A los cincuenta años ya sólo se es joven para morir. Miente quien diga otra cosa. Y miente tan en vano como intentan hacerlo quienes ocultan su edad, de una u otra manera, plenamente conscientes de no engañar a nadie en ningún caso. Todo ese discurso de la positividad a ultranza —que pretende que la juventud es un estado anímico y no una de las etapas más breves de la vida—, toda la tinta que hace correr la autoayuda y todas las aleluyas sobre la finitud del tiempo que el lector quiera, tienen su refutación cuando, ya cincuentón, empiezan a faltar las fuerzas para hacer tantas cosas que, cuarentón aún, se hacían sin mayor problema. Aunque se nieguen, son las primeras evidencias de ese principio del fin que nos trae la cincuentena. Aún quedan años, unos diez aproximadamente, para el comienzo de la decrepitud previa a la muerte. Pero el declinar de la existencia lo trae el medio siglo. De ahí que, con tanta frecuencia, sea a esa edad, o frisándola, cuando los excesos de la juventud se pagan.
Cincuenta eran los años que contaba Errol Flynn cuando mordió el polvo. Ahora bien, si una vida intensa vale por dos o por tres de las normales —y si esa intensidad se mide en licencias y disipaciones—, la existencia de esta antigua estrella del Hollywood clásico fue como la de tres o cuatro de los espectadores que, en su momento, les hubiera gustado ser tan gallardos y tan calaveras como él.
Gallardo y calavera, así tituló la autobiografía del actor la editorial Planeta en su primera traducción española, aparecida en 1979. Escrita por desquite y por dinero, antes que por nostalgia verdadera, aunque su muerte fue prematura, cuando las manecillas del reloj dieron su hora ya habían quedado muy atrás los días en que los espectadores soñaban con emularle por su arrojo en la pantalla y por lo que decían las habladurías de sus actuaciones en las alcobas.
Sin embargo, cuando le dieron tierra, pese a las seis botellas de whisky, estaba arruinado. De hecho, vivía en el Zaca, el único yate que sus acreedores le habían dejado. Era el Zaca —y creo que aún es— una goleta con motor auxiliar que adquirió en el 46 y Orson Welles fotografió con largueza en La dama de Shanghái (1947). A bordo del Zaca daba vueltas al mundo cuando se lo permitían los rodajes. Las películas resultantes de aquellas últimas filmaciones no eran ni sombra de lo que fueron sus colaboraciones para el gran Raoul Walsh: Murieron con las botas puestas (1941), Gentleman Jim (1942), Objetivo Birmania (1945) y el largo y excelente etcétera. Hay una de sus películas postreras, una historia inacabada sobre Guillermo Tell, producida y protagonizada por el mismo Flynn, que empezó a dirigir Jack Cardiff en el 53. Esa cinta fue la causa de la segunda y definitiva ruina del actor que encarnó a Robin Hood en la adaptación más famosa de las aventuras del paladín del bosque de Sherwood, la dirigida por Michael Curtiz en 1938. Quince años después, un Flynn ya talludo para esos trotes quiso reverdecer su gloria con otro arquero, y encontró la ruina económica.
Ni siquiera Las raíces del cielo (1957), una de las obras menores de John Huston —sobre una novela del extraño marido de Jean Seberg, el escritor Romain Gary—, alcanza el nivel de la filmografía del actor quince, veinte años, antes. Así como su primera ruina económica, que nunca remontó del todo, tuvo su origen en su divorcio de la actriz Lily Damita, el declive de su filmografía puede precisarse, con esa exactitud con que la cincuentena marca el comienzo de la cuesta abajo, en su salida de la Warner, donde lo dio todo a las órdenes de Curtiz —La carga de la brigada ligera (1936), Dodge, ciudad sin ley (1939), Camino de Santa Fe (1940)— y Walsh.
Llega un momento en que tu estrella se apaga, dicen —y no son pocos— quienes, después de haber brillado, vuelven al lugar del que partieron. Pero con Flynn fue peor aún el retroceso. Cuando llegó al cine, era ese aventurero que aparentaba. Se emborrachaba con los especialistas que deberían haberle doblado en las secuencias arriesgadas. Luego, llegada la hora de la verdad, como un nuevo Douglas Fairbanks, hacía las acrobacias él mismo.
Pero el Flynn último, como casi todas las víctimas de sus excesos, es una caricatura de sí mismo. Su envejecimiento es la prueba irrefutable de que no es ese Dorian Gray que le creyeron los espectadores que le envidiaban por su forma de camelar a las mujeres en sus buenos tiempos, desde las grandes estrellas del Hollywood clásico hasta las espectadoras, que le admiraban en las salas de programa doble más humildes, aquellas llenas de chinches de la guerra y la inmediata posguerra, donde —con la calefacción aún por democratizar— se apretaba la gente. Ya empezaba a quedar algo lejano el tiempo en que casi todas las mujeres se hubieran prestado fascinaditas al camelo del gallardo y calavera. Claro que sí, cuando le llevaron al hoyo aquellos días se habían perdido en la distancia del pasado.
Podía parecer que seguía siendo el mismo. Ya cincuentón, pese a seguir unido a su tercera esposa, la también actriz Patricia Wymore, no le faltaban amantes de las que perfectamente podía haber sido el padre. Nada nuevo. Veinte años antes, cuando él sólo contaba treinta, ya protagonizaba escándalos con menores. Pero entonces, a sus treinta y pocos años, en los juicios a los que fue llevado en el 42, salía indemne. A preguntas de la defensa del actor, las jóvenes que le habían denunciado acababan por confesar que ellas mismas se habían prestado de buen grado a lo que Flynn les había pedido. Y como en California eran un crimen las relaciones con menores, incluso las consentidas, el equipo de abogados que ponía a Errol Flynn la Warner se cuidaba mucho de que en el jurado predominase el elemento femenino. Nunca erraron en su certeza: las mujeres siempre acababan por perdonarle.
Pero llegado el último momento la cosa había cambiado. El camelo con el que conquistó a su última muchacha ya no era el encanto que el Hollywood clásico irradiaba como un hechizo a las salas de proyección llenas de chinches. Más allá del que pudiera haber a bordo del Zaca, el embrujo de aquel Flynn último sólo alcanzaba a la consabida promesa de un papelito en la siguiente película. Pero esa última cinta, Cuban Rebel Girls (Barry Mahon, 1959), fue una exaltación del incipiente estalinismo cubano, rodada con el apoyo directo de Fidel Castro. Aquellos eran los días en que sus guerrilleros aún se batían en la sierra para mandar “parar”, cerrar el “garito”, echar a Batista y convertir al comandante en el nuevo tirano de la Perla del Caribe. Parece que, en el primero de enero del 59, Flynn estaba junto a Castro. Como veintitantos años antes el actor había estado de corresponsal en nuestra guerra civil. Igual que Hemingway, con cuyos héroes hubiera guardado tantas concomitancias, de no haber sido porque la visita de Flynn a España obedeció a una operación para promocionar una de sus películas.
Tiempo después, con los adoradores internacionales del más longevo de los dictadores comunistas, los que llamaban “gusanos” a quienes huían de la represión castrista, esos nuevos dogmáticos que aquí y en tantos otros sitios alteraron la antigua escala de valores, anteponiendo el pragmatismo a la épica, también habrían de dirigirse nuevas críticas contra un Flynn que ya era una estrella olvidada del Hollywood clásico. “El miedo es libre”, comentan todavía algunos; “más vale decir por aquí pasa un cobarde que aquí murió un valiente”, argumentan otros. Y así, cuando la valentía también comenzó a ser fascismo, Errol Flynn —el intérprete del general Custer en Murieron con las botas puestas, ni más ni menos— fue condenado. Eso sí, en efigie, porque ya había muerto.
