Vaya rollo de Navidad. Rollo de planes impuestos por tus padres. Rollo de todo. Esperabas con ansiedad estos días de vacaciones para poder abalanzarte sobre la Nintendo Switch y jugar sin remordimientos, como si no hubiese un mañana. Vivir durante quince emocionantes días organizando estrategias bélicas, coordinando a tus comandos, preparando las armas de ataque, memorizando los planos de las extrañas ciudades en las que tendrás que combatir a oscuras logrando salir ileso jugándote, en fin, la vida por tus hermanos de sangre e intentando regresar sano y salvo para poder contarlo entre tus camaradas mostrándoles el material del que estás realmente hecho. Qué sabrán ellos, los adultos, de ti, de lo que está ocurriendo en tu cabeza, de lo que tienes entre manos cuando te miran desaprobando tu aspecto de adolescente desaliñado con los ojos soñolientos de quien lleva toda la mañana sentado delante de un game pad cuyo botón de off son incapaces de encontrar sin tu ayuda. Lo que no entiendes es su empeño por sacarte de la habitación (donde por otro lado has colgado un cartel bien visible de “prohibido la entrada”) para llevarte a lugares en los que te sientes como un auténtico marciano: conciertos, teatros, parques, museos o el colmo del aburrimiento: galerías de arte contemporáneo. No logras comprender el argumento débil que esgrimen para convencerte:
—Ahora no lo entiendes, hijo, pero en el futuro te alegrarás. Te será muy útil; nos lo agradecerás.
—¿El futuro? Por favor. El futuro es jugársela cada segundo del modo Battle Royale del Fortnite y ser el último de los 100 gamers que quede en pie.
Y bueno. Al término de las negociaciones te has quedado con unas raquíticas dos horas y media al día de ocio virtual que han transformado esas semanas que tú planeaste fabulosas en una especie de corredor de la muerte cuyo final es el rollazo de la Noche de Reyes. Un momento decisivo de tregua donde la bandera blanca ha sido absurdamente sustituida por bombillitas de colores parpadeantes enrolladas en torno a un árbol de plástico frente al que te has quedado ensimismado mirando el embalaje brillante de esa caja misteriosa con una anticipada punzada de decepción. Incapaz de moverte mientras todos desenvuelven, sólo alcanzas a leer una y otra vez tu nombre (que han marcado bien claro con rotulador negro en la etiqueta) deseando en el fuero más interno de tu ser que sea un error, un malentendido, un baile de letras o de etiquetas de última hora.
Porque vamos a ver (piensas veloz con el ojo experto del preadolescente y su vastísima experiencia de 15 navidades), la caja es demasiado voluminosa para ser ese videojuego recién salido al mercado, demasiado pequeña para la deseada X-box, demasiado cuadrada para guardar el balón firmado por todos los jugadores de tu adorado equipo, demasiado dura para ser la chaqueta azul con la que sueñas, demasiado mal envuelta para que se trate de aquello tan raro que pediste y que Sus Majestades sólo podrían enviar en una hermosa, perfecta caja de Amazon.
Aquel paquetito previsible arrinconado bajo el árbol confirma tus temores: es un libro, maldita sea, y los libros no interactúan ni juegan ni abrigan, ni siquiera sirven para presumir enviando fotos con filtro a tu chat de amigos o subiéndolas a Instagram, porque realmente a ningún compañero del instituto le va a interesar que te hayan regalado por Navidad un aburrido libro de título y autor absolutamente desconocidos tanto para ellos como para ti. Lo hojeas por encima, un poco por no decepcionar demasiado a tus padres, que te observan con una mueca de ilusión temblorosa, enmascarando el temor de haber errado el tiro que tan acertado les había parecido semanas atrás, cuando se les ocurrió llevarte a echar un vistazo, como acostumbraban a hacer en las lejanas navidades de tu infancia, paseando por aquella gran librería del centro que tanto te gustaba de pequeño, con la esperanza de que algunos de los títulos que iban señalando disparara el resorte recóndito que accionara, como entonces, las ganas de comprarlos.
Pues con ganas o sin ellas, allí estaba aquel libro nuevecito, gordo y reluciente en la caja del maldito regalo: En busca del Vellocino de Oro, escrito por un tal Robert Graves. ¿En busca de qué? Estás tan enfadado que no puedes pensar con claridad.
Graves, Graves… El caso es que te suena muchísimo ese apellido. Graves. Cierras los ojos y te asalta un recuerdo dulce que no sabías que tenías almacenado: tú, en aquella mañana con tos y sin cole en la cama de tus padres (una licencia que sólo te permitían en contadas, excepcionales ocasiones) tapado hasta las orejas, con el sabor a leche caliente y miel aún en la garganta y la voz suave de tu madre leyendo por enésima vez aquella historia que te entusiasmaba, la de los Argonautas. Te recuerdas a ti mismo con un pellizco de nostalgia bajo las mantas medio adormilado, con la cabeza llena de todas aquellas imágenes que la lectura inoculaba como una inyección de magia en tus ojos, tu vida, tu imaginación. Ese tal Graves era el nombre que aparecía en la portada del sobado libro de los Mitos Griegos de las mañanas con fiebre.
