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Enrique Arce: “Si no te paras tú, te para la vida" - Zenda
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Enrique Arce: “Si no te paras tú, te para la vida»

Fotografías: ©Victoria R. Ramos. Rebasados ya los 40 años de edad, a pesar de su más que razonable éxito profesional Arce no era feliz, y ese tiempo de espacio, silencio, introspección, lecturas y búsqueda de respuestas le sirvió para tocar fondo, caminar hacia la bocana del túnel, pasar por los vestuarios a analizar lo que...

El 30 de abril de 2014 fue un día clave en la vida del actor valenciano Enrique Arce. El intérprete, famoso por La casa de papel —la serie de habla no inglesa más vista de la historia en Netflix—, pero también veterano de Periodistas, Compañeros, Física o química, Amar en tiempos revueltos y El tiempo entre costuras, estaba en Londres para ver un partido de la Liga de Campeones entre el Chelsea y el Atlético de Madrid, y durante el transcurso de su estancia se metió en una discusión futbolera que empezó con broncas sobre José Mourinho y desembocó en una paliza que le dejó el rostro desfigurado durante semanas. Como no quería que lo vieran de esa forma de vuelta en España, y en una profesión donde la cara es la principal tarjeta de presentación no podía trabajar ni ir a castings, Arce pasó un tiempo a solas que, afirma tajante, le cambió la vida.

Fotografías: ©Victoria R. Ramos.

Rebasados ya los 40 años de edad, a pesar de su más que razonable éxito profesional Arce no era feliz, y ese tiempo de espacio, silencio, introspección, lecturas y búsqueda de respuestas le sirvió para tocar fondo, caminar hacia la bocana del túnel, pasar por los vestuarios a analizar lo que había pasado en el primer tiempo y salir de allí otra vez, dispuesto para jugar los segundos 45 minutos de su vida. Y la actitud con la que ha saltado al campo tras el descanso es la de que en la vida hay que escoger el camino que verdaderamente uno desea antes de que se nos acabe el partido. Como dice uno de sus personajes, “en la vida, como en el fútbol, lo más importante siempre pasa en el segundo tiempo”.

A los 19 años, Arce acompañó a su novia de entonces a un casting, y a quien acabaron escogiendo fue a él, pese a no tener ninguna formación como actor. Desde entonces ha ido encadenando trabajos con bastante fortuna, últimamente tanta que se alegra de que sea ahora y no antes, porque hace veinte años esto —dice— podría haber acabado con él: “Podría habérmelo creído”. Antes, el valenciano había tenido una vocación de escritor a la que solo ahora ha dado rienda suelta con esta su primera novela, llena de personajes que, al igual que él, alcanzan un punto de sus vidas, a menudo sacudidos por un hecho dramático, en el que necesitan pararse, enfrentarse al riesgo de mirarse hacia adentro sin máscaras ni artificios y decidir si lo que están haciendo, sea con fama y éxito internacional o sea como anónimo habitante de barrio, es lo que les llena, o si es hora de cambiar de rumbo antes de que sea demasiado tarde.

Para Arce, una de esas cosas hasta ahora inexploradas suficientemente es una pasión literaria, volcada aquí en un relato donde utiliza piezas desencajadas del puzzle de su propia vida: el niño tímido con gafas de culo de vaso, el abuso de drogas y alcohol tras la fama, la búsqueda de la adulación externa, el ansia de control, la necesidad autoimpuesta de éxito, el ruido que no te deja mirar tu brújula interior, la figura de su yaya encarnada en personaje que simboliza a todas esas mujeres de la posguerra atadas a una España gris que las sometía y no las dejaba perseguir sus sueños… Todo ello para componer una historia, más que de superación, de autoconocimiento y, hasta cierto punto, de escarmiento en cabeza ajena.

Es una novela escrita a modo de terapia y que pretende servir como terapia a otros. Y es que cuando uno se hunde hasta el fondo, al menos puede usar los pies para impulsarse hacia arriba y concederse una segunda oportunidad. O esa es al menos la más profunda convicción de Enrique Arce y de La grandeza de las cosas sin nombre (La Esfera de los Libros), una historia que, según el autor, aspira a conmover, a llevar a los lectores –a algunos, al menos, como a su protagonista– cual hombre de hojalata en busca de su corazón, siguiendo un camino de baldosas amarillas jalonado de pepitos grillo que cuentan sus respectivas experiencias transformadoras, que al final se resumen en una: hay que enfrentarse a lo que más tememos para conquistar nuestra propia vida. Son unas 320 páginas jalonadas de personajes que atraviesan el infierno para hallar su propia y personal redención.

Aunque el tema de cómo se recibirá otro libro más procedente de un famoso de las pantallas no le causa desazón, la cuestión sí aparece durante la charla. Pero Arce quiere que a la novela se la juzgue por sus propios méritos. De hecho, al llegar al lugar de la entrevista —directo del tren, sin comer, para charlar durante una hora picoteando patatas de un cuenco y sin emitir la menor queja ni transmitir ninguna sensación de prisa— incluso rechaza hacerse ese tipo de fotos de «actor» con poses y expresiones faciales más creativas que a un veterano de la interpretación le serían sumamente fáciles y ayudarían a recolectar clics, y en vez de eso prefiere posar como un autor literario tradicional: presencia agradable, confianza en sí mismo, este es mi libro, hablemos sobre él. Y también sobre Paulo Coelho, Arnold Schwarzenegger y la bisabuela Sinforosa. Y sobre Dickens, el mejor psicoterapeuta de la historia.

—Dice un personaje en el libro que “cuál” es una pregunta cotidiana dificilísima de responder si te paras a pensarlo, así que vamos a empezar con…

—Sorpréndeme.

—¿Cómo está Enrique?

— (Risas) A tope. Muy ilusionado. Un poquito abrumado por todo esto del mundo editorial, pero muy contento por todo lo que está pasando en torno a esta novela, que es muy positivo. Por los primeros comentarios de los lectores, ha causado el impacto que yo quería que tuviera. Es una novela que más allá de contar una historia quiero que mueva cosas, y creo que lo estoy consiguiendo.

—Ya ha hecho presentaciones en librerías de Burgos y Palencia. ¿Nota diferencias entre el feedback de un lector de librería y el de un espectador de teleseries?

—Las reseñas que he leído tampoco sé muy bien si son de fans de una serie o de lectores de una novela, porque son de gente anónima, pero quienes me hablan del libro en persona no me hablan de la serie para nada. Es otro sombrero que me pongo, u otra camiseta, pero ahora no juego con ella, y está bien que sea así.

—¿Cuánto ha tardado en escribir la novela?

—Tres años. Uno en todo el proceso de venta y conseguir agente literario.

—¿Cuál fue el detonante para escribirla? Porque al principio la idea era para un guion.

—Era una época de mi vida floja y sin mucho trabajo, bastante «enfondado», y sentí una pulsión por escribir. Era un momento en el que mi creatividad no podía ir por los derroteros normales de mi profesión, porque no estaba trabajando. La historia ya la había visualizado anteriormente, pero no me había dado mucho tiempo a tirar del hilo, y a partir de ahí empecé un poco a crear hacia delante y hacia atrás. Entonces me di cuenta de que me estaba saliendo una novela y no un guion, porque cuando empecé a escribir en plan «interior, noche», lo borré y dije: «No, esto es otra cosa». Tenía que ser una novela.

"Creo que escribo mejor que actúo. Creo que es mi talento más natural, más que la interpretación"

—¿Desde cuándo quería escribir Enrique Arce?

—Tengo poemarios de cuando era pequeño, y concursos literarios ganados, y guiones de película escritos… Mi padre siempre me lo dice: yo creo que soy un escritor que actúa. Lo que pasa es que actuar me gusta mucho, y se lleva muy bien con mi manera de ser y con la forma de vida que quiero, porque el cine es una creación más conjunta, y a mí me gusta estar con más gente. La creación literaria es más solitaria. Si me preguntas qué creo que hago mejor, te diré que creo que escribo mejor que actúo. Creo que es mi talento más natural, más que la interpretación.

—La novela es un viaje iniciático en busca de una Ítaca…

—Sí, lo es. Exactamente.

—…con dos personajes a modo de reflejo inverso en un espejo.

—Exacto. Son dos partes de mí, una la que soy y otra mi abuela. He aprendido cosas de Enrique Arce que no sabía que sabía a través de esa abuela. El proceso de creación es muy catártico, porque si estás bien afinado como instrumento, el ego desaparece y todo te viene filtrado sin ningún tipo de intento de manipulación. En la vida muchas veces no te das cuenta de que sabes cosas que están ahí, porque estás demasiado pendiente de que las tamicen tus propios filtros. Cuando me pongo a escribir, desaparece cualquier tipo de juicio hacia mis personajes o lo que digo. Es decir, hablo a calzón quitado y soy como un canal de algo que es muy catártico. Así, a veces escribo cosas u opiniones que releo días después y digo: «Hostia, ¿y esto de dónde sale? ¿Y esto por qué lo sé, por qué lo pienso así?». Cuando el ego no es parte de la ecuación, te viene todo de una forma más cognitiva, más insightful, como que tienes mucha más profundidad.

 

Sacude la cabeza buscando la palabra que quiere para sustituir insightful en español. No es de extrañar que no la encuentre. Pese a la sonrisa y a la facilidad de palabra, el autor de La grandeza de las cosas sin nombre acaba de llegar de un tren desde Palencia, donde ha presentado el libro, y se ha pasado el verano rodando en tres idiomas: valenciano, castellano e inglés. En España y Budapest. En la charla de vez en cuando se cuelan expresiones argentinas que dan testimonio del tiempo pasado allí, en el rodaje de La casa de papel, entre viajes a Londres o Los Ángeles para hacer castings.

 

"Son dos partes de mí, una la que soy y otra mi abuela. He aprendido cosas de Enrique Arce que no sabía que sabía a través de esa abuela. El proceso de creación es muy catártico, porque el ego desaparece"

—Bueno, Graham Greene decía que escribir era una forma de terapia y se preguntaba cómo se apañaban quienes no escribían para escapar de la locura, la melancolía y el pánico inherente a la condición humana.

—Le doy toda la razón. Para mí ha sido muy terapéutico por varias razones. Es mi propio viaje el que cuento. Sin ser mis circunstancias, es mi propio aprendizaje, especialmente la parte de que a veces tocar fondo y bajar los brazos es una bendición. No hay que estar todo el día peleando por conseguir cosas.

—¿Cómo ha sido el proceso de escritura?

—Conozco escritores profesionales muy disciplinados y muy estructurados que antes de ponerse a escribir ya saben lo que iban a contar, pero yo había capítulos que pensaba que iban a salir de una manera y los personajes acabaron pidiéndome otra. Funciono mucho por instinto, no me pongo a pensar lo que voy a escribir. Yo no sabía cómo iba a acabar la novela, por ejemplo, y el personaje del padre ha acabado siendo completamente distinto de como pensé al principio. No sabía al empezar que la relación que él tiene iba a ser con la persona con la que la establece en el libro finalmente. La novela se me presentó con el punto de partida que yo había controlado e imaginado, pero luego esta criatura se ha escrito a sí misma. Es una cosa muy extraña de explicar, porque en mi trabajo de actor yo sé exactamente qué voy a hacer en cada momento, cómo es mi personaje, cómo lo tengo ensayado, cómo son sus manifestaciones incluso gestuales, pero esto no tiene nada que ver.

"La novela se me presentó con el punto de partida que yo había imaginado, pero luego esta criatura se ha escrito a sí misma"

—La hoja en blanco te da una libertad creativa totalmente distinta. Casi ilimitada.

—Completamente. Yo entraba en un estado casi de meditación y me ponía a escribir compulsivamente. Se me han quemado arroces y lentejas y filetes, porque el tiempo pasaba de una forma muy extraña, como si no fuera lineal, y es una sensación que no he vuelto a tener, muy bella pero que da mucho miedo. A todos nos da miedo no tener el control de las cosas que hacemos. Pero creo que ahora mismo es la única manera de crear.

—Es uno de los temas del libro: ceder el control. Soltar el volante de la propia vida.

—Sí. Cuando yo intentaba controlar mi vida, a veces me salía bien y a veces mal, pero cuando todo se me fue a la mierda, por decirlo mal y pronto, lo pasé muy jodido durante bastante tiempo. Y pensé: «Pues no me quedan años ni nada para pasarlo así». Empecé a buscar respuestas, con toda humildad, en libros de gente que sabía más que yo, y entré en una especie de epifanía, de cognición de que me tenía que relajar. Es lo que le ocurre a Marcial en la novela, por ejemplo. Cada personaje tiene alguna parte de mí, de lo que yo he vivido. Además, la historia tiene sus circunstancias: es una historia válida, moderna, de hoy en día, con temas como las relaciones de pareja o la profesión de actor, que la gente que no esté buscando ese viaje más profundo puede disfrutar, porque es un canto a la vida, yo creo, y a la posibilidad de encontrarnos a nosotros mismos.

"Cada personaje tiene alguna parte de mí, de lo que yo he vivido"

—Casi llega a parecer un alegato en defensa del fracaso. Del aprendizaje a base de tropezones que tratamos de esconder en lugar de las falsas apariencias de éxitos vacuos.

—Hasta cierto punto. Creo que es una novela que conmueve, que te remueve por dentro y te dice cosas de ti que no sabías, y que te hace plantearte muchas veces si lo que nos han dicho desde pequeños en este mundo tan competitivo es cierto, incluyendo cosas del tipo «tú sueña, que todo lo vas a poder conseguir». No es verdad. E incluso cuando te pasa, como a mí, que tuve cierto éxito con series y con una vida muy placentera, llega un momento en el que ese éxito desaparece y tus cimientos son tan poco sólidos, porque se basan en lo que proyectas en los demás, que si esa mirada benigna del otro se desvanece, empiezas a juzgarte a través del otro. Hay una frase que dice que “para encontrarte a ti mismo tienes que dejar de buscarte en los demás”. Cuando concibes toda tu vida como un ganar, ganar, ganar, y no descubres que en un momento dado puede ser una bendición tocar fondo, perder, no conseguir lo que todo el mundo piensa que debes, cuando por fin descubres que todo eso sí es así, ya no fallas una bola. Te relajas y dices: “Que maneje otro el coche”.

—Ha mencionado en varias entrevistas cómo el terminar con la cara desfigurada por un tiempo tras aquella pelea en Inglaterra le cambió la vida. Fue su punto de inflexión.

—Sí, a raíz de aquello no podía ejercer mi profesión, y de repente estás tan hecho polvo, tan blandito, ejerces tan poco el control, que empieza lo bueno. Y lo digo así, en serio.

—Tras ese incidente entró en una iglesia en Londres después de dos décadas sin pisar una. La fe, entendida de una forma u otra, es otro elemento en esta historia. Tanto Enrique Arce como sus personajes creen.

—Entendido como cada uno lo quiera entender, porque las palabras pueden tener muchas connotaciones. Durante gran parte de mi vida intenté ejercer el control y no lo soltaba, y me creía capaz de llevar mi vida a buen puerto. Y cuando me di cuenta de que incluso cuando las cosas sí salían bien eso no me hacía feliz, pensé: «Joder, vaya guantazo me acabo de pegar. Si he llegado hasta aquí y esto no es, ¿qué es?». Hay como una especie de «crack» en la cabeza y empiezas a ver las cosas de una manera mucho más… no sé si optimista, pero sigues jugando la partida de parchís. Yo sigo encantado de tener series y trabajo y amigos y salir y hacer, pero ahora lo veo como una partida de parchís, no de póker. Antes pensaba que esa partida era la vida.

 

El escritor, porque hoy entrevistamos al escritor, asegura que a partir de los 25 tuvo una etapa difícil, no supo gestionar la fama. Dice que la melancolía de alguno de sus personajes es la suya, que fue un niño tímido con gafas de culo de vaso hasta que dejó de serlo, tal vez escudándose en su profesión para ello. Hoy, reconvertido y renacido, cual ave fénix, ya no siente ese vacío que se sentía obligado a llenar con el éxito. Y asegura que tocar fondo a veces es una bendición.

 

—Uno de los personajes de esta novela, que curiosamente arranca en Broadway, es Madrid, esa Ítaca por la que el protagonista no cesa de pasear en soledad como forma de encontrarse con uno mismo, y al mismo tiempo de salir al mundo y despojarse del yo hundido en la depresión, que diría Muñoz Molina.

—Yo siempre he necesitado gente a mi alrededor. Cuando me pasó aquello en Londres y me daba incluso vergüenza el contacto con otros seres humanos, me vi forzado a estar solo por primera vez en mi vida, y esa soledad me ha traído muchas cosas buenas. Silencio, paseos, la naturaleza… Y en ese silencio es cuando te vienen las convicciones, con la fuerza de una brújula a la que hasta entonces no habíamos hecho ni puñetero caso. Pero está ahí, y si la escuchas tiene la facultad de llevarte a buen puerto. A mí me ha costado cuarenta años de mi vida llegar a eso. Si no te paras tú, te para la vida. Pasa muchas veces con enfermos graves, que después de haber sido de una forma toda su existencia, de repente son una oda y un canto a la vida. Lo han entendido desde ahí. Y en mi novela hay muchos personajes que lo entienden así, dejando su vida anterior por su verdadera vocación. Incluso para Samuel, como para mí, seguramente su verdadera inclinación no sea la de actuar.

 

Como Samuel, Enrique Arce cogió afición a los paseos tras aquella experiencia que fue su punto de inflexión en Londres. Si bien reconoce que en aquel momento descubrió que no era feliz, el año pasado recorrió parte del Camino de Santiago partiendo de la Catedral de León “sin saber muy bien por qué” y durante quince días caminó enamorándose de España, aprendiendo a escuchar al de al lado y asumiendo que cuanto más ligera es la mochila, mejor. Fue otra clase de viaje iniciático de transformación. En un diario publicó el recuerdo difuso de un momento, cerca de Triacastela, en el que, apartado del camino, con los pies descalzos metidos en un riachuelo que discurría por el bosque pensó: “Así que esto era en realidad la felicidad, mira tú”. Ahora se ha aferrado a ella y no parece dispuesto a soltarla, aunque sí a compartir la receta de las segundas oportunidades.

Su historia es la de un viaje que cierra las sombras dejadas por tres generaciones de la misma familia. Y está plagada de personajes que viven vidas equivocadas, de suicidios, divorcios, accidentes, adicciones, de relaciones familiares problemáticas y de gente incapaz de soltar el equipaje que les lastra hasta que les llega el momento. Y pese a todo esto la novela es ante todo conmovedora y tierna. De las que hablan del perdón sin condiciones. Como bien asegura Enrique, siempre le gustaron los finales felices. Y si eran de llorar, mejor.

 

"Me vi forzado a estar solo por primera vez en mi vida, y esa soledad me ha traído muchas cosas buenas"

—Los adictos de esta historia terminan siéndolo para sentirse otros o para no sentirse ellos, es más una cuestión de identidad. Así que asociado al tema de las etiquetas vendría el de las adicciones.

—Es que yo he pasado por todas ellas. Yo las he vivido. He estado yendo a Alcohólicos Anónimos durante un año, porque pensaba que de ahí venían mis problemas, aunque me di cuenta de que yo tenía ese tema más controlado. Pero buscas, buscas por todas partes. En la filosofía, en los libros, en la cienciología… Buscas encontrar tu vida. Y al final lo que los buenos libros te dicen que hagas es dejar de buscarte en otras cosas, sino en ti, y que sobre todo te perdones. Habla mucho del perdón esta novela también. Es fundamental.

—Hay una frase de Rudyard Kipling que dice que las palabras constituyen la mayor droga que ha inventado el ser humano.

—¿En serio? Esa no la había oído. Pero es posible, pueden hacer mucho daño. Y aunque la novela tenga cosas oscuras, creo que es un canto a la esperanza y a la posibilidad de conseguir la victoria más grande, que es la conquista de nosotros mismos.

"La novela es un canto a la esperanza, a la posibilidad de conseguir la conquista de nosotros mismos"

—Destacan especialmente algunos personajes secundarios de la novela, sobre todo Sinforosa, Larry y la prostituta colombiana.

—Sinforosa es la abuela de mi madre. Y la dedicatoria es a mi abuela, la iaia, como decimos en valenciano. Sinforosa existió, pero de ella cojo muy poco. Supe muy poco de ella: que era una mujer soltera y que vivió en ese pueblo al que sigo yendo de vez en cuando, que conserva todos los recuerdos de mi niñez. Estuve a punto de cambiar el nombre del pueblo, como Antonio Muñoz Molina, que a su pueblo, Úbeda, lo llama Mágina en sus obras. Sinforosa representa esa tristeza de las mujeres de aquella época, que no podían perseguir sus sueños. Larry es un agente como tantos. Mi agente ahora en Londres es clavao a él, solo que más joven, y eso que lo conocí después de haber escrito la novela. Y en cuanto a la prostituta colombiana, eso fue un cambio, porque ella me dijo que no quería acabar en la habitación del hotel echando un polvo salvaje y esnifando cocaína, sino leyendo a García Márquez. La novela me pedía ese tipo de estilo, esa ternura. A lo mejor la película es otra cosa, pero a mí me pedía eso. Mi personaje favorito, de hecho, no está ahí, en este libro. Era casi tan protagonista como Samuel, y lo quité entero. Es Alma.

—Bueno, está. Aparece poco pero su peso a la hora de modificar vidas es indiscutible.

—Sí, ¿verdad? (sonríe encantado).

—¿Va a haber adaptación al cine, entonces?

—Esa es la intención, pero si la hay, no la voy a escribir yo. Ni tampoco un tío. Eso lo tengo clarísimo. Lo va a hacer una guionista.

—Tiene mucho de película pero no europea, norteamericana. Hollywoodiense. El cine europeo tiene algo más oscuro y realista.

—Pues si lees la parte con mi personaje favorito, Alma, ya flipas. En esta versión casi lo hemos eliminado. A mí siempre me han gustado las historias que empiezan mal y acaban bien. El viaje iniciático del héroe. Y si son de llorar, mejor. De pequeño a mí no me gustaban las de Supermán y tal, que no conectaban conmigo, sino las de llorar. Así que la melancolía de alguno de mis personajes es la mía, porque además yo era el niño más tímido del mundo, con unas gafas de culo de vaso. Luego ya dejé de serlo, o quizá uso mi profesión para ello.

—Tanto en el protagonista como en los personajes más cercanos —su padre, su mejor amigo, su pareja—, hay una importante gama de grises.

—No me gustaba que todo se viera en términos de buenismo y «malismo». Enrique se dedicaba a estafar a gente en el banco y es alcohólico. No me gusta jugar con los absolutos. Me gusta que la gente tenga su gama de grises. Nadie es absoluto. El final es un canto a la posibilidad de por fin encontrar el sendero correcto para ti, el que has venido a recorrer.

—¿Después de esta novela catártica qué viene?

—¿Como autor? No lo sé. Esta novela vino a mí, pero cuando algo funciona no lo toques. Yo sigo pagando mis facturas con mis series y mis películas, y con esta vorágine de trabajo y rodajes no puedo escribir ni una coma. Tampoco puedo acabar una novela y empezar otra. Necesito un periodo de meses sin actuar, porque si no, no me da la vida. No soy de los que se pone con un cuaderno en un avión a escribir. Si me siento, me tiro una media de ocho horas, y he llegado a estar doce o catorce sin levantarme de la silla más que para un vaso de agua. No tengo ninguna rutina: he escrito por la noche y por la mañana y por la tarde. Lo que sí puedo asegurar es que será una novela de estilo muy parecido a esta. Creo que hay un nicho ahí poco explorado, que es la novela de ficción, pero con cierta autoayuda o con cierto mensaje espiritual. Lo de los giros de tuerca y las cosas policiacas hay gente que lo hace muy bien, pero yo no valdría para eso. Para esto sí, porque lo que me obsesiona es desentrañar la trama y urdimbre del ser humano, desde el nivel celular, pero sin querer escribir tampoco un libro de autoayuda, sino de ficción. Mezclar esas dos cosas es lo que he venido a hacer, y no hay muchos autores que toquen ese tema en España.

—En el libro hay muchísimas referencias a canciones, películas y autores clásicos: Volver a empezar, Suspiros de España, Días de vino y rosas, El lado bueno de las cosas, Valle-Inclán, García Márquez…

—Dickens.

—El mejor psicoterapeuta de la historia.

—Vaya órdago. Lo que te dice Dickens en Canción de navidad es que si llegas al final de tus días sin haberte dado cuenta de lo que has hecho, ya es demasiado tarde. Y que hay que cambiar, porque todo lo que no cambia, crece o aporta, en la naturaleza muere. Y Canción de navidad es una lección de psicoterapia, totalmente. Si miras hacia atrás y ves que lo único que has hecho es acumular y acumular para nada, que no has cambiado ninguna vida y que nadie te va a echar de menos, eso es una putada. Yo no quiero que me pase a mí.

"Hay una predisposición a que la comedia se considere un arte menor, o una forma menor de arte"

—Hay también una referencia clara, al hablar de una entrega de premios en Broadway tras una interpretación magistral que no recibirá ningún galardón, al desprecio por la comedia.

—Hay una predisposición a que la comedia se considere un arte menor, o una forma menor de arte. Yo ahí doy mucha caña a la profesión y a los premios, porque me parecen vacíos y siguen un patrón. Si interpretas a alguien con una tara física o psíquica se te va a valorar más que si haces reír. Nunca he entendido por qué. Quizá porque dando ese premio nos sentimos mejor con nosotros mismos.

—¿Tal vez es una forma de paliar cierto sentimiento de culpa?

—Sí, es como que de repente tienes que premiar eso. No le damos importancia a la risa. Yo he metido las gotitas que he podido. Igual que la lástima con que miramos a las personas con síndrome de Down. No nos hace más humanos, sólo despreciativos. Por eso yo quería meter ciertas gotas de comedia con determinados personajes en este libro.

—También está la otra cara. “El único actor de Broadway que no estaba loco”.

—Y se suicida, sí. Es un poco la dicotomía de decir quién está cuerdo y no. O decir por qué la locura te puede llevar a la desesperación del suicidio. La locura puede ser un bálsamo, puede ser lo que te haga soñar, vibrar, escribir, contar historias. Tienes que estar muy loco, por ejemplo, para meterte a actor. En España, un 92% de los actores no vive de su profesión. Poder vivir de esta profesión requiere un punto de locura, y cuando no lo tienes, quizá te sumes en una zona de confort estupenda, pero cuando miras hacia atrás –Canción de navidad– dices: «¿Y qué he hecho con mi vida?».

"La locura puede ser un bálsamo, puede ser lo que te haga soñar"

—Me pareció muy curiosa la parte en que a alguien le dicen «me recuerdas al hombre de hojalata»…

—Otro título que tuve. Exacto. Bueno, El Mago de Oz es un compendio de arquetipos que se han usado en la literatura desde siempre, y Samuel a mí siempre me ha recordado al hombre de hojalata, haciendo el mismo trayecto.

—Hay muchos Pepitos Grillo en esta historia. Con Enrique a la cabeza, tal vez.

—Sí, Samuel es el mejor amigo de la infancia, pero Enrique ya ha recorrido ese camino. Es un poco el Pepito Grillo, la voz de su conciencia, y es un poco la dualidad en la que yo vivo. Yo soy Samuel y Enrique a un tiempo, cada vez más Enrique y menos Samuel, pero lo que hago de alguna manera es una disección de mí mismo. Fueron muy amigos, pero dejaron de serlo a partir de una cierta edad. Cuando somos niños, nos hacemos amigos de la gente que más se parece a nosotros, y luego dejamos de serlo cuando crecemos y nos metemos en otras consideraciones. Enrique y Samuel eran muy parecidos. Vuelven a encontrarse en este punto de la vida, treinta y tres años después, para darse cuenta de que en realidad son los mismos, tanto que no sabrías distinguir el álbum de fotos de uno y del otro. Cada uno tiene sus propios condicionantes, su propia trayectoria y su propia vida, aunque llegan al mismo punto.

—Primero Compañeros, luego Periodistas, otras series españolas de éxito y ahora, ¿cómo se lleva ese boom tan brutal que ha supuesto La casa de papel? Incluso en países de habla no hispana, como Francia o Brasil, desata furor, aunque creo que Erdogan quiere enchironaros.

Boom fuera, en España fue mucho más exitosa Periodistas. Bueno, sí, en Turquía Erdogan pensó que había incitaciones a la revolución civil, porque ahora la gente sale allí a protestar con la careta y el mono rojo.

—¿Y lo de no poder salir de un hotel sin que te reconozcan?

—Se lleva muy bien desde la gratitud de que has hecho un trabajo que está muy bien. Se lleva mal cuando llegan las últimas horas del día y estás absolutamente agotado. Antes, cuando yo empezaba en esto, firmábamos autógrafos, pero ahora son fotos con el móvil, que es mucho más cómodo, pero cuando son tantas y tantas, eso te va quitando energía. En Argentina llegaba exhausto al hotel. Ahora, una vez allí, te tumbas en la cama y dices: “Gracias por estar en este maravilloso proyecto”. Lo perfecto sería mantener esto, pero con un cincuenta… un treinta por ciento menos de atención por parte de la gente a la hora de querernos. Pero siempre me haré una foto con cualquiera que me la pida —creo que va en el pack—. Y siempre con una sonrisa.

