Cristales rotos
Los ecos que resuenan en toda Europa tras la victoria del neofascismo en Italia traen a colación el recuerdo de Robert Desnos, el poeta que nació en París a la vez que el siglo XX y que comenzó a escribir en la adolescencia bajo el influjo de los simbolistas y Apollinaire. Tenía apenas veinte años cuando André Breton lo incorporó a las filas surrealistas, de las que lo expulsaría unos años más tarde, después de que a Desnos se le ocurriera hacer buenas migas con Bataille, en una de esas trifulcas que tanto abundan y tanto animan el pintoresco mundo de las letras. La ruptura entre los antiguos amigos coincidió con una implicación creciente de Desnos en los aspectos políticos: había estallado la bolsa en Nueva York, se daban por amortizados los felices años veinte y la década de 1930 entraba dispuesta a demostrar que la humanidad es muy capaz de idiotizarse hasta el extremo de perseverar alegremente en su autodestrucción. Hacía Mussolini de las suyas a ambos lados de los Apeninos, arrancaba Hitler sus delirios criminales en Italia y comenzó a desangrarse España tras un golpe militar sin que las potencias democráticas del viejo continente alcanzaran a darse por aludidas hasta que fue ya demasiado tarde. Desnos se alistó en la Resistencia francesa en cuanto las armas sustituyeron a la diplomacia y consiguió salir más o menos indemne hasta que la Gestapo lo arrestó el 22 de febrero de 1944 —la historia traza a veces simetrías macabras: también en un 22 de febrero, pero de 1939, falleció Antonio Machado en Collioure— y lo forzó a un triste peregrinar por campos de concentración: Auschwitz, Buchenwald, Flossenbürg y, finalmente, Theresienstadt. No tuvo mala suerte: llegó a ver el campo liberado, pero murió de tifus pocos días más tarde y terminó recibiendo sepultura en el cementerio de Montparnasse de su ciudad natal. Al ir a amortajarlo, encontraron entre los bolsillos de su vestimenta un poema manuscrito —igual que había sucedido unos años atrás con el cadáver de Machado, para incidir en el paralelismo— que al parecer había dedicado a su mujer cuando ya sabía que su vida estaba a punto de extinguirse y no le quedaba otro consuelo que el de refugiarse en el recuerdo de su amor: «Soñé tanto contigo, / caminé tanto, hablé tanto, / amé tanto tu sombra / que ya nada me queda de ti. / Sólo me queda ser sombra entre las sombras, / ser cien veces más sombra que la sombra, / ser la sombra que regresará y regresará / a tu vida plena de sol.» Termino de leer esos versos desesperados y me encuentro con unas declaraciones en las que la primera ministra italiana anuncia el advenimiento de una nueva época tras su abrumador triunfo en las urnas; y deseo que, por una vez, los espejos con los que se entretiene jugando la historia tengan los cristales rotos.
Recomponer un olvido
Hace unos años, la editorial Hoja de Lata, que comandan Laura Sandoval y Daniel Álvarez Prendes desde un piso del barrio gijonés del Natahoyo, comenzó a reivindicar la obra de Luisa Carnés, hasta entonces una absoluta desconocida para la mayoría de los lectores, confinado como estaba su nombre en las investigaciones académicas que de vez en cuando se llevaban a cabo en torno a las mujeres que habían escrito algo en España durante la primera mitad del siglo pasado. Comenzó el rescate con Tea Rooms, que muchos consideran su mejor libro —una novela-reportaje en la que cuenta las condiciones en que se desarrollaba el trabajo de las mujeres en la década de 1930, alumbrada a partir de su propia experiencia como camarera en un salón de té—, continuó con Trece cuentos y ha tenido hasta ahora su último capítulo con la recuperación de un breve ensayo sobre Rosalía de Castro que Carnés escribió al término de la Guerra Civil, cuando ya se había exiliado en México. Fue una iniciativa osada que, poco a poco, recogió frutos: el nombre de Luisa Carnés volvió a aparecer en las páginas de los periódicos, emergió en las mesas de novedades de las librerías y salió al encuentro de un público que la resarció del olvido en el que se la había mantenido durante tres cuartos de siglo. Otras editoriales se sumaron a tan loable misión. Renacimiento —que ya en 2014 había sacado a la luz De Barcelona a la Bretaña francesa, una crónica de su salida de España a raíz de la derrota republicana— recuperó en 2017 la novela El eslabón perdido, en la que Carnés trataba el conflicto entre los exiliados españoles y sus descendientes, y Espuela de Plata dio nueva vida en 2018 y 2019 a sus cuentos completos y a Natacha, que al igual que Tea Rooms bebe de las experiencias laborales de la autora, en este caso en un taller textil. Con todo, la mejor noticia para la memoria de Luisa Carnés llega ahora que el BOE propone Tea Rooms como lectura recomendada para la asignatura de Lengua Española y Literatura en el segundo curso del bachillerato. Es un resarcimiento necesario y también un homenaje silencioso a quienes, a lo largo de estos años últimos, se han empecinado en conseguir que el recuerdo de Luisa Carnés no se extraviara entre los surcos del tiempo.
La genialidad y el esfuerzo
Cualquier persona que alguna vez haya escrito algo con una intención, vamos a decir, artística, aunque sólo lo fuera vagamente —me refiero a una novela, un ensayo, un poema, una canción— sabe bien el tiempo que lleva, las dudas que surgen en el camino, la frustración inevitable que nace de la certeza de que aquello que finalmente concretamos no se corresponde exactamente con la idea que teníamos en la cabeza. Es esta última una cuestión que sólo se solventa, siquiera parcialmente, cuando la obra en cuestión recibe el aplauso o la connivencia de sus receptores, y es entonces cuando el creador ve reforzada su autoestima y puede sentir la tentación de afianzar su propio ego por dos vías: la de destacar el sufrimiento que padeció durante el proceso, lo mucho que le costó dar forma a eso que al fin llega a nuestros ojos u oídos, o la radicalmente opuesta, que consiste en asegurar o fingir que aquello que tanto placer o compañía o consuelo ofrece a quienes lo degustan surgió de una manera casi espontánea, lo que no dejaría de evidenciar la genialidad de quien lo ha urdido. Cuentan que Bob Dylan y Leonard Cohen se sentaron una tarde a tomar café en una terraza de París. En un momento dado, Dylan preguntó a Cohen cuánto tiempo le había llevado escribir su canción «Hallelujah», que en aquellos momentos —no fue instantáneo, había pasado inadvertida cuando se publicó en el disco Various Positions y tuvieron que transcurrir algunos años para que se convirtiera en una de sus composiciones emblemáticas— había calado hondo y estaba conociendo nuevas versiones elaboradas por músicos de muy distintos géneros que la llevaban hacia sus territorios respectivos —entre ellos, John Cale o Jeff Buckley, también Enrique Morente y Lagartija Nick en su fascinante Omega—. «Un par de años», respondió Cohen; pero en realidad mentía: le había llevado alrededor de siete, pero el ego o el pudor le impidieron reconocer la verdad. Se quedaron en silencio y, al cabo de un rato, Cohen se sintió obligado a corresponder al interés bienintencionado de su colega y le preguntó cuánto había tardado él en terminar «Just Like a Woman», que era —y es— uno de sus himnos ineludibles desde que la dio a conocer en el álbum Blonde on Blonde, de 1966. La respuesta de Dylan fue inmediata: «Quince minutos», informó satisfecho. Después, terminaron sus cafés.
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