Hay un vuelo muy madrugador que sale de Zúrich en dirección a Nápoles. Un vuelo lleno de bostezos donde ves el amanecer sobre las cumbres nevadas de los Alpes. El avión realiza un trayecto curioso donde todo se vuelve ensoñación algodonosa de nubes densas que hacen que las alas tiemblen más de la cuenta. Hice un viaje breve a Nápoles, me escapé tres días de mi apacible ciudad de casa de muñecas, y me encontré rodeada de calles bulliciosas donde la historia guardaba su propia versión del tiempo. Salí de la Confederación Helvética y su rigurosa exactitud envuelta en días grises de primavera, y aterricé en un Nápoles luminoso que me envolvió en sus texturas de ciudad viva. Estaba ojerosa y dispuesta para investigar los rincones de la urbe italiana que siglos atrás fue patria compartida, en la que todavía queda el curioso rastro de nuestro devenir en forma de barrio español: el Quartieri Spagnoli, aquella vecindad justo en el centro histórico, donde se encontraban en el siglo XVI y XVII las guarniciones españolas listas para reprimir cualquier conato de revuelta. Mi memoria se sumerge en los años de la universidad, cuando estudiaba la guerra de Nápoles y leía sobre los diferentes momentos del enfrentamiento entre Francia y Aragón, y quedaba al final Nápoles convertido en virreinato anexionado a la corona aragonesa. Volvíamos a la amalgama del imperio romano, aunque esta vez era a la inversa, y a los franceses, por otra parte, no les hacía ninguna gracia la presencia de los españoles en tierras italianas.
Me gusta Nápoles porque tiende la ropa en sus balcones, y las sábanas y los vestidos que se agitan con el viento parecen las escamas de un gran dragón que transpira. La piel de las ciudades centenarias es un tributo a la esencia de todos los que las habitaron. El goteo persistente de los seres humanos que pasaron por ellas queda plasmado en sus edificios. Con las ciudades italianas siento esa efervescencia de vidas que fluyen y dejan el eco de su presente. Los niños juegan a gritos en la plaza del Plebiscito, corren por las escalinatas de la Basílica de San Francisco de Paula y se esconden entre sus inmensas columnas. La energía de la niñez se desliza presurosa por los soportales y nos recuerda el aliento de nuestra propia infancia jugando. Los observo inmersos en su griterío jubiloso y cruzo la plaza para entrar en el Palacio Real construido a comienzos del siglo XVII. Ese edificio inmenso fue residencia primero de virreyes, luego de la dinastía Borbónica, después de los franceses con José Bonaparte, que fue monarca de Nápoles un tiempo y luego de España, porque su hermano Napoleón le apoyó y las guerras e invasiones lo favorecieron. Toda la historia se condensa en sus salas, recuerdos de tiempos distintos que convergen en la unificación italiana en 1861, y la cesión del inmueble al estado en 1919 por parte del penúltimo rey de Italia, Víctor Manuel III.
La ciudad entera es un gran museo de edificios hermosos que nos acarician, mientras alocadas y ruidosas motos nos esquivan y los pequeños automóviles van dando frenazos antes de intentar meterse por sus estrechas callejuelas. La región de Nápoles es un entramado de historias enlazadas, de ocasos que se alimentaron de la rabia ciega de los hombres en luchas perpetuas. La segunda guerra mundial pasó por Nápoles bombardeando algunos de sus edificios emblemáticos. Allí quedan las columnas del monasterio de Santa Clara y sus baños romanos. Algunas zonas aguantaron bien las embestidas de las bombas aliadas que destrozaron parte de la basílica. El siglo XX es una mezcla de destrozo y reconstrucción. En muchas partes de Europa quedan leves cicatrices de heridas profundas aderezadas con el odio del absurdo y sus fanatismos. Suiza es una casa de muñecas porque allí no llegaron los bombardeos ni las invasiones, ni los campos de exterminio con sus potentes hornos, ni los paredones, ni las fosas comunes. Suiza vive ausente y encantada en las alturas de sus bellísimas montañas, de sus lagos y praderas. Es la infancia feliz de una historia diminuta y dorada donde los bancos disimulan su gesto ominoso escondidos en la elegante y cuidada arquitectura de sus pequeñas ciudades. El contraste de Zúrich con la ciudad italiana me hace meditar sobre los retos del nuevo siglo y en cómo se enfrenta Europa al futuro. Ahora no hay guerras ni bombardeos que asolen al viejo continente, pero las ideologías levantan fronteras y dejan un reguero de ahogados y refugiados agonizantes. La desesperanza es una realidad que me acongoja cuando en el puerto veo los grandes buques llenos de turistas y a los mendigos que arrastran el cansancio insomne de los países desgraciados por los que deambulan. Hay inmigrantes desesperados en las calles, hay pobreza de ciudad grande en la ciudad italiana que a todos acoge de buenas o malas maneras. En Suiza no dejan espacio para realidades tan amargas.
Nápoles es también una escenografía de ruinas romanas floreciendo por todos sus rincones. Mi escapada se cierra con un día largo de excursión a Pompeya y al Vesubio. Me he quedado sola en la ciudad y decido apuntarme a una de esas visitas guiadas que montan los hoteles. Los recién casados, las parejas mayores y los viajeros solitarios somos el rebaño perfecto para ese tipo de aventuras. Mi grupo es heterogéneo, hay parejas argentinas, americanas y canadienses. Yo voy acompañada por mi sombra y mis ganas de descubrir Pompeya. Es un día lluvioso y recorremos las ruinas con paraguas. Noto el aliento fantasmal de los que murieron ahogados por las cenizas en la explosión del Vesubio. Me impresionan las calles, las piedras esculpidas elaborando un paisaje armónico donde hubo vida plena. Las fuentes y sus rostros indicando la orientación de sus calles. La ciudad estaba en pleno auge en un lugar paradisiaco donde las ricas familias tenían hermosísimas casas con vistas al mar. Me detengo en las callejuelas, en las zonas silenciosas donde imagino el pasado bullendo. No quiero buscar los cuerpos desgraciados de los que se tapan el rostro sintiendo el manto de la muerte. Me molestan los visitantes que coleccionan cadáveres y no se dan cuenta de que están fotografiando su propia muerte con esa mirada morbosa.
Después de Pompeya nos llevan a comer una pizza salada y chiclosa en un bar de carretera camino del volcán. Pienso en la docilidad de los turistas, que aguantamos los peores menús con estoicismo y resignación. Ahora toca subir al Vesubio, ver el gesto brutal de la naturaleza. No todos tenemos la energía. Las parejas mayores se quedan a mitad de camino. Yo sigo a los jóvenes enamorados con la lengua fuera. Noto mis encías quejarse, mi corazón palpitar en la garganta y me tiemblan las piernas. No puedo quedarme atrás, aunque sea una altura de casi noventa pisos. Hay que avanzar, aunque haga un viento terrorífico y sienta la tentación del abandono. Doy pasos breves pero tenaces y subo en un constante arrepentimiento. Pienso que los volcanes son peligrosos, que el ventarrón frío que nos golpea se volverá lengua de monstruo, y nos atrapará. Seremos engullidos por esa terrorífica boca abismal. A los humanos nos fascina contemplar la historia desde las alturas. Los enamorados se besan y me piden que los fotografíe. Aparento la serenidad de los adultos, la elegancia de las señoras que rozamos el medio siglo, y hago todas las fotos de rigor. Me asomo a esa boca que me recuerda al planeta de dunas con dientes donde vivía el peligroso y repugnante Jabba el Hutt en La Guerra de las Galaxias. Bajo la cuesta a toda prisa, como la princesa Leia escapando de los disparos intergalácticos. Los volcanes son la pulsión que crea y destruye los planetas.
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