Este marzo que termina leí dos libros espectaculares. Cora, de Jorge Fernández Díaz, y Padre Mugica, de Ceferino Reato.
Reato, desde Operación Traviata —donde por primera vez documentó periodísticamente el secreto a voces del asesinato de Rucci: ejecutado por los Montoneros—, ha recapitulado la sanguinaria y estrambótica lucha armada de los 70 en Argentina.
Ambos libros se entrecruzaron en mi imaginación, no solo porque los leí en un suspiro, prácticamente al mismo tiempo, sino también porque sostienen universos comunes. En Liderazgo, su libro despedida, Kissinger sugiere: “Para conocer la cosmovisión de un hombre, pregúntate cómo era el mundo cuando ese sujeto tenía 20 años”. Tanto el de Fernández Díaz como el de Reato me recuerdan no el mundo de cuando yo tenía veinte años, sino la cosmovisión que forjé cuando tenía esa edad. Por supuesto, la mayoría de las certezas que defendí en esa edad inhóspita para la mente y el alma —“yo he tenido veinte años”, dijo Paul Nizan, “no permitiré decir a nadie que es la mejor edad de la vida”— no superan hoy para mí la categoría de paparruchadas, silogismos, entelequias… Pero las dudas de entonces aún me acompañan. Sigo haciéndome las mismas preguntas. Ambos libros me trajeron, como dice en su novela Fernández Díaz en una metáfora demoledora, que devuelve el mar los cadáveres, aquellos interrogantes que conforman nuestro singular tesoro: los que nadie nos puede responder. Tengo para mí que ambos autores han escrito libros encantadores y magnéticos gracias a que no saben exactamente cuál es el enigma que despliegan. Sospecho que lo que le piden los clientes a Cora —una detective sentimental de alta escuela, materia prima de Netflix, personaje inaugural femme NO fatale noir porteño—, no es tanto que les consiga las fotos, las evidencias, los datos. Lo que quieren saber es por qué no se han separado, si son o no amados, si ellos aman o no. No tanto qué hacen los demás: sino por qué ellos, cada uno de los clientes de Cora, ha actuado de tal o cual modo a lo largo de su adultez. Estoy bastante seguro de que si Fernández Díaz hubiera explicitado este reclamo mudo de los clientes de su novela, no hubiera sido tan efectivo como termina siendo este thriller absorbente hasta el insomnio. Cora nos recuerda que el amor es una fuerza más allá de las monografías del siglo XXI, que su sortilegio no ha sido decodificado por la inteligencia artificial, ni por los genes ni por las encuestas. Mucho menos por las declaraciones de sus protagonistas. El trabajo de Cora es permitirle a cada cliente que encuentre su respuesta en silencio, casi sin decírsela a sí mismo.
Las heroínas de Díaz son literalmente de todos los días. No están traumatizadas por un pasado atroz, ni se desvelan por cuestiones de género, ni se sienten desplazadas en función de su ser en el mundo. Trabajan denodadamