A estas alturas del desparrame, decir que el mundo se ha vuelto gilipollas no es novedad. Carece de mérito perspicaz. Lo único nuevo es que cada día somos un poco más gilipollas. Ustedes, yo. Todos. Es como si nos hubiésemos embarcado en un concurso de vueltas de tuerca, de averiguar quién mejora el número de la cabra. Insatisfechos con poner al día las muchas cosas importantes que necesitan revisión, que no son pocas, pasamos el día pensando qué más inventar; qué nuevo enfoque dar a asuntos resueltos de toda la vida; a qué podemos recurrir para sumarnos, con la satisfacción del deber cumplido —hoy es fácil y sin compromiso, basta un clic en el teléfono móvil—, a las revisiones necesarias o innecesarias, justificadas o no, que convertirán el mundo en un lugar mejor y más justo, etcétera.
En cualquier caso, el mundo en general —salvo los musulmanes, que cuentan sus fechas a partir de la Hégira o huida de Mahoma de La Meca a Medina— basa el calendario en torno a la supuesta fecha del nacimiento de Cristo. No es concepto religioso, sino convención universal que hasta los chinos —tras un paréntesis impuesto por Mao— adoptan como suyo: una forma de contar los años adoptada por la sociedad occidental a causa de sus indiscutibles raíces cristianas, pero que todos, o casi todos, acabaron utilizando por su carácter práctico. Sin embargo, aunque la fecha de referencia se mantiene, tal forma de expresarla no es la única. Hacia 1615 se introdujo Vulgaris Aera o Era Vulgaris (Era Vulgar), emparejada dos siglos más tarde con Era Común (E. C.), recogidas ambas en la Ortografía de la Real Academia Española. Las tres formas han tenido vida paralela y coexistencia pacífica, utilizadas por historiadores y científicos según las preferencias de cada cual: unos por no emplear un término donde ven referencias religiosas y otros sin intención ideológica, por simple claridad conceptual, conscientes de que el nacimiento de Cristo es referencia clara y conocida; y también —negarlo sería una imbecilidad— acontecimiento de enorme influencia en la historia universal. Precisamente por eso, a causa de su precisión y pese a la competencia del neutro A. E. C. y D. E. C. (antes y después de la Era Común) la clásica marca a. C. y d. C. (antes y después de Cristo) es la más utilizada, o al menos lo ha venido siendo hasta ahora.
Y digo hasta ahora porque es aquí, señoras y caballeros, donde nos topamos con los nuevos tiempos, los nuevos aires y las nuevas inquisiciones. La presión ejercida desde ciertos ámbitos para imponer lo de la Era Común en detrimento del antes y después de Cristo es cada vez mayor; y no se trata de los indocumentados habituales que se apuntan a un bombardeo sin tener ni remota idea de lo que se bombardea, sino de que universidades y editores, entre otros, presionan cada vez más a profesores, alumnos y autores para que destierren el a. C. de sus textos. Lo que hasta hoy era una libre y natural opción —y debería seguir siéndolo— se convierte poco a poco en imposición, hasta el punto de que en algunos lugares se obliga a firmantes de artículos y trabajos académicos a corregir sus textos y utilizar Era Común como referencia histórica. Cada vez más museos, instituciones de prestigio y revistas académicas y científicas se suman a esa iniciativa. Y como en asuntos de corrección política los españoles nunca perdemos un tren porque siempre corremos delante de la locomotora, estoy seguro de que si en el mundo el a. C. o el d. C. tienen los años contados, en España, pródiga en ministros descolonizadores de museos y otros prodigios culturales, esos años serán meses o días. De aquí a nada, por decreto, todos viviremos en la Era Común. Y quien se atreva a situar una fecha antes o después de Cristo será, naturalmente, un carcamal y un fascista.
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Publicado el 16 de febrero de 2024 en XL Semanal.
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