Como el buen mitómano que procuro ser, abomino de las biografías desmitificadoras, del pragmatismo en su conjunto y de los remakes de Los últimos de Filipinas (1945), la obra maestra de Antonio Soler. Dudo por igual del doble capítulo que se dedica a los héroes de Baler en El ministerio del Tiempo —Tiempo de valientes I y II (Marc Vigil, 2016)—, como de la película de Salvador Calvo, también del 16, 1898: los últimos de Filipinas. Las dos propuestas se basan en la desmitificación de unos héroes de mi país al dictado del pragmatismo del pensamiento imperante en la España de nuestros días. Si en lugar de los héroes de Baler hubiera sido el de Cascorro, al ser Eloy Gonzalo un inclusero madrileño, en liza contra los independentistas cubanos, la corrección de su gesta al canon de nuestros días —teniendo en cuenta los afectos que inspiran Cuba y mi ciudad a quienes ordenan el revisionismo de la historia según sus intereses— hubiera sido peor todavía.
Errol Flynn fue víctima de estas rectificaciones cuando, ya en 1970, olvidado por completo ese galán que fue en su ocaso, Arthur Penn tuvo a bien enmendar toda la historia del western en Pequeño gran hombre. No cabe duda de que había motivos para ello. Al menos muchos más que para poner en duda a los últimos de Filipinas. Una cosa es exterminar sistemáticamente a los nativos de una tierra para asentarse en ella —asunto, desde luego, abominable y que, por supuesto, no hicieron los españoles en América— y, en líneas generales, sí fue la expansión estadounidense hacia el Oeste. Y otra, muy distinta, defender la última posición de un ejército vencido.
Cincuenta y dos años después, más que por sus propios méritos —que sin duda los tiene—, Pequeño gran hombre ha pasado a la historia como la enmienda de Murieron con las botas puestas. Y ésta alcanza su máxima expresión en la ridiculización de Flynn en su creación de Custer por parte de Richard Mulligan, el Custer de Pequeño gran hombre. Naturalmente, yo comparto la ideología que transmite la cinta de Penn. Sé perfectamente que el general era un excéntrico y un sanguinario que llevó a la muerte a sus hombres en Little Big Horn por su afán de gloria. Pero en una pantalla prefiero el Custer de Walsh al de Penn, porque en una pantalla me conmueve la épica antes que el didactismo tosco de la crítica social y el compromiso político.
Hijo de uno de los científicos más notables del mundo de su tiempo, Errol Flynn nació en Tasmania (Australia) en 1909. El prestigio de su padre le permitió ser expulsado de varios internados y colegios. En su expediente se decía que se le echaba por hurtos, él aseguraba que por seducir a las lavanderas de la casa. Llegó al cine por casualidad, para interpretar a aventureros no muy diferentes al que había sido él mismo, cuando se desempeñaba en diversas ocupaciones, tanto en Nueva Guinea como en Sidney.
Trasladado a Londres, intervino en algunos repartos antes de ser Peter Blood en El capitán Blood (1936). En esta adaptación de Sabatini debida a Curtiz coincidió por primera vez con Olivia de Havilland. Quizás fuera porque ésta, su partenaire más frecuente en la pantalla, fue una de las actrices más rancias del Hollywood clásico por lo que, cuando el rodaje acababa, tuvo historias con Lupe Vélez, Marlene Dietrich y Dolores del Río, entre otras muchas, innumerables bellezas, notables y anónimas de su tiempo. Que se sepa, sólo se le resistió Carole Lombard. Estuvo casado tres veces. Esnifaba cocaína, fumaba opio y marihuana. Su amigo Howard Hughes llegó a expulsarle de una de las fiestas que organizaba en su castillo, de la borrachera que llevaba. Quién lo hubiera dicho cuando, con anterioridad al cine, Errol Flynn se alojaba en las suites de los hoteles más lujosos sin saber si al día siguiente iba a tener dinero para pagarlas. Y todo, a excepción de las seis botellas de whisky con las que le enterraron, todos aquellos excesos se quedaron en nada.
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