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Enrique Díaz Álvarez: «Confío en el poder de la palabra para comprender la violencia» - Zenda
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Enrique Díaz Álvarez: «Confío en el poder de la palabra para comprender la violencia»

La palabra que aparece: El testimonio como acto de supervivencia es un libro nacido del desasosiego y de la necesidad de Enrique Díaz Álvarez de comprender la violencia extrema que azota México desde 2006, cuando Felipe Calderón ordenó la militarización del país para desmantelar las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas. Desde entonces han muerto...

Foto de portada: Rodrigo Surrello

La palabra que aparece: El testimonio como acto de supervivencia es un libro nacido del desasosiego y de la necesidad de Enrique Díaz Álvarez de comprender la violencia extrema que azota México desde 2006, cuando Felipe Calderón ordenó la militarización del país para desmantelar las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas. Desde entonces han muerto más de 250.000 personas y desaparecido otras 60.000, mientras se cuentan más 350.000 desplazados. Aunque Andrés López Obrador declaró el final de la guerra al narco, no ha levantado la militarización del país, la cual ha servido para estandarizar un estado de excepción que es la coartada para los abusos de las fuerzas armadas y equiparan la acción del gobierno con la de los grupos criminales. En consecuencia, la sociedad mexicana padece una crisis sin precedentes, en la cual los más vulnerables están sobrexpuestos a la violencia y se sacrifican por el mismo modelo que los desecha.

En el “México forense” que preocupa a Díaz Álvarez, los muertos comenzaron a acumularse impunemente desde la década de los noventa, tras la consolidación del programa neoliberal. Roberto Bolaño habla de los feminicidios en Ciudad Juárez en su novela 2666, con lo cual pone una luz cenital sobre el sistema que produce cadáveres. Las desigualdades sociales, la narrativa bélica y el culto a una masculinidad malentendida, entre otros factores, que ya estaban presentes entonces, cobran fuerza con la guerra al narco, haciendo creer que existen vidas superfluas, incluyendo la de criminales y los que cooperan con ellos, a quienes se debe aniquilar para reestablecer el orden. Esto justifica las muertes colaterales, cultiva la indiferencia y expropia el derecho al duelo, inscribiendo la desigualdad dentro de las instituciones y justificando la violencia atroz. Según Hannah Arendt, incluso en los tiempos más oscuros todos tienen derecho a esperar un poco de luz. A esto se aferra Díaz Álvarez, que está convencido de que la posibilidad de reconstruir el tejido social de su país comienza hilando los testimonios que permitan combatir la normalización de la violencia.

El tejido que ha fabricado para explorar el poder de los testimonios en La palabra que aparece comienza mucho más atrás en la historia. Se remonta hasta la conquista de Tenochtitlán o hasta la guerra de Troya. Díaz Álvarez hace gala en su libro de varias décadas de amor a la sabiduría. Porque es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y se especializa en el alcance ético de las prácticas narrativas. Destaca en su obra anécdotas como la de Simone Weil, que después de releer la Ilíada durante la ocupación nazi de Francia rechazó la idea de que la noción de clases sociales fuera clave para comprender la historia y prefirió poner en el centro de las relaciones sociales a la mecánica de lo que llamó “las fuerzas que arrebatan”, es decir: el poder. Dedica también un extenso capítulo a los supervivientes de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, no solo las víctimas que se avergonzaban de seguir vivas donde otros habían muerto o lo que temían a las consecuencias radioactivas sino también al efecto que la situación tuvo sobre algunos victimarios, para referirse a las “zonas grises” de los conflictos. Tal visión universal del poliédrico problema de la violencia le hizo merecedor del más reciente premio Anagrama de Ensayo. Y en este momento, cuando Ucrania sufre una trágica agresión por parte de las tropas rusas, La palabra que aparece toma una vigencia inusitada.

*****

—A lo largo del libro apelas a la literatura, las artes plásticas y el cine para analizar de qué manera en esas disciplinas se ha utilizado el testimonio para humanizar a las personas en casos de violencia extrema. Una antigua crítica contra los medios de comunicación es que difunden discursos violentos, que supuestamente desensibilizan al público frente a la violencia. ¿Esta discusión tiene sentido?