—Este verano le han llegado personajes como los de Knightfall y Terminator 6. ¿Cómo es rodar con James Cameron?

—James no está. Él da las órdenes llamando por teléfono a Tim Miller, que dirigió Deadpool y que es nuestro director in situ. Cameron es el capo di tutti capi. Con Arnold [Schwarzenegger] tampoco he coincidido, pero con Linda Hamilton sí.

—Y con Tristán Ulloa, el otro español.

—Y Alicia Borrachero. Y han apostado también por muchos actores iberoamericanos. Es muy chulo, la verdad, porque no es un rodaje, es como ir a un parque de atracciones. Hay más de dos mil personas por ahí cada día, parece el metro en hora punta. Es como ir a la Universal de turista a ver los platós cuando te dan una vuelta en el tren eléctrico para ver dónde se rodó tal o cual cosa. Es espectacular. Y al final, como en todo, me ha llegado en el momento perfecto, porque lo haces, lo disfrutas y te dices: «Joé, pero si yo vengo de un barrio de Valencia, y mira ahora». Te das un golpecito en el hombro y se queda ahí, no te proyectas en eso. No soy Arturito el de La casa de papel, no soy X, el de Terminator –tengo prohibido incluso decir el nombre de mi personaje–, y eso es muy sanador. Cuando el éxito te atrapa es maravilloso, pero cuando estás de caída… Y yo creo que ahora ya no me pasaría. Una mala racha, toco madera, creo que ya no me pasaría factura, porque ya no me creo el éxito. Lo vivo, lo disfruto, pero no me lo creo.

"Una mala racha ya no me pasaría factura, porque no me creo el éxito"

—Al mismo tiempo, ha estado rodando otra película española.

—En dos idiomas a la vez, además, en valenciano y en castellano. Que no es nada fácil.

—¿Qué diferencias destacaría entre el cine español y el estadounidense? Presupuesto aparte, aunque eso determina todo.

—Una película como Terminator me parece que está en 255 millones de dólares de presupuesto, y una película española media me parece que está rodando el millón. Una potente española, tres, y rara vez pasa de ahí. Una tiene dos mil de equipo y otra no sé si éramos quince y una sola localización. Claro que hay cambios, pero lo haces con la misma entrega y energía. Yo pasaba de estar rodando en Valencia a cogerme un avión a Budapest, y vuelta al día siguiente. Y hago el mismo trabajo, me lo paso igual de bien, me siento igual de cómodo, igual de importante, aunque en una sea protagonista y en otra menos. Doy gracias porque estoy en una peli o en una serie, da igual cuál sea, tal y como está el patio.

—¿Cree que su fama como actor le perjudica o le beneficia a la hora de publicar un libro?

—Mi agente literaria, Palmira Márquez, y yo estuvimos valorando salir con seudónimo y sin foto. En Palencia, un librero me dijo: “Antes de leer la novela pensaba que qué suerte tenías de todo esto que te está pasando con La casa de papel, y ahora que he leído la novela, pienso que es una putada para ti. Alguno va a pensar que te la ha escrito otro y tú solo pones la cara, como hacen algunas editoriales con otros autores. Esta novela está tan bien que si la escribiera un autor con reputación consolidada se le valoraría mucho más que viniendo de un actor que escribe por primera vez”. Yo no comparto su opinión necesariamente, pero para que veas lo que me ha llegado.

—Bueno, igual el truco es perseverar. La actriz Nuria Gago ha ganado el premio Azorín con su segunda novela.

—Y creo que ella no tiene la foto en el libro, ni menciona que es actriz.

—La tiene, sí, y su biografía también.

—Yo en su momento lo valoré, pero al final dije: “Bah, yo soy el que soy, y tampoco me voy a esconder”. A nivel de entrevistas es mucho más rico, porque vas a generar más interés, pero es verdad que sí puede haber gente que coja el libro y diga: “Ah, este tío no es escritor. ¿Este qué me va a contar?”. He tenido opiniones por ambos lados. Lo que sí es cierto es que este país es muy puñetero, y muchas veces no te dejan ser dos cosas a la vez, quizá porque también se haya abusado de estas celebrities a quienes les han escrito cualquier cosa y se han acoplado a esto por una cuestión comercial. Ana Belén lo decía mucho: “No me dejan ser la actriz que quiero ser, porque soy la cantante”. Nunca te tomarán en serio en algo si sobresales en otra cosa, y sería una pena, porque al final la novela es una novela, no es una biografía mía, que podría haber ido firmada sin mi cara y sin mi nombre. Quizá para la próxima.

—¿Grandes referentes literarios?

—Charles Dickens.

—Bueno, con ese y con Gabo ya contaba.

