Seguramente usted no lo sepa ni se ha puesto a pensar en ello —no tendría por qué, en realidad—, pero el oficio de escritor profesional tiene mucho de tahúr. Especialmente cuando se trata de un autor independiente, como es mi caso y el de muchos otros.
Lo que sucede en ocasiones es que los hados se aburren mucho en el Olimpo y con su humor retorcido se cagan en las matemáticas y el santoral, haciendo que gane la partida un pardillo con las peores cartas imaginables.
Las risas que se deben echar a nuestra costa, los muy cabrones.
Afortunadamente, como autores no competimos unos contra otros, o al menos no deberíamos. Pero la sensación de jugarte a una carta la bolsa y la vida que has perdido durante un par de años de darle a la tecla no nos la quita nadie.
Que se dice pronto, pero apostarlo todo a pergeñar un libro durante un par de años —soy de los que escribe despacio, he de admitirlo—, sin saber si va a gustar a los lectores y te va a permitir pagar el alquiler mientras escribes el próximo, tiene mucho de jugador empedernido.
Si como autor llevas tiempo fallando y te quedan fuerzas, seguirás escribiendo y apostando a que esa vez sí, esa vez será la buena y la próxima novela será un best seller colosal. Pero aunque hayas tenido mucha suerte con los anteriores libros, como en el caso de un servidor, cuando sacas el último y empujas todas las fichas sobre el tapete es inevitable escuchar esa vocecilla que te susurra: «Demasiada potra has tenido hasta ahora, chaval. Ya te toca darte un buen batacazo».
Y da igual que todos los lectores Alfa, Beta y Omega que la hayan leído te digan que el libro está genial y que es lo mejor que has escrito en tu puñetera vida. Ni caso. Lo que prevalece es la jodida vocecilla que nos empuja a mirar el saldo de la cuenta corriente y preguntarnos si, llegado el caso, con esa pasta podría tirar hasta 2025.
Porque lo cierto es que escribir un buen libro, o incluso una obra maestra, no garantiza en absoluto que sea un éxito. En ocasiones coincide, pero no es una norma, ni mucho menos. Y ojo, que lo digo desde la posición de ser uno de los autores independientes más vendidos de todo el mundo. Sé de lo que hablo.
Para ser sincero, y ahora que no nos lee nadie, confesaré que las obras de las que estoy más orgulloso y aquellas que al terminarlas pensaba «¡qué bien me ha quedado!» o «¿cuál será mi talla de chaqué para ir a recibir el Nobel de literatura?» son justo las novelas que menos han funcionado, comercialmente hablando.
Así que, dejando al margen la posibilidad de que mi criterio sea lamentable y mis lectores “conejillos de indias” no tengan el valor de decirme que he escrito un bodrio, la deducción lógica, querido Watson, es que hay otros elementos ajenos a la calidad literaria que influyen dramáticamente en que un autor termine viajando en Ferrari o en autobús.
Para empezar, los autores independientes no tenemos detrás una editorial que nos consiga entrevistas en la tele, que ponga nuestra cara en las paradas de autobuses —de lo cual me alegro—, o críticas literarias de relumbrón para presumir en la contraportada. Y no me quejo, que conste. He decidido voluntariamente jugar con estas cartas y un crupier menos honesto que un concejal de urbanismo, y aun así me ha ido tan bien hasta ahora que me cuesta creérmelo, pero las circunstancias son las que son.
Además, incluso autores consagrados con una maquinaria mediática editorial a su servicio se pegan sus buenos tortazos alguna que otra vez, así que nadie se libra del azar implícito al arte de gustar a los lectores. De hecho, si hubiera alguna fórmula para saber de antemano si un libro va a triunfar, las oficinas de todas las editoriales estarían bañadas en oro y aceite de oliva virgen extra.