"Comencé a escribir este libro porque me preocupaba la normalización de la violencia"

—Comencé a escribir este libro porque me preocupaba la normalización de la violencia. El tema nos inquieta y nos fascina. Por eso no dejarán de existir películas u otras formas artísticas que se refieran a la guerra. Los medios de comunicación tienden a explotar con efectismo estos dramas, y lo vemos ahora con la invasión a Ucrania. Confío en el poder de la palabra para comprender la violencia. Se ha argumentado la tendencia innata de los humanos a la guerra, pero no se piensa que también tenemos una pulsión tremenda por narrarla. Lo necesitamos porque hay algo que escapa a la crueldad y está ligado a la experiencia bélica. La posibilidad de trascender las lecturas binarias de la guerra comienza por atender a los testimonios. Eso hace Svetlana Alexiévich, cuya obra gira en torno a los testimonios anónimos. Ella construye un relato coral que nos aproxima a lo que ocurre en su sociedad. La manera de evitar la anestesia causada por tantas imágenes atroces es tomar en cuenta ciertas historias que nos conmueven, literalmente: nos con-mueven, es decir nos mueven hacia los demás.

Foto: Rodrigo Surrell

—¿Cómo reconfigura nuestra percepción de los testimonios la omnipresencia de las redes sociales?

—Me preocupa que la sobreexposición a tantas historias de vida nos haga perder la sensibilidad para reconocer a cuáles historias debemos prestar atención. ¿Cómo hacer para que ese marasmo de fragmentos no nos anestesie frente a las denuncias que salen por estos mismos medios? Y me inquieta la tendencia al victimismo. Debemos distinguir a las falsas víctimas; nuestra atención debe estar sobre las mujeres y hombres que habitan contextos de violencia y apelan al testimonio porque tienen en la palabra el último recurso para hacer que su agravio cuente. En contextos de violencia o de impunidad extrema, la palabra es el último recurso. A diferencia de la anécdota, el testimonio nos compete de una forma íntima porque se trata de alguien que se expone y nos expone, porque nos ofrece algo que nos afecta.

—¿Qué papel juegan en el imaginario colectivo series como Narcos, que muestran con glamour la vida de los miembros del crimen organizado, en la consagración como superhéroes de los que llamas “jefes sociópatas”, señores entre los sicarios?

"Muchas veces nos preguntamos cómo evitar la violencia y las guerras. Se trata de interrogarnos sobre las pulsiones violentas, asumiendo que por naturaleza tendemos al conflicto"

—Ese tipo de narrativas no ayudan a comprender el fenómeno porque caen en el relato épico. Son la imagen invertida del relato heroico y canalizan nuestra fascinación con el héroe en la historia de la vida del villano, encarnado por el galán de turno, que en muchos casos representa a sociópatas. Busco la otra imagen. Me interesan las opciones escondidas por el algoritmo de Netflix, documentales en los cuales el papel central lo tienen los testimonios como relatos corales que no gravitan alrededor de los poderosos, sino de los desechados por el sistema. Esas películas no cuentan con el fervor de la audiencia. Pienso en La libertad del diablo, de Evelardo González, que está en Netflix. Allí da voz a víctimas, a sicarios, a policías y demás actores en la guerra al narco. A todos les hace llevar máscaras de quemados graves. El documental explora la zona gris y cuestiona nuestra manera de acercarnos al problema.

—En el libro te refieres a la “supervivencia como momento de poder”, una tesis expuesta por Elías Canetti en Masa y poder, según la cual el miedo a la muerte se disuelve cuando se descubre que el muerto es otro. En el caso de los jóvenes sicarios de México la reflexión es relevante, pues ellos —casi siempre son hombres— pueden ser considerados víctimas tanto como victimarios. Por eso propones reflexionar sobre los conflictos a través de las zonas grises…

—Muchas veces nos preguntamos cómo evitar la violencia y las guerras. Se trata de interrogarnos sobre las pulsiones violentas, asumiendo que por naturaleza tendemos al conflicto. En el libro me refiero a una carta de 1932 que Einstein escribe a Freud en la cual pregunta si hay un camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra. Desde Thomas Hobbes estamos reflexionando sobre nuestra supuesta inclinación a la violencia. Para Hobbes, el Estado debía infundir miedo a las personas por medio de la represión, obligándolas a dejar de lado sus apetitos homicidas; el Estado tendría así la función de infundirnos miedo para que reprimiéramos nuestros impulsos violentos. Pero estas explicaciones no me interesan mucho. Son excusas biológicas para la violencia, como si no hubiera nada que hacer al respecto. Más interesante, por enigmática, es la noción de poder de Canetti: se trata del deseo inconfesable de salir vivo de los problemas mientras otros caen. Esa una noción inquietante, pero ayuda a comprender por qué cuando los jóvenes sicarios se refieren a ciertas acciones bárbaras las describen como su único momento de poder: solo así se han sentido respetados.

Foto: Rodrigo Surrell

—¿A quién corresponde crear tales zonas grises?

—La zona gris es un concepto que recupero de Primo Levi. Define al testigo superviviente por excelencia del Holocausto. Algo que perturbaba a Levi era que las dicotomías del tipo blanco y negro no alcanzan para comprender situaciones de violencia extrema como las que él vivió, aun cuando creamos que la violencia es inherente a nuestra naturaleza. Comprender la realidad exige algo más: explorar la zona gris. Eso significa transitar el camino que va de la víctima al verdugo. En Levi se trata del intento por dar voz a los sonderkommando. En México llegamos a un momento de violencia tal que para comprenderla no alcanza el testimonio de las víctimas ni de sus familiares. También debemos acercarnos a los victimarios y a los verdugos, aunque nos incomode. 

—Apelas a la noción de “biopolítica” de Michel Foucault para decir que la manera como se sobreexpone a ciertas personas a la violencia y se segrega a quienes se enmarca como potencialmente peligrosos para la conservación de la sociedad es una forma de control de la población que, con frecuencia, se convierte en asesinato indirecto. Pero Foucault también señala que el poder no está en un solo sitio ni se trata de un grupo que hace presión sobre otro, como implica la visión marxista. Lo identifica con una estructura de discursos compartidos por todos. Como esto incluye a los testimonios, ¿qué papel juega la palabra del superviviente para desmontar el control de la población?

"La forma de poder del testigo y del testimonio está en la palabra, que es el recurso de quienes solo tienen nada; toman la palabra para hacer que esta cuente"

—Foucault es una coartada. Su noción del poder es revolucionaria, pues no le interesa definirlo. Quiere escapar del modelo jurídico del contrato social y de la noción de que se trata de un bien intercambiable. Piensa en el poder como una relación de fuerza; ni siquiera habla del poder en singular sino en plural, concibe a sociedades conformadas por archipiélagos de poderes. Esa noción reticular del poder me ayudó a comprender que las prácticas artísticas pueden ser actos de resistencia política. Concebir al poder en red lo muestra a través de nodos, señalando que allí en donde hay poder hay también resistencias. Entre estas resistencias se encuentran las prácticas artísticas, que se erigen como formas de acción contra la violencia de género, la del Estado o, incluso, contra la violencia estructural. La forma de poder del testigo y del testimonio está en la palabra, que es el recurso de quienes solo tienen nada; toman la palabra para hacer que esta cuente. Es un aporte modesto, pero es una forma de acción que busca sobrevivir a la persona misma. 

—Desde la entrada del siglo nos habíamos acostumbrado a las guerras que llamas “sin relato”. Ya no se trataba de soldados enfrentándose a otros soldados en el terreno, sino de aviones teledirigidos por potencias militares que seleccionaban a quién asesinaban. Escribes: “La apabullante asimetría que acompaña la tecnología militar ha generado una forma de guerra post heroica: sin cuerpos, sin riesgos, sin reconocimiento, sin trauma, sin épica”. Pero la Guerra de Ucrania vuelve a lo de antes. ¿Será una guerra con relato?

