Érase una vez un hombre que tenía la facultad, y la suerte, de que todo lo que imaginara se hiciera presente de forma inmediata. No tenía más que cerrar los ojos y pensar en el objeto apetecido, irlo adornando con su fantasía de todos los detalles posibles. Cerrar y abrir los ojos, reflexionar, poblar una habitación de los más exóticos muebles, un paisaje de los más extravagantes personajes, una ciudad de los más anodinos seres… O viceversa. Pero el poder iba más allá de la reproducción de cosas, animales, personas… inertes. También era capaz de dotarles de vida, conversación, pasiones y aficiones, amores y odios. El primor lo dibujaba todo en su cabeza; y de su cabeza aparecía en la realidad, delante de sus ojos, la mirada de los que quisieran acompañarle en este maravilloso y nada inocente juego.
Nuestro hombre se paseaba con sus criaturas después del parto imaginativo. Las veía moverse por el lugar que tan bien había diseñado. Decimos “bien diseñado” y puede ser que no estuviera tan bien, que no fuera tan bueno, pero era suyo y a él se le antojaba incomparable. Oía las charlas de las gentes, los arroyos murmurar, las casas arder cuando el mundo, su mundo, precisaba conversación, fluidez o algún rayo destructor. Esos hombres se amaban entre sí, también se odiaban —qué le vamos a hacer—. Organizaban fiestas, enterraban a sus muertos, hacían la guerra… y siempre encontraban un motivo para estas cosas. Algunos eran turistas, otros artesanos, guerreros, funcionarios, hombres sin empleo, mujeres de la calle… En ocasiones nuestro hombre no los comprendía, pero no podía evitar su independencia. Hubo unas cuantas, pocas, veces que intentó inmiscuirse en sus asuntos, llevarles por la senda que él quería… entonces, claro, después de imaginado, aparecía lo apetecido. Y se quebraba su peculiar orden. Nunca volvió a hacerlo. Únicamente andaba por el mismo sitio, fantaseado y real, cuando creía ver un detalle que se le había escapado. Lo resolvía y no regresaba de nuevo.
A menudo su soledad era grande, pues le era imposible entrar en comunicación directa con sus criaturas. Le estaba vedado el tocarlas, y las palabras que pronunciaba nunca eran oídas por ellos. Sólo, le parecía, las escuchaban terceras personas, invitados de paso en este miniuniverso. Resultaba muy molesto que sus designios fueran órdenes llegadas desde un punto desconocido. Resultaba desazonador no poder dar consejos, simples consejos.
Sin embargo, esto no era óbice para que cada mañana, cada tarde, cada noche, se sentara un rato a fabular sus ensoñaciones, a verlas crecer ante sí a medida que las recorría con la mente. Y jamás vio a nadie que le reprochara de corazón lo que hacía. Jamás se encontró a nadie que no sintiera, de corazón, lo que él sentía al internarse en sus oníricas realidades.
Érase una vez un hombre que existió en un tiempo inquietantemente presente, un hombre que ha vivido en todos y a veces los ha olvidado.
Érase una vez un escritor.
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