La cruda realidad es que ni los más avezados editores, ni mucho menos los autores, tenemos ni puñetera idea de si la novela que vamos a publicar compensará todo el sudor, tinta y hectolitros de café que nos ha costado escribirla. Las dudas, la inseguridad, la pérdida de fe en nuestro talento —si lo hubiere, claro está— y las infinitas horas pasadas delante de una pantalla de ordenador los siete días de la semana son la tarifa que pagamos gustosamente para poder sentarnos a la mesa a jugar nuestras cartas. Porque todo esto lo hacemos porque nos gusta contar historias; esa es la única verdad.
Tenemos todos, los que van en Ferrari y los que van en autobús, la insoportable necesidad de compartir aquello que se nos pasa por la cabeza. Si no existiera la imprenta y el e-book lo haríamos escribiendo manuscritos a mano con una pluma de pato, y si tampoco hubiera pergaminos, tinta o patos, lo haríamos dando voces subidos encima de un peñasco o al calor de una hoguera mientras disfrutamos de los embelesados rostros del auditorio, ansiosos por conocer el desenlace final.
Porque eso es lo que somos: contadores de historias. Descendientes de los juglares del medievo, de los aedos de la Antigua Grecia e incluso de los fulanos que en el paleolítico contaban, entre gruñidos y onomatopeyas, cómo habían vencido a un tigre dientes de sable con una mano a la espalda, mientras caían en un volcán en erupción y le hacía una paralela un inspector de Hacienda.
Algunas de aquellas historias han pervivido miles de años y nos han permitido ver a Brad Pitt luchando contra Héctor a las puertas de Troya mientras Légolas se hace las uñas, pero la inmensa mayoría se han perdido en los océanos del tiempo como lágrimas en la lluvia.
Así ha sido y seguirá siendo mientras sigamos siendo humanos y nuestra memoria finita, e igual que Homero no sabía que lo iba a petar con sus poemas, sus aprendices y herederos tampoco tenemos ni pajolera idea de si la historia que acabamos de parir, tras un inacabable embarazo empedrado de antojos y contradicciones, quedará impresa a fuego en la memoria de los lectores o terminará sus días calzando una mesa coja.
Pero nos da igual, porque lo que de verdad queremos es compartir esas historias con todos vosotros y haceros disfrutar desde la primera a la última página.
Lo de ir en Ferrari está bien —aunque yo soy más de Tesla—, pero todos los autores sabemos que escribir un libro y publicarlo es como lanzar un mensaje al mar en una botella. Puede que llegue su destino y nos vengan a salvar de nuestra isla desierta, pero también puede ser perfectamente que acabemos hablando con una pelota de vóley pintada con sangre, mientras dedicamos otro año, o dos, o siete, a escribir un nuevo mensaje con la esperanza de que os llegue y así haceros un poco más felices.
En mi caso particular, mi última obra es una novela policíaca titulada PIEL —ya disponible en Amazon, por cierto—, con una portada espectacular y una historia de esas que te engancha y te quita tiempo hasta para dormir, o eso me han dicho, al menos.
He de admitir que me la he jugado sin saber qué cartas llevaba, lanzándome de cabeza a la Novela Negra (así, con mayúsculas) sin red ni precauciones, pero me apetecía contar esta historia en particular tomándome un pequeño descanso entre mis habituales thrillers y novelas de aventuras que tanto éxito han tenido. Quería descubrir si era capaz de escribir algo totalmente diferente de mis trabajos anteriores, averiguar si podía pulsar ciertas teclas ocultas que nunca antes me había decidido a tocar.
Pero, como he dicho antes, aunque uno escribe siempre con la cabeza puesta en el lector, el corazón muchas veces nos conduce por extraños derroteros y nos lleva a dar saltos de fe en el vacío; como a mí me ha llevado a escribir PIEL con la esperanza de que, al terminar la novela, se quede mirando la portada fijamente y exclame en voz alta:
«¡Joder! ¡Qué bien me lo he pasado!».
Pero claro, eso es algo que solo el tiempo y el buen juicio de los lectores dirá si lo he conseguido.
Ojalá que sí.
Un fuerte abrazo y gracias por leerme.
—————————————
Autor: Fernando Gamboa. Título: PIEL. Venta: Amazon
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: