A los amantes de la literatura nos pasa, en la búsqueda constante de un libro que nos sacuda el alma y nos toque el corazón, la lectura de textos que a veces nos emocionan, otras nos entretienen y que, en algunos casos, terminamos solo por el honor de decir que no abandonamos.
Viene después el viaje en el que uno está ya allí, y misteriosamente puede sentir la frescura del Bosque de los duendes, la belleza verdosa del lago, el aire cargado de presagios que producen las tataguas en su aleteo impenitente, la tristeza eterna de Nicolás, los desvaríos mentales de María, la belleza frustrada de Marian, los dilemas perennes de Apolonia, la mirada profunda de Juana, la ausencia siempre doliente de Josué. Y cuando este lector se da cuenta, está metido hasta la médula en un mundo mágico y al mismo tiempo real, en una casa de presencias humanas, y de espíritus y fantasmas negados a partir, en una familia de trashumantes que salieron de una Bahía de sal (pueblo homónimo de la primera novela de esta trilogía y premio Juan Rulfo-México, 2016) en busca de la tierra prometida, y que después de la dolorosa pérdida de los abuelos y patriarcas se tiene que conformar no con lo que anhelaba, sino con lo que encuentran.
Todo eso, así en tropel, me ocurrió con Avándaro, la novela más reciente de Gabriela Guerra Rey, publicada en España por Grupo Editorial Traveler, 2023. Así de golpe, apenas leer los primeros párrafos, Gabriela logra, con su segunda entrega de la Trilogía del agua, una obra magistral en la que ha hilvanado, con poesía y palabras, el camino de los expatriados, de quienes lo abandonan todo en busca del eterno sueño de un lugar mejor, que en la mayoría de los casos se convierte en la tierra posible y no la prometida. Una vez en el viaje, los emigrantes son juguetes del destino y, ya sea a bordo de una pequeña barca, como la que abordaron con sacrificios los Ibarra-Tolentino, de un avión o de un camión de carga que los oculta entre su mercancía, como ocurre en México todos los días, irán a padecer, a navegar lo incierto, sujetos, como Ulises, a los caprichos de los dioses, expuestos a todo tipo de penurias.
Entonces el viaje que los errantes inician con un anhelado se transforma en travesía por la incertidumbre, el dolor y la pérdida y, al final, si tienen suerte y los dioses se compadecen de ellos, encuentran un puerto intermedio entre su tierra y su sueño, y algunos, como los personajes de Gabriela, se quedan en Avándaro, creyéndolo solo un sitio de transición, donde ocurrirá finalmente la vida.
Gabriela construye el drama migrante, que hoy tenemos a flor de piel en México y el planeta, como hilo conductor, para adentrarnos en un mundo mágico, a la vez que crudo y real. Un mundo donde, en los bordes del paraíso, en medio de los bosques de pinos y oyameles, y de un lago encantado al que rodea el pueblo, se ubica la casa de la familia nómada Ibarra-Tolentino.
Rodeada de vida, pervive allí el estigma de la “locura contagiosa”, que habrá traído la familia en su bregar. La cotidianeidad se deshilvana en las batallas de su propio mundo, plagado de recuerdos y nostalgia, y en el intento por pertenecer a un pueblo que los acoge y acepta sin dejar de referirlos nunca como los de fuera.
Entonces la magia y la poesía de Gabriela revelarán la historia de los seres fantasmales que deambulan por la casa y los seres vivos que libran las cruzadas humanas cotidianas, al tiempo que ocultan dolorosos e inconfesables secretos familiares.
Intentarán conservar la memoria de sus antepasados, del hermano desaparecido, manejar los dones de la adivinanza y la escritura como medios para trascender el tiempo y guardar no solo la historia de lo que quisieron y no pudieron ser, sino de lo que finalmente fueron.
La larga noche del realismo mágico vuelve a despertar en la escritura de Gabriela, más intenso y poético que como podemos hoy recordarlo. La palabra “Avándaro” cobra un nuevo sentido para los mexicanos, que la asociamos con dos referencias: la primera, un bosque mítico, donde los jóvenes de los alocados años 70 se destaparon y se liberaron de la opresión de un sistema autoritario, bailando y gritando notas de rock and roll, mientras consumían marihuana y alucinógenos, y la otra, que vino después, la instalación de una colonia de clase alta donde proliferaron las mansiones de los ricos, los clubes de yates, los restaurantes y tiendas de productos de lujo y equipos náuticos para divertir a la “sacra” sociedad.
En medio de estos dos mundos, que no pudieron ser más opuestos y que perviven en el inconsciente colectivo mexicano, emerge, majestuoso, exuberante, el Avándaro de Gabriela, que sin embargo terminará por robarse la tranquilidad de oriundos y emigrados.
Gabriela reaviva, enciende el realismo mágico al nivel de sus grandes maestros: Carpentier, Asturias, Pietri, Rulfo o Garro; su prosa y su poética son equiparable a las del Gabo, Fuentes o Amado. Pero la riqueza de su novela no se agota en la belleza de la escritura. Como exponente de la literatura iberoamericana del siglo XXI, pero también de la prensa contemporánea latinoamericana, Gabriela nos muestra a su periodista interior en Apolonia. Página tras página, después de atrapar al lector con un golpe de efecto de palabras, metáforas y personajes, nos va llevando, casi sin darnos cuenta, de lo mágico y lo bello a lo más duro y doloroso de nuestra realidad.
Migración y narcotráfico, dos lanzas que hoy atraviesan el cuerpo de esta nación herida que es México, son rigurosamente retratadas en la novela de Gabriela. No hay uno solo de sus personajes que no resulte entrañable y nos genere empatía instantánea, quizás porque nos vemos reflejados en ellos, pero entre Nicolás y sus sueños de grandeza frustrados, entre Marian y su belleza atada a un perdedor, entra Juana, su larga y pelirroja trenza, sus dotes de adivina y su pasión desenfrenada por un Martín pescador, emerge esta Apolonia, joven y narradora, convertida sin desearlo en el ancla de su familia, de antemano perdida.
Será ella, Apolonia, la que nos adentre en las venturas y desgracias de los Ibarra-Tolentino, la que nos diga sin decirnos un secreto doloroso e inconfesable, la que obligada por las circunstancias se convierta en madre de su propia madre y de su propia hija, que es al mismo tiempo hermana. Será Apolonia la que nos descubra la sexualidad en el suelo de los bosques, y con la que aprendamos a leer los presagios de las tataguas que llegan cada verano a colgar augurios en las ramas de los pinos, robles y oyameles. Pero también será Apolonia la que nos narre, ya como reportera y cronista, el infortunio que se asoma por Avándaro entre 2015 y la tercera década del siglo: hombres armados hasta los dientes que vienen a apropiarse del pueblo y sus bosques, y militares que, lejos de combatirlos, se convierten en sus aliados.
A través de los reportajes de Apolonia, viviremos el drama de México en los últimos 18 años. La pérdida paulatina de la tranquilidad de un pueblo que simboliza a todos los pueblos del país, y que poco a poco, sin poder defenderse y abandonado por sus autoridades, ve desaparecer a sus hijos.
La obra de Gabriela trae esa actualidad que de tan dolorosa hemos aprendido a normalizar, a ignorar, a pretender que no existe y que solo afecta “a los que andan en malos pasos”. Mientras todos agachan la mirada y voltean para otro lado, Apolonia alza la voz para acusar la presencia de los narcos, de los militares cómplices, para denunciar las desapariciones de niñas y jóvenes. Y es ahí donde Apolonia que ha vivido siempre dividida entre los recuerdos familiares de Bahía de sal y su pertenencia a Avándaro, encontrará finalmente un destino. Emprenderá el viaje migrante, ya no por decisión, sino por seguridad, cuando el cáncer del narcotráfico termine robándole el encanto al Avándaro de lagos y bosques encantados. Será Apolonia, al final, la que rescate la memoria de sus desterrados y la única de los Ibarra Tolentino que alcance, si eso es posible, alguna promesa de eternidad.
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Autora: Gabriela Guerra. Título: Avándaro. Editorial: Fábula Nova. Venta: Todos tus libros.
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