El padre. Los hijos. La Santa Teresa y los terrenos de mierda. La herencia. El Rey Lear. Lo poco o mucho que el viejo supo producir en vida. El parque de diversiones, La gesta heroica, la playa, la tormenta. ¿Es el exceso de amor, y no la ausencia, lo que produce la tragedia? Cría cuervos. Te sacarán los ojos. Cría hijos. Ahí estarán para rapiñar lo que vaya dejando la agonía, para echar en cara hasta lo bueno que haya podido hacer el pobre que se está muriendo. Pobre, sí, porque se está muriendo. O rico, vaya a saber. El hombre, por más humano que sea, no es más que un animal en dos patas. El idiota esfuerzo para llegar a ser alguien en la vida. ¿Pero si no, qué se hace con las migajas materiales? Ni eso. Ni la muerte les conmueve. Que se muera de una vez. Que se termine porque el hijo que vino desde la capital se tiene que ir pronto, y la otra tiene que ensayar, y ya no lo soportan al viejo porque se olvida, se enoja, se ensucia… ¡No sirve para nada! ¡Que firme los papeles! Pero lo mismo parece que lo quieren a veces. ¿O lo compadecen? Pobre. Delira lúcido rey Lear. La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es, o no, lo más sublime de la inteligencia.
Su puesta particular. El escenario invertido dando la espalda al teatro importante, al Cervantes, como metáfora admirable, como forma de resistencia a la burocracia horrible que todo aniquila. La institución acartona al sujeto, finiquita su lucidez, porque el sueldo da seguridad y la seguridad desaparece la necesidad de ver cómo arreglarselas. Muere la creatividad que surge gracias al riesgo de la libertad. La política es la prima idiota del teatro, le escuché decir alguna vez. La institución vuelve al actor un concejal que ficha asistencia y repite textos como loro. Ah, pero el Cervantes… ¡Todos queremos estar en el Cervantes! (Dios nos extinga…).
Flor de atmósfera logra Bartís con su nueva obra: La gesta heroica. Absorta y angustiada esperé apoyada contra la columna hasta que salió y le encajé un abrazo al maestro. Que no se canse. Que no se entregue. La sensación ya de camino a casa. Tanto sufrimiento para tan poco, para que todo termine así, con algunas posesiones el que pudo. Un par de hijos. Codicia. Inmundicia. Culpa. Cría cuervos. La alegría de la vida. Cría hijos. Lucha por ello. Ve a por más y demuéstrale al mundo imbécil de lo que sos capaz. La gente nunca entiende nada, exclama el viejo alterado en medio de ese páramo que es Santa Teresita, como el argentino que no militó ni fue desaparecido pero igual le han quedado cicatrices.
“Lear es una excusa. Uno necesita de una excusa para entusiasmarse y para tener a alguien detrás que saque la cara si llegara a haber problemas. Es una simbología, una creencia de estar tocando un mito, un elemento poderoso. En el caso de Lear la broma nuestra era que la obra es mala. Es tan arbitraria, tan forzado el certamen declarativo amoroso que demanda el Rey en las primeras páginas; escucha las declaraciones amorosas de sus hijas que son totalmente inverosímiles”. Banquete teatral de poco más de una hora La gesta heroica, como debe ser, a menos que se tenga algo para decir que amerite más de lo necesario, pero es que claro, hoy todos creemos tener algo para decir: el pecaminoso invento de la imprenta… Y el de la red social… (Dios nos extinga…)
Bartís ya había destrozado a Shakespeare en Hamlet o la guerra de los teatros. Destrozado o ayudado, depende el cristal con que se mire. Como las traducciones de Borges que mejoraban a ciertos “grandes autores”. Para el director, el teatro de Buenos Aires está en crisis, supongo por este asunto de los problemas burgueses y las vidas sin sobresaltos, sobresaltos de esos que llevan a experiencias excepcionales y a catarsis artísticas en serio, no de berretín, como sucede mayormente ahora. “En esto el Sportivo (su espacio teatral, que tuvo que ser vendido por la crisis) es responsable. Se generó la idea de que la propia potencia de la actuación bastaba en sí misma para constituir el hecho teatral y que el relato se volvía algo periférico”.
La potencia de la actuación. Sí. Luis Machín. De otro planeta. De uno al que se va cuando está ahí adelante, como médium de esos otros que lo habitan, y en el que pareciera querer quedarse cuando todo acaba. En medio de los aplausos que se eternizan de agradecimiento. Inmenso Machín interpretando al viejo autoritario, entristecido orate; la ambigüedad de la locura, el delirio que causan el sufrimiento y la sensación de que a nadie le importa. Por momentos aniquila verlo tan frágil, tan jodido, retorciéndose en su recta final. Y el final que te deja seco. Exhausto. Apoteótico. La necesidad de salir rápido a tomar un poco de aire entre las plantas del espacio sin igual, ayer Sportivo Teatral, hoy Centro Cultural Thames. Espacio en el que me crié y en el que, si dios no nos extingue antes, estrenaré en noviembre una obra, nuevo intento de fracaso, que de ello se aprende. (Tener éxito es una pérdida de tiempo, anote). Final que me transportó a El pecado que no se puede nombrar, otro de sus trabajos, basado en textos de Roberto Arlt que Bartís supo organizar con maestría, siempre trabajando a la par de sus actores, logrando aquel singular estallido de lanzallamas y de locos.
Seres que arrastran sus existencias miserables entre lo atroz y la irracionalidad; la resistencia a la muerte, a desaparecer y que todo siga igual o incluso mejor. ¡Desgraciados! Hacía tiempo no veía teatro, teatro del bueno, de ese en el que pasa algo todo el tiempo, algo terrible, aunque no esté pasando nada, aunque lo que pasa sea nimio, gracioso, casi estúpido. La densidad no cede. El aire se corta con cuchillo. Los truenos. El piano. Los actores acompañando lo que pasa, componiendo cada uno su excelente despliegue, como pavos reales que muestran las plumas sin vergüenza. Porque la vergüenza es otra. Lo que somos. La mayoría. Lo que hacemos.
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