tardes.
Poco tiempo después trasladaron a mi padre a la casa central de AEG en Madrid hasta que a mediados de los años 30 y debido a que la influencia de Hitler y su anti-semitismo se hacía sentir hasta en los negocios, comenzó a encontrarse incómodo en AEG y se fue, abriendo una tienda de equipos de cine, al tiempo que sacaba a todos sus hijos del Colegio Alemán de Madrid.
“Hasta que estalló la guerra, añade Gene, íbamos todos los veranos a Gijón a la casa que en Mareo tenía mi abuelo materno Casimiro Rugarcía, Él era natural de Abandames, un pequeño pueblo del concejo de Peñamellera Baja de donde había partido para Cuba a mediados de 1800 a hacer fortuna, siendo uno de los muchos «indianos» que regresó tras la guerra del 98. A su vuelta, compró la finca de Mareo donde cada verano íbamos a pasar la temporada estival toda la familia. A veces mis padres permanecían en Madrid y luego se reunían con nosotros y aquel julio de 1936 no pudieron. Estalló la guerra y nos separó. Ellos se quedaron aislados en la capital y nosotros cuatro con mis abuelos, tíos y primos en aquel Gijón que comenzó enseguida a sufrir los devastadores efectos de la contienda. Los Stukas alemanes nos ametrallaban y todavía tengo en mi retina la silueta ensangrentada colgada en un poste en el parque de Begoña que yo veía desde el mirador.
“Mi primer contacto con «los americanos» llegó a mediados del 37 cuando un destructor de la marina americana el “Magallanes” vino hasta Gijón para evacuar a Francia a todos los estadounidenses e iberoamericanos. Fuimos toda la familia Rugarcía,- mi abuelo Casimiro, mi tio Casimiro, mi tía Herminia los primos Menéndez Rugarcía y nosotros los cuatro hermanos Salomón Rugarcía. La razón de nuestra evacuación era que mi madre y mis tíos habían nacido todos en Cuba. Lo único que recuerdo de ese viaje es que los niños dormimos todos en cubierta sobre el piso de acero, también recuerdo a un oficial de la marina, alto y bien uniformado, obsequiando a los pequeños con barras de chocolate: ¡qué impresionante después de meses de hambre!, dice Gene abriendo sus brazos en señal de satisfacción.
Tras una temporada en Bayona y San Juan de Luz regresamos a Zamora y luego a Gijón que ya se había “pacificado”. . Recuerdo el trayecto en coche de la estación del Norte a San Bernardo 135, una impresión deprimente de oscuridad, calles vacías y los disparos de resistencia llamados «pacos» se oían de vez en cuando.
De cuando estalló la Guerra Civil mis recuerdos son muy confusos. Algunos como el ir a dormir en un cuarto precioso con balcón cara al parque de Begoña y despertar durmiendo en el suelo en un cuarto sin ventanas. ¿Cómo podía saber que esta transformación mágica fue sólo el intento de mi familia de protegernos del acorazado Cervera de Franco, que estaba bombardeando las zonas republicanas desde el mar? Nuestra casa, en San Bernardo, estaba a medio camino entre la costa y el «Cuartel de Simancas», que se encontraba cercado por los «republicanos». Todavía recuerdo el peculiar «zumbido» de los proyectiles del Cervera sobrevolando nuestro edificio de apartamentos.
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