Se dice que la verdad tiene varias caras,
y que una de ellas sería más espantosa que la mentira,
pero que siempre quedaría oculta.Éric Vuillard, La guerra de los pobres
Tengo una práctica reiterada con mis alumnos en las clases de historia. Los hago leer una novela distinta a cada uno de ellos que se haya escrito en la época que estudiamos. El propósito es promocionar la lectura, el espíritu crítico y sobre todo establecer la conexión que pueda concertar la literatura con un momento de la historia. Siempre aclaro que la literatura no pacta con la historia un contrato fiel: todo lo contrario, porque la ficción no respeta ningún acuerdo de verificación, hace trampa y está en el deber de hacerla. Tengo grandes prejuicios con eso que se ha llamado la novela histórica, porque el contrabando del presente se remite al pasado y además la comprensión de este último se realiza de manera fragmentaria, cumpliendo un ensayo de laboratorio que navega precariamente por la máquina del tiempo. Ortega y Gasset sostenía que era desatinado interpretar el pasado con los valores del presente. Esa práctica aberrante la atestiguamos a diario en nuestros días en que la obsesión identitaria ha decidido juzgar lo ido con los vertiginosos prejuicios de la actualidad. Tengo la impresión de que la mejor novela histórica es la que se escribe desde el presente sobre el presente porque da cuenta de un tiempo que se contempla de manera estelar, sin contratiempos ni alcabalas. Cuando algunos jurados de afamados premios justifican a los novelistas históricos con la frase de la “lograda recreación de época”, tratan de legitimar una impostura y me libran de tener que transitar la obra. Naturalmente, cada cual es libre de formarse un criterio y yo tengo el mío, que poco se aviene con los “casi todos”. Lo anterior no significa que el regreso al pasado desde el presente sea imposible. Lo es y en mucho cuando la historia se toma a beneficio de inventario y se la somete a la extorsión de la literatura, en que la vuelta atrás se manifiesta en un ejercicio de subversión, ironía, asombro y hasta un ajuste de cuentas sin que medie el sentimentalismo o la compasión.
Revivir el pasado o rescatarlo de su propia muerte, sacarlo de su encierro y circularlo entre los testigos de lo actual para ventilarlo, exhibirlo, acusarlo o sentir algo de estupor obliga a ver la historia en un modo tan crudo que estremezca. De aquella versión disecada que sirve para repetir hasta el cansancio que basta visitar el pasado, estudiarlo e interiorizarlo para que los hechos no se repitan, como sostenía el ilustre hispanista de Harvard, George Santayana, el conocimiento de la historia reviste una serie de inquietudes que conviene invocar antes de presentar a nuestro escritor invitado, porque no es un historiador sino un escritor, y con él se nos vuelve a ocurrir si puede plantearse esta alianza morganática entre la literatura y la historia. Estos grandes fines que algunos han sedimentado como conclusiones sobre las ventajas de conocer la historia y que redundan en que del hecho mismo aparece una advertencia, podría ser una incauta esperanza de que el progreso en el mundo será guarecido por el conocimiento mismo. Suena enaltecedor, pero no es así porque si bien algunos creemos que el conocimiento salva, la mayoría no nos sigue en este predicamento, especialmente quienes toman las decisiones en la esfera pública. Hoy en día nuestros políticos son elementos muy de la medianía: la tendencia es hacia el populismo desbordado y la irracionalidad. Sí, porque no es lo mismo leer a Tucídides que creer que marque una guía para algo en nuestro día a día. Si el ejercicio de la política fuese la consecuencia de una racionalidad superior, el mundo se habría librado de todo conflicto, pero el conflicto forma parte indeclinable de la historia. Pero es que ese carisma irracional que despiden los políticos se pone en contacto con lo que aparentemente quiere la mayoría, que no es más que una promesa frustrada. Buena parte de mis alumnos piensa, al principio de los cursos, que la historia se repite. No los culpo, porque ven a diario la torpeza y la estupidez como una prueba de desaprendizaje de la misma historia y creen que estamos determinados a esa conducta inescapable. Había un señor en Venezuela con un conocimiento minucioso y sorprendente del pasado. Se presentaba mucho en charlas y conferencias, pero nunca escribió nada. Sostenía una extrañísima tesis de que la historia estaba compuesta por ciclos de cuarenta años porque era preciso en sus mediciones y cálculos. Ojalá hubiese tenido razón, porque bastaría consultar el calendario para ver acabadas nuestras