—Gabriel García Márquez, sí, claro. Antonio Muñoz Molina. Fiodor Dostoyevski. Balzac. Esa es la gente que más he leído.

—¿Lo último que ha leído?

—Pues estoy en una especie de correspondencia muy absurda en Instagram con Paulo Coelho. Muy esporádico, porque él es muy fan de La casa de papel. Un día me escribió «eres un gran actor, Arturín», yo le dije que estaba escribiendo, y otro día que puse unas fotos de Ámsterdam él me dijo «pues mi novela empieza en Ámsterdam», así que ahora estoy leyendo Hippie. No es referencia para lo que normalmente leo, pero es lo último por ahora. También he leído hace poco Que nadie duerma, de Juan José Millás, Berta Isla, de Javier Marías…

—¿Qué libro recomendaría a los lectores de Zenda?

—Lo que pasa es que yo soy muy clasicorro.

"El lenguaje es lo que tiene que cuidar todo aquel que se ponga a escribir, tanto o más que las historias"

—Ningún problema por mi parte, todo lo contrario. Adelante. Reivindiquemos clásicos.

—Te diría David Copperfield, Historia en dos ciudades, o El jinete polaco, de Muñoz Molina. Cien años de soledad, por supuesto. Soy bastante poco novedoso. Lo que no leo son todas estas cosas suecas. Ni ciencia ficción, ni crimen, ni James Patterson, ni historia de mucho giro, para eso prefiero las series de televisión. En literatura me gusta mucho la gente que cuida mucho el cómo, aparte del qué. Me gusta mucho que se escriba bien, y por eso leo mucho a Muñoz Molina, que me parece el que mejor escribe de España. El segundo sería Marsé. Intento cuidar mucho cómo cuento las cosas, así que ese tipo de literatura conecta conmigo mucho más. El lenguaje es lo que tiene que cuidar todo aquel que se ponga a escribir, tanto o más que las historias, porque está todo ya contado.

—Ha hecho usted también mucho teatro clásico, que exige una forma de trabajar muy distinta. Es una faceta suya menos conocida, dado el éxito televisivo que tuvo, pero ha participado en representaciones de El caballero de Olmedo, La Celestina, Bodas de Sangre, Otelo, Como gustéis, La vida es sueño, Don Juan

—Sí, bastante. Contemporáneo bastante poco. Lorca, si lo entendemos como tal. David Mamet lo que más, después del clásico. Me entiendo muy bien con el verso clásico, y la ambientación histórica me encanta. Ahora no lo hago más por una cuestión de tiempo, pero tengo un monazo que no veas. El teatro exige mucho tiempo. Yo ahora me voy una semana a Colombia a rodar una película, y ni con una gira de un año en teatro me saco eso. Además, la película solo te quita cinco días de tu vida. Y haciendo teatro no podría estar tanto tiempo de promoción de novelas como ahora. Teatro más adelante, cuando toda esta vorágine de ahora me proporcione una seguridad enómica, que eso también está muy bien. Y autoproducción.

—Se formó en Nueva York, reside en Los Ángeles, rueda en Argentina, vuelve periódicamente a Valencia, acaba de rodar en Madrid y Budapest, tienerepresentante en Londres… ¿Cómo se lleva esa vida tan itinerante?

—Con mucho caos, pero yo soy una persona bastante caótica en mi manera de funcionar, pero bueno, voy aprendiendo, porque es una parte de la vida también bonita. Pero bueno, si no fuera así no estaríamos ahora juntos aquí, sino yo en mi casa viendo la tele, que también he tenido periodos de eso. Lo recibo como una bendición.

—¿Cómo es “seguir caminando sin brújula ni zapatos”?

—Fiarte. Confiar. Confiar en tu voz interna, en lo que te dices a ti mismo. Además, en un periodo del día que es el de la duermevela por la mañana. Plantéate todas las preguntas del día en esos minutos antes de ponerte en pie y hacerte el café, porque todas ellas tienen sus respuestas correctas en lo que a ti concierne. Luego cambiarán, llegarán las doce, y no piensas para nada lo que habías pensado antes de levantarte, porque el ego se ha vuelto a reformatear y te vuelven los valores, los condicionantes, las querencias que has tenido. Pero apunta esos pensamientos de primera hora de la mañana, porque son la brújula interna que puede darte la respuesta, sea que tienes que hacer un viaje, pedirle una cita a alguien, dejar tu piso… Yo siempre empiezo preguntándome cómo puedo dar la mejor versión de mí.

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Victoria R. Ramos

Plumilla bibliófila por vocación. Lectora voraz por necesidad. Fotógrafa por afición. Periodista todoterreno que pasó por grupos como Vocento o Prisa antes de ser francotiradora y ejercer ese deporte de riesgo tan en boga que supone ser autónoma. Redactora, editora, correctora, coordinadora de medios online y de aquellos que aún pasaban por imprenta y creaban monstruos. Lectora editorial. Siempre a la caza de nuevos proyectos. En resumen: escribo y disparo. @vramosbis

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