A fines de los años 80 del siglo XX, un abogado de cierta fama política, integrante de alguno de los grupos de la izquierda peronista simpatizantes —más que participantes— de la lucha armada, cercanos a Montoneros, a las FAP, a las FAR, a toda la retahíla de siglas, Ignacio “Chiche” Gopo, exiliado cómodamente en París, había publicado un libro contra el “colaboracionismo artístico e intelectual” durante la dictadura del 76/83.
Gopo había dirigido revistas en las que se celebraba o pedía la muerte de sindicalistas o sacerdotes durante la primera mitad de la década del 70, probablemente hubiera colaborado directamente con algunos de los asesinatos. Pero tras el exilio en París, se había convertido en una versión solemne de Pepe Curdele —el personaje de Biondi—: jurisconsulto y mangiapapeles. Al igual que Curdele, Gopo le daba duro y parejo al tinto, al scotch, a lo que hubiera, preferentemente de garrón. No quedaba claro si su exilio había estado precisamente motivado por la dictadura de Videla o por un sector de la derecha peronista que buscaba el ojo por ojo. Pero lo asilaron como a un héroe en París. La esposa de Miterrand lo recibía en sus tertulias con macarons, junto a líderes del terrorismo internacional, asesinos de niños, ponedores de bombas en lugares públicos. Pronto pegó un cargo como jurisconsulto en el Alto Comisionado de la ANU para la investigación de los crímenes de guerra en la “contienda civil procutoriana” (sic). Algo relacionado con Haití, Honduras, Martinica… ni él mismo sabía de qué se trataba. Nunca pudo descifrar el término: “procutoriana”. ¿Sería un gentilicio? ¿Una categoría de las Ciencias Sociales? ¿Una traducción fonética del flamenco o el francés? ¿O quizás un error de tipeo? Gopo —solía declarar ser más “evitista que peronista”— había encontrado la razón de su vida. Le pagaban en dólares, veía fotos de cadáveres. Bastaba hablar contra los gobiernos electos y defender a los insurgentes. Una vez lo llevaron en ambulancia hasta la frontera entre El Salvador y Guatemala. Por unos instantes temió que lo hicieran trabajar en serio, pero pronto llegaron los colegas de otro grupo de autoayuda, munido de comunistas chilenos financiados por lo que quedaba de la Alemania Oriental soviética, y el supuesto momento de riesgo terminó en la residencia de un izquierdista guatemalteco, terrateniente cafetero, en una bodega de whisky de alta gama, hasta altas horas de la madrugada.
Como si este totalmente injustificado cargo rentado no le bastara para vivir de arriba e impune de sus propios crímenes, Gopo quiso retomar la actividad editorial en Argentina, bruscamente interrumpida en su huida al exilio dorado.
Con la colaboración —nunca mejor utilizado el término— de dos jóvenes periodistas en el territorio —a las cuales pagó con la mera mención de su nombre en la solapa interna—, Gopo descerrajó acusaciones contra prácticamente cualquier individuo que hubiera desarrollado algún tipo de actividad cultural o artística entre 1976 y 1983. No se salvaban ni los técnicos de sonido. Entre sus víctimas —antes lo habían sido de sus proclamas violentas, ahora de sus acusaciones— figuraba un autor de telenovelas. Se llamaba Patricio Leporo y había logrado el éxito con una sola de sus ficciones: La puerta entreabierta. Aunque la telenovela fue protagonizada por actores de fama incipiente, y la temática tenía sus bemoles —por primera vez se jugaba lateralmente con la atracción entre hombres, de un modo sutil pero inconfundible—, logró picos de rating memorables. Por algún motivo, a Gopo se le ocurrió que Leporo había “colaborado” con la dictadura. En una de las emisiones, aparecía un policía, de civil. Ese policía generaba cierta atracción soterrada en uno de los protagonistas. El suceso, apenas un par de minutos en el episodio, alcanzaba, según Gopo, para condenar a Leporo. La insolvencia de la acusación era tan evidente que hubiera bastado con dejarla pasar, pero en las vísperas de la recuperación democrática esa clase de acusaciones, sobre todo provenientes de exiliados de la gauche divine, crecían en campo fértil. Leporo padeció la ubicuidad de la acusación. Pronto se enfermó. En el año 1987 murió. En el año 1989 Javier Mossen fue contactado por la familia Leporo —hijas, tía, sobrinos— para publicar un libro en su defensa, que redimiera su memoria. Pronto Mossen se encontró en París, entrevistando a Gopo, de cuya pluma despiadada había surgido por primera vez la acusación. En la relectura del libelo de Gopo —prácticamente todo el volumen constaba de injurias y difamaciones, pero el capítulo contra Leporo calificaba como libelo—, Mossen descubrió en el ataque aristas de homofobia, por entonces muy común entre la izquierda revolucionaria, que consideraba a la homosexualidad una enfermedad imperialista. El castrismo cubano los encerraba en campos de reeducación, mientras que el delegado de Guevara en la Argentina, el nazi Jorge Ricardo Masetti, los condenaba a muerte por fusilamiento.
En el despacho del Alto Comisionado de la ANU destacaban tres imágenes: la foto enmarcada de un sonriente Gopo dándole la mano a Yasser Arafat, un dibujo de Gopo abrazando a un dirigente etarra, y la cara del propio Gopo encima del escritorio, uno de los precursores de la barba candado cana.
—He leído e investigado el guión de Leporo, La puerta entreabierta, televisado a mediados del año 76 —explicó Mossen—. Y he llegado a una conclusión indiscutible: se escribió íntegramente en el año 1974, y no fue alterado durante el rodaje. Es imposible que tenga alguna relación con la dictadura de 1976.
—Hay que leer entre líneas —replicó Gopo—.
—Le estoy diciendo que se escribió en el 74 y no la modificaron —reiteró Mossen.
—Lo importante es la fecha en la que se emitió —apuntó Gopo—. Pudo haberlo impedido.
—No se me ocurre algún motivo por el cual Leporo hubiera querido impedir que se proyectara su telenovela —reflexionó Mossen—. Pero aun así no hubiera podido: la había vendido.
—Muchos de nosotros debimos marchar al exilio mientras se proyectaba su telenovela —suspiró solemnemente Gopo.
—Otros tantos no pudieron exiliarse porque ustedes los habían asesinado —comentó Mossen—. En cualquier caso, esa telenovela no tenía ninguna relación con ningún apoyo a ninguna dictadura, se emitiera en el año en que se emitiera. La familia exige que usted incluya una disculpa pública, en mi libro o en cualquier otra forma.
—Imposible —sentenció Gopo—. No claudicaré en mis principios.
Y poniéndose por primera vez unos lentes de farsante, alzándolos para mirar a Mossen de un modo ambiguo, descerrajó:
—También a vos te puedo arruinar la vida, llegado el caso.
Mossen dio por terminada la entrevista y se marchó sin saludar. La secretaria del Alto Mando de la ANU, con unos aros rituales, peinado político y vestimenta revolucionaria, tampoco lo despidió. En los primeros meses del menemismo se publicó el libro de rescate de Leporo. Para entonces, la fama del autor de la telenovela se había esfumado por completo, también la injuria.
Gopo acababa de pegar un nuevo puesto, esta vez al servicio del presidente argentino, en medio del Indulto —Gopo colaboró en su redacción, sumando pingues honorarios—, sin renunciar a su puesto en la ANU, del cual siguió cobrando en dólares hasta la noche de su discreta muerte cirrótica, tras fungir como Alto Ladero del tercer gobierno kirchnerista.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
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