miserias, y esto no se dice de gratis en el territorio desde el que escribo. De modo que a la solemnidad con que se mira la importancia de la historia debemos oponerle —sin que ello implique ninguna banalización— la levedad de la historia como un conocimiento, como un deleite, como una satisfacción, como un juego. Conocer la historia debería ser tan importante como saber el tipo de sangre que tenemos para librarnos de una catástrofe cultural, para resguardarnos de las pretensiones igualadoras de la globalización, para entender nuestra identidad, para hacerla un recurso de defensa personal. Para esa levedad me acojo a esa aspiración de combatir la pesadez que realiza Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio, en que invoca a Milan Kundera y su novela La insoportable levedad del ser, a la que apostilla como una crítica a la “amarga constatación de la Ineluctable Pesadez del Vivir” [1]. En resumidas cuentas, que la levedad de la historia nos acompañe para fraguar un propósito. Que este no sea el de las grandes realizaciones mayestáticas, de la historia como un discurso goloso de proporciones y direcciones políticas, de destinos manifiestos, de razas cósmicas, sino que se manifieste del mismo modo como lo realiza la literatura en una posibilidad de salvación personal y jamás colectiva.
Todo este introito se debe a la lectura de Éric Vuillard, para quien una propuesta de importación de la historia se erige como una visión que alienta una mayor camaradería con el pasado, sea de la forma abyecta —normalmente abyecta, porque la paz o las buenas noticias no suelen ser taquilleras— o noble que adquiera esa representación. He visitado cuatro de sus libros que viajan hacia épocas distintas del acontecer europeo. El primero trata sobre el Anschluss en 1938, que parte de una reunión en 1933 con los dueños y los más importantes capitanes de industria de Alemania como forma del entendimiento del sector productivo con el nazismo, y su apoyo sin restricciones. El orden del día recorre estos sórdidos y sonoros ecos entre el capital y la política, que suelen ir tomados de la mano con mayor frecuencia de la que creemos. Al menos en la Alemania que despuntaba como hitleriana el ascenso a canciller de Adolf Hitler se tomó como falsamente venturoso y prometedor ante una nación que no sabía cómo vencer la crisis inflacionaria y de desempleo de la República de Weimar, y que vio en el espejismo del nacionalsocialismo la vía de derrotarlos. Adolfo Hitler fue violento y racista desde el principio, nunca ocultó lo que se proponía, de modo que los ciegos y miopes que lo llevaron al poder sabían de quién se trataba. Durante el período de entreguerras la emisión de dinero inorgánico, la imposición del pago de la deuda de guerra que se igualaba o superaba al PIB alemán, generaron una inflación inimaginable a la que un agitador de cervecería y cabo condecorado en la Primera Guerra Mundial sabría sacarle provecho por toda la frustración de un país condenado a la humillación y cuyo territorio también había sido troceado por los vencedores de la Gran Guerra. En honor a la verdad, luego de 1919, no resultó nadie vencedor, sino todos salieron derrotados en una de las guerras más absurdas que haya conocido Europa, como fue la de 1914 al 19, y que trajo como resultado el colapso de la idea europea, el fin de la era de la seguridad, como ha apuntado Stefan Zweig, y el escenario para su desenlace veinte años después [2]. Qué guerra no es absurda, sin embargo, vale preguntarse. Éric Vuillard entra al paladiano salón donde se lleva a cabo la reunión con el alto clero de la industria [3] alemana y se fija como reaccionan sus Krupp, sus Opel, sus Finck, sus Quandt, que más que representarse a sí mismos, como la literatura lo permite todo [4] según el autor, eran las cabezas de BASF, Bayer, Agfa, Opel. IG Farben, Siemens, Allianz, Telefunken, que terminarán siendo veinticuatro calculadoras en las puertas del Infierno [5]. En esta cita inicial donde se sella el compromiso nupcial entre el totalitarismo y los barones de la economía alemana, despega Vuillard para estructurar lo que sería la anexión austriaca por parte del nuevo régimen. Una de las obsesiones nazis que fue aflorando a partir de 1938 fue la incorporación de los territorios habitados por alemanes étnicos. Los había en los sudetes, en Ucrania, Rumanía y hasta en el Volga. Austria y Prusia habían sido contendores en el balance del poder durante todo el siglo XIX desde la paz de Metternich hasta el expansionismo bismarckiano. De modo que ese proceso de reunificación tenía que pasar según el nazismo por la inevitable incorporación de Austria al Tercer Reich.
En la narración que corona con la verificación de la invasión nazi a Austria, Vuillard logra un capítulo magnífico y superior con el embajador alemán distrayendo a Neville Chamberlain en el número 10 de Downing Street. La tensión narrativa se siente con peso y sólo por ese instante trepidante merece la pena leerse el libro. Decidida la invasión, humillados los funcionarios austriacos como el canciller austriaco Kurt Schussnig, Hitler invade Austria el 12 de marzo de 1938. Mientras la Wehrmacht atraviesa groseramente la frontera, el primer ministro británico le da un almuerzo de despedida al embajador alemán Joachim von Ribbentrop [6]. En medio del evento, un asistente le trae un mensaje al secretario de la Cancillería Inglesa. Ribbentrop sabe lo que dice: que han invadido Austria, y decide prolongar la sobremesa inútilmente para que el primer ministro que ha sido informado en un susurro no se pudiese ocupar del asunto. La etiqueta no le permite al jefe de Gobierno terminar abruptamente la reunión y, para mayores frivolidades, el “pequeño vendedor de champán [7]” habla incesantemente de vinos franceses mientras se ha iniciado uno de los capítulos previos a la Segunda Guerra Mundial [8].
14 de julio es la interpretación muy original que realiza Vuillard sobre la toma de la Bastilla. Y no es que lo ya sabido pueda ser inaudito, sino que la mirada del escritor alcanza precisamente a los no-narrados de su tiempo. Siempre hemos mirado esta fecha como el asalto de los sans-culottes a la desolada prisión. Nuestro entendimiento del hecho es grupal, gregario, a través de una masa indiscriminada que se comporta con la psicología del rebaño. Todo se reduce a la multitud [9], a un ruido de fondo que parece darse con alguna frecuencia a lo largo de la historia. Pero lo interesante de la postura del escritor ante este acontecimiento que no solo dividiría como un parteaguas la historia de Francia, o se convertiría en la fecha nacional de ese país, es que empieza a ver a la muchedumbre de cerca; a medida que la mirada se detiene surge una historia individual más allá de la aglomeración. Esta vez no interesan los grandes registros, carecen de toda importancia los candidatos al bronce o a la plaza pública. Vuillard se mezcla entre la turba y le pide a los alterados parisinos y a los muchos llegados de todos los rincones del Reino que no tienen nada que perder sino ganar, que no dejen de contemplarlo y que compartan con él sus nombres, su procedencia, el origen de los reclamos que se suceden, lo que exclaman o vociferan, el tenor de a quienes se les reconoce un parentesco común que algunos llaman opresión, otros hambre, algunos rabia, venganza, justicia, resentimiento, derechos, hambre o sencillamente pueblo, palabra simple y compleja que hermana a los que gritan que puede haber llegado un nuevo tiempo. Muchos parecían “vagabundos de aspecto aterrador” [10], sus apellidos son comunes: “Mathieu, Guillaume, Firmin, porque los pobres no suelen tener nada mejor que ponerse” [11]. Finalmente, cada uno de ellos fue acercándose a aquella mole que consideraban la representación de una opresión, aunque para el momento de su toma apenas coexistían un preso con un loco, y el jefe de la prisión, a quien el gentío con un rostro común redujo a un río personal de sangre. Quizá aquel diluvio, como lo llama el autor, nunca se dio cuenta de lo que empujaba, sino que lo hacía llevado por ese sentimiento que otorga un momentáneo sentido de pertenencia tan poderoso que alcanza las letras mayúsculas de la historia. Y el argumento de Vuillard es a secas darle visibilidad a quienes ni en aquel instante la tuvieron, ni tampoco con el correr del tiempo de los siglos. Al menos, se trata con honestidad de una réplica a los Carlyle del mundo, para quienes hay un héroe a quien edificarle pedestales para años después derribarlos de su comodidad ejemplarizante.