—La nueva guerra desconcierta por su carácter intempestivo, nos lleva al siglo XX. Hace tiempo que las guerras no se declaraban formalmente, ni estaban protagonizadas por dos ejércitos nacionales que pelean palmo a palmo, con uniformes bien diferenciados, por un territorio. Desde los ataques del 11-S y la llamada “guerra contra el terror” nos habíamos acostumbrado a operaciones militares fulminantes contra personas y grupos más o menos difusos, y con ella a los eufemismos cínicos del tipo bombardeo “humanitario” o “quirúrgico” y los “daños colaterales”. Hace un par de años, por ejemplo, el ejército de Estados Unidos aniquiló en un ataque con drones contra el aeropuerto de Bagdad a un alto general iraní, sin que luego ocurriera gran cosa. La invasión rusa de Ucrania, en cambio, nos regresa a la vieja movilización de tropas de jóvenes desorientados que reciben una orden criminal y a un pueblo cercado que planta una resistencia feroz, con bajas civiles que ya se cuentan por miles.

—¿Y cómo cambia eso la dinámica?

"Aun suponiendo que las tropas rusas finalmente consigan entrar en Kiev, les sería muy difícil controlarla"

—La guerra de Putin está destinada al fracaso. Y es que por más que parezca una guerra del siglo XX, la propia interdependencia e interconexión global permite medidas de este siglo, como las sanciones que llevan a la asfixia económica y a dañar los intereses de los oligarcas rusos —lo que por esa misma interconexión también se llevará por delante a grandes empresarios occidentales que hacen negocios millonarios con ellos—. Por otra parte, la guerra ha devenido en un fenómeno urbano, por lo que, aun suponiendo que las tropas rusas finalmente consigan entrar en Kiev, les sería muy difícil controlarla: la misma forma y entramado de la ciudad permite nivelar un poco la asimetría de las fuerzas militares. Lo que en campo abierto resulta imposible defender por no contar con la misma artillería o aviones de combate, suelen permitirlo las calles y los edificios en ruinas de la ciudad, en los que, entre otras cosas, se hace muy difícil distinguir entre soldados y civiles. La propia resistencia de los ucranianos hace pensar que podemos ser testigos de una guerra larga y con un alto costo humano.

Foto: Rodrigo Surrell

—Dices en el libro que si bien parece como si las imágenes de los conflictos vinieran después de estos, resulta que no. ¿Cómo esas imágenes en “tiempo real” cambian el testimonio del conflicto?

—Esta guerra parece escandalizar y afectarnos más que otras porque sucede a las puertas de Europa. Solemos pensar que las imágenes vienen después de la guerra y sus desastres, pero hace tiempo que ellas son parte clave de la propia guerra. Vivimos también una guerra de imágenes. Putin no puede contener la cantidad de testimonios orales y visuales que nos llegan cada día. Y sus efectos. Ahí está la rapidez con la que los ciudadanos ucranios registran y hacen circular con sus teléfonos móviles las imágenes que demuestran que el objetivo del ejército ruso no fue un enclave de interés militar, sino una escuela, un refugio o un hospital. La Guerra de Ucrania nos revela hasta qué grado el testimonio ha devenido en una forma de acción, en un acto de supervivencia. Creo que la nueva amenaza nuclear tendría que llevarnos a releer el testimonio de los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki para evitar a toda costa que se repita un ataque nuclear. En el libro me detengo en los hibakushas que entrevistó John Hersey, en el diario de un médico de Nagasaki o en la historia de Claude Eatherly, el atormentado piloto de Hiroshima que, al darse cuenta de las consecuencias de su acción individual, rechazó ser condecorado como héroe por el ejercito estadounidense hasta convertirse en un emblema o referente de la lucha antinuclear. Produce escalofrío ver la rabiosa actualidad que hoy en día han cobrado esta clase de testimonios y narrativas.

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Michelle Roche Rodríguez

Michelle Roche Rodríguez es narradora, crítica literaria y periodista. Ha publicado la novela Malasangre (Anagrama, 2020), el libro de cuentos Gente decente (Premio de Narrativa Francisco Ayala, 2017) y el ensayo Madre mía que estás en el mito (Sílex, 2016).

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