Miras con un destello de interés las tapas grises de tu regalo y el barco azul pintado en ellas. Es un barco estilizado, antiguo, con una vela rara y un ojo pintado en la proa. De cerca le sigue un delfín que parece volar sobre las geométricas olas. Bueno. Si hay delfines puede interesarme, te dices sin demasiada convicción. Antes, cuando eras pequeño, llegaste a ser un verdadero experto en animales marinos, sobre todo legendarios. Podías enumerar sin respirar hasta 80 de esos nombres raros que te empeñabas en mezclar con aquellos otros que nunca habían existido más que en tus adorados cuentos mitológicos: el cangrejo yeti; el pez sapo peludo; los mixinos, el Catoblepas, el Minotauro; el Hipogrifo; el Carcinos (de tus preferidos)… y los Reyes Magos, durante varias Navidades, se habían preocupado en conformar una completa colección de aquellos seres en reproducciones increíbles a escala que el resto del año usabas para montar historias alucinantes sobre la alfombra azul (como un Mediterráneo doméstico) del salón.
El mar de los héroes mitológicos era lo tuyo, y eso incluía también los barcos, y por eso haciendo un poco de memoria reconoces por fin el de la portada. Se trata del barco de esos griegos de tu infancia. Te fijas entonces en el dibujo con más atención y cuentas los remos: Uno y dos. ¡Ajá! El dibujante ha cometido un error, descubres con la autosuficiencia del adolescente listillo. En el original (puedes jurarlo) había 50 remos, 25 por banda. ¿Cómo era aquel juego que te había enseñado mamá, el de las palabras griegas?: Pentágono: Penta: 5; Pentecostés: Pente: 50; Hecatombe: Heca: 100… ¡Eso es!: se trata de un Pentecóntero, el tatatatarabuelo de la galera. Madre mía, madre mía. ¡Este es el barco de Jasón!
Sonríes como si acabaras de encontrar, sin esperarlo, a un viejo amigo. Ya entonces considerabas a Jasón un buen tipo; de esos camaradas que intuías que nunca te dejarían tirado. Te gustaba su manera franca de enfrentarse a las dificultades, su forma de liderar aquel grupo de hombres rudos que lo seguían porque confiaban en aquel chico de reglas singulares, siempre atento a no decepcionarlos, esforzado en mantenerse a la altura de la imagen que de él se habían creado sus compañeros. Disfrutabas como nadie con esas aventuras que el mundo antiguo se olvidó de dibujar; la tripulación de marginados valientes con la que te sentías tan identificado que no estaban tan cabreados como los de la Ilíada ni tan cansados como los de la Odisea.
Te parecía haberlo vivido hace tanto que ya no eras capaz de hilar bien el argumento de la aventura, aunque acudían sin orden un borbotón de palabras a tu boca: Pelias, Yolco, Cólquide, Quirón, Lemnos, Escila, Caribdis, Medea, Afrodita. Querrías poner en pie todo aquello, ser capaz de recomponer la historia ordenando la caja revuelta de los recuerdos casi olvidados; colocar las piezas en su escaque de salida sintiendo otra vez el cosquilleo de emoción, similar al de aquellas lejanas, silenciosas tardes de verano sin siesta cuando con cada jaque mate aprendías cosas nuevas acerca del dulce sabor de la victoria, la fuerza de la inteligencia, la relatividad de la derrota, la importancia de la soledad, la necesidad de la violencia, inclinando tu cuerpecillo sobre aquel viejo tablero de ajedrez de papá.
Un grupo de amigotes, un barco, un tesoro, una venganza, una aventura. Juventud y ganas de que te pasen cosas, de mujeres misteriosas, diosas vengativas, espadas afiladas y monstruos marinos, todo ello mezclado con los recuerdos de lo que hasta ahora habías sido, de la educación recibida en una infancia que parecía muy lejana y que sin embargo latía intacta bajo la piel del joven de 15 años que por fin comprendía la razón de aquel regalo y aquella biblioteca: leer te permite mezclar, como en una extraña e imprescindible coctelera lo vivido, lo aprendido, lo soñado, lo ignorado para luego salir afuera, donde siempre hace tanto frío, con una mochila cargada de utilísimas herramientas. Miras el libro de tapas grises que tienes en las manos como si despertaras de un largo sueño.
—¿Te gusta, hijo?
—Creo que nunca tendré un regalo mejor.
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