Otros levantamientos y movimientos de masas jalonan la obra de Vuillard. Se trata de La guerra de los pobres y se aproxima a Thomas Müntzer y sus seguidores en 1524, dispuestos a retar a la autoridad temporal en nombre de la palabra divina, que es propia y recorre los bosques y las aldeas, porque según se desprende de estos reclamos, “Dios y el pueblo hablan el mismo idioma” [12]. Thomas Müntzer es sajón, de Sajonia saldrán los más estremecedores personajes de la Reforma en Alemania: Lutero es uno de ellos. Müntzer vive en el predicamento, hablando una lengua para que lo entiendan antes de que al resto de los predicadores alemanes [13]. El alemán de los caminos y tabernas servirá para conquistar lealtades, alzar la voz, interpelar a los poderosos y derribar conciencias. El macizo del Harz [14] está allí vigilando lo que los hombres de bien se prometen en su jerga igualitaria y que los hará conquistadores de su destino. Antes de Müntzer han aparecido otros como Jan Hus en Praga, Wat Tyler junto a los campesinos de Kent, John Ball predicando la igualdad de los hombres en Sussex en 1380. Hay ejemplos que se repiten: todos vienen de la iracundia a incendiar la tierra en el nombre beatífico del creador. Müntzer reta al príncipe. Aunque sea elector promete que “les arrebatará la espada para entregársela al pueblo airado” [15]. Con los evangelios en la boca, invoca a Juan o a los Salmos y decide que “Dios quebrará los jarrones viejos con vara de hierro” [16]. La guerra de los pobres ha comenzado con el campesino y el hombre corriente que ha decidido igualar a todos. Como se sabe, estas historias nunca terminan viendo hacia los de abajo con benevolencia y Müntzer, al igual que su padre ajusticiado, terminará bajo el peso del hacha a los treinta y cinco años. Y Vuillard ha contado su versión ajustada a los hechos como si los conociese mejor que nadie, y que de pronto fuese un suceso reciente, muy de nuestra atención, de los que se comentan en voz alta y con taquicardia, aunque hayan transcurrido cinco siglos porque nos vuelve a estremecer y nos deja sin aliento [17].
El último de los libros que he leído de Vuillard (los he relacionado en mi orden de lectura) es La batalla de Occidente, sobre el más grande trauma a la cultura y la civilización europea en el siglo XX. Insisto en lo que se asomó al principio: que la Segunda Guerra Mundial es una consecuencia de la primera. Esta conflagración bélica fue de alguna forma el fruto de una paz prolongada, no que la paz tenga esos funestos resultados, sino que es difícil mantenerla si todos los países europeos estuvieron desde la guerra de Crimea, o desde la guerra franco-prusiana armándose hasta los dientes. Los países querían poner a prueba sus ejércitos y sus sistemas defensivos. Cualquier excusa serviría para una reacción en cadena, máxime cuando el sistema de alianzas entre los países estaba diseñado para una combustión inmediata en caso de que alguien atacara a alguien. Tal vez allí residía su seguridad y su fragilidad: de acuerdo con el sentido común, la disuasión que implicaba habría hecho pensar a más de un jefe de Estado o de Gobierno, pero más bien los acontecimientos parecen indicarnos que la fragilidad del entramado fue la que se impuso. Prevalecían unas formas y unos uniformes, una parafernalia del absurda del ridículo y de la sinrazón según nuestro autor [18].
El inicio de la guerra en agosto de 1914 a partir del detonante de Sarajevo fue algo que tomó por sorpresa al continente. Éric Vuillard viaja con su gran angular al pasado para arrellanarse en la carroza donde Francisco Fernando y su esposa, la condesa Sofía Chotek, que celebraban ese día su aniversario catorce de bodas, sufren dos atentados en la misma jornada, siendo el segundo el definitivo [19]. El káiser sostenía que las tropas estarían de vuelta en diciembre [20]. Había una suerte de concepción deportiva y hasta cándida [21] de lo que representaba la guerra. Al comenzar los combates se impone la razón de Estado, en la que la voluntad del individuo deja de tener importancia [22], pero también hubo una incertidumbre, un grave momento de estupefacción entre los ciudadanos al comprobar que todo lo risueño de la vida llegaba a su fin [23]. Naturalmente, el nacionalismo ocupó el lugar en las mentes de los hombres para disipar toda duda. De los años de paz, de aquella belle époque se llega a la carnicería sin sentido que arrasaría con toda la institucionalidad de los imperios centrales, exacerbaría el enfrentamiento social y alentaría el huracán revolucionario soviético que por poco incluye a los alemanes en el inventario del internacionalismo bolchevique, además de sembrar los cimientos para la llegada del fascismo. La guerra, como todas, pero esta particularmente más porque destruyó todo el orden político y social, acarreó más allá de sus cruentos resultados la conclusión de que la estupidez y el orgullo nacional cuando se juntan liberan la destrucción y la catástrofe, usualmente encerradas cuando los pueblos se entienden a través de la ley y la civilidad.
Vuillard viaja a las trincheras, ve como se desfiguran los soldados [24], narra con una precisión de censo médico las mutilaciones [25]. Pone esta guerra cortante y sufriente sobre la mesa de disección cuyo mayor estallido fue el de la razón que siguió muchos años perdida y no sabemos si la hemos recuperado con certeza. La operación de escrutinio de este francés nacido en Lyon en 1968 que ya ha obtenido el premio Goncourt nos trae un pasado de vuelta al que se le escuchan todavía los latidos porque ha logrado librarse con astucia de la persecución de los manuales hieráticos de la historia.
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[1] Calvino, Italo. Seis propuestas para el próximo milenio. Siruela. Biblioteca Calvino. Madrid 2001, p. 23. Apunta Calvino respecto a Kundera: “El peso del vivir para Kundera está en toda forma de constricción: la tupida red de constricciones públicas y privadas que termina por envolver toda existencia con nudos cada vez más apretados.” La historia de los pueblos tiene en ese sentido mucho de constricción al ciudadano común convertido en obligación nacional y moral ante esa misma historia, agrego, y por ello insisto en citar igualmente a Calvino cuando en su defensa de la levedad escribe que: “En los momentos en que el reino de lo humano me parece condenado a la pesadez, pienso que debería volar como Perseo a otro espacio. No hablo de fugas al sueño o a la irracionalidad. Quiero decir que he de cambiar mi enfoque, he de mirar al mundo con otra óptica, otra lógica, otros métodos de conocimiento y de verificación.” Ibidem. Esto nos lleva que ese mirar al mundo con otras formas de verificación podría trasladarse a la literatura como compañía alterna.
[2] No en balde, el mariscal Foch cuando conoció el Tratado de Versalles dijo lacónicamente: “Se trata de un armisticio por los próximos veinte años”. Los acontecimientos terminaron dándole la razón con una inequívoca exactitud.
[3] Vuillard, Éric. El orden del día, Tusquets Editores, Barcelona 2018, p. 29.
[4] Ibidem, p. 15.
[5] Ibidem, p. 28.
[6] Como apunta Vuillard, Ribbentrop fue curiosamente inquilino de uno de los apartamentos de Chamberlain en Londres. Ibidem, p. 79.
[7] Ribbentrop era despectivamente llamado a sus espaldas de esta forma por el Führer. Antes de ingresar en el partido nazi se dedicaba al comercio de vinos, además de haberse casado con la hija de un fabricante de Sekt, el vino espumoso alemán.
[8] Roy Jenkins describe de este modo el almuerzo al que asistieron los Churchill: “… para redondear la sensación de macabra farsa, el secretario permanente del Foreign Office, sir Alexander Cadogan, sentado al lado de Clementine Churchill, recibió en el curso de la comida un mensaje que indicaba que las tropas alemanas estaban iniciando su avance hacia Austria para llevar a término el Anschluss, la incorporación de ese pequeño país en el Gran Reich alemán. Cuando Cadogan le hubo informado en voz baja, incluso Chamberlain se puso educadamente ansioso porque los Ribbentrop se marcharán. Sin embargo, se entretuvieron tranquilamente otra media hora, lo cual dio a Frau von Ribbentrop la oportunidad de sugerir a Churchill en tono reprobatorio que tuviera cuidado de no estropear las amistosas relaciones anglo-alemanas.” Jenkins, Roy, Churchill, Ediciones Península, Barcelona 2002, p. 580. Churchill cuenta la misma anécdota sobre Ribbentrop en su libro sobre la Segunda Guerra Mundial, y agrega que esa fue la última vez que vio a Ribbentrop “antes de que lo ahorcaran”. Churchill, Winston. La Segunda Guerra Mundial. Editorial El Ateneo, Buenos Aires 2009, p. 151.
[9] “¿Qué es una multitud?”, se pregunta el narrador: “Nadie quiere decirlo. Una mala lista, redactada más adelante, permite ya afirmar lo siguiente: ese día, en La Bastilla, está Adam, nacido en Côte-d´Or, está Aumassip, vendedor de ganado, nacido en Saint-Front-de-Périgueux, está Bechamp, zapatero, Bersin, trabajador del tabaco, Bertheliez, jornalero, originario del Jura, Bezou, de quien no se sabe nada, Bizot, carpintero de obra, Mammès Blanchot, de quien tampoco se sabe nada, aparte del bonito nombre que tiene y que parece una mezcla de Egipto y de estiércol. Está también Boehler, carretero, Bouin, zurrador, Branchon, de quien no se sabe nada en absoluto, Bravo, carpintero, Buisson, tonelero, Cassard, tapicero, Delâtre, recaudador, Defruit, herrero, Demay, albañil, Delore, botillero, Desplats, herrero, Devauchelle, aguador, Drolin, cerrajero, Duffau, zapatero, Dumoulin, labrador, Duret, panadero, Estienne, desconocido, Évrard, pasamanero, Feillu, trabajador de la lana, Génard, empleado, Girard, profesor de música, Grandchamp, dorador de metales, Grenot, techador, y Grofillet, y Guerin, y Guigon. ¡Vaya!, ya tenemos un buen puñado de mamíferos, hombrecillos de Brueghel.” Vuillard, Éric. 14 de julio. Tusquets Editores. Barcelona 2019, p. 84.
[10] Ibidem, p. 61.
[11] Ibidem, p. 79.
[12] Vuillard, Éric. La guerra de los pobres. Tusquets Editores. Barcelona 2020, p. 25.
[13] Según Ernst Bloch: “Thomas Münzer implantó ya en pascuas de 1523, antes que los demás reformadores, la celebración de los oficios divinos en lengua vernácula totalmente, logrando, a despecho del envidioso sabotaje de Lutero, que tal institución se propagase.” Bloch, Ernst. Tomás Münzer. https://elsudamericano.files.wordpress.com/2019/10/174.tomas-mc39cnzer-ernst-bloch.pdf, p. 35.
[14] La montaña del Harz en Sajonia es el enclave donde ocurre míticamente la Walpurgisnacht, la noche de las Walpurgis, donde las brujas realizan su aquelarre, o escupen ratones rojos por la boca como bien se muestra en el Fausto de Goethe.
[15] Ibidem, p. 51. En su carta al elector deja claro su letra de fuego: “Hace falta un nuevo Juan que venga, siguiendo las huellas de Elías, a tocar las sonoras y ágiles trompetas para que resuenen con el ardor que comunica el conocimiento de Dios, con el fin de que no quede sin castigo en este mundo ninguno que ofrezca resistencia a la Palabra de Dios.” Bloch, Op. Cit. P. 38.
[16] Ibidem, p. 52.
[17] Leemos al final del libro: “La gente quiere historias, aclaran las cosas, dicen; y cuanto más auténtica es la historia, más gusta. Pero las historias verídicas nadie sabe contarlas.” Ibidem, p. 91.
[18] “¡Imaginémonos ahora todos aquellos ejércitos cubiertos de galones, de penachos, aquellos trajes de golf mezclados con el tartán, el kilt, la borla, aquellos quepis de colores y cascos en punta, toda suerte de jetas picardas o bátavas, silbando, marcando el paso en medio de un gran charco de sol! Se está preparando una guerra, toda una parafernalia de idioteces, un retraso inaudito, progresos harto malévolos, un heroísmo que será aplastado por el hierro.” (…) “Los cadetes de Saint Cyr marcharán al combate con vistosos uniformes, se verá a jóvenes lampiños, penachera y guante blanco, desfilar durante unos días, hasta que las primeras ráfagas de ametralladora les sieguen las plumas.” Vuillard, Éric. La batalla de Occidente. Tusquets Editores. Barcelona 2019, p. 17.
[19] Escribe Vuillard: “… una bala de revólver se deslizó en el vientre de la dulce Sofía Chotek. Habían tenido que restringir el servicio de seguridad debido a su presencia; cuando estaba ella, el archiduque no podía beneficiarse de todo su servicio del orden, debía contentarse con un servicio restringido por haber contraído matrimonio con una mujer noble pero no de sangre real. Y toda la dinastía tuvo que pagar aquella tremenda falta de delicadeza.” Ibidem, p. 57.
[20] Hubo muchísimas confusiones, órdenes y contraórdenes: El I Ejército de Alexander von Kluck llegó a estar a 25 kilómetros al norte de París para luego retroceder. Ibidem, p. 128-132.
[21] El poeta Wilfred Owen le escribía a su hermano en 1917 sobre su traspaso de las líneas alemanas en que su batallón se encontró con un solitario soldado alemán: “caminando hacia nosotros, con la cabeza gacha y los brazos estirados frente a él, como si fuera a bucear en lo alto de la tierra…Nadie se ofreció a dispararle. Lucía muy divertido.” En: Walzer, Michael. Just and Unjust Wars. Basic Books, Inc., Publishers. New York 1977, p. 39. (behold a solitary German, haring along toward us, with his head down and his arms stretched in front of him, as if he were going to take a high dive through the earth… Nobody offered to shoot him, he looked too funny. La traducción es mía)
[22] La frase shakespeariana de Enrique V resume esa sujeción y subordinación del individuo al Estado: “We know enough if we know we are the king´s men.” (…) “Es suficiente saber que somos los hombres del rey.” Ibidem, p. 39. (La traducción es mía)
[23] “En pocos días se hacen muchas señales de la cruz. Europa entera, en un gesto conmovido, se lleva las manos a la frente.” La batalla…, Op. Cit., p. 77.
[24] “De tal modo quedaron desfigurados algunos hombres que se crearon centros de acogida para ellos, muy lejos de las ciudades, lugares adonde no va nadie, adonde nadie quiere ir, tan pavoroso era verlos. Vi las fotografías de aquellas caras, con sus míseras muecas de payaso. Las conoce todo el mundo. Fueron los monstruos amables de nuestras fábulas. Su dolor recuerda otro dolor, menos visible, el dolor de todos los dolores, el de las guerras más larvadas, tal vez no tan terribles, pero sí continuas, guerras donde naufraga el deseo, que pasa al ataque en los colores reales de la vida íntima cotidiana.” Ibidem, p. 166.
[25] “Hubo veinte millones de muertos, diez millones de soldados.” (…) “Cuarenta y siete mil ciento ochenta y tres piernas alemanas se perdieron. Veintiún mil ciento cuarenta y nueve brazos.” Ibidem, p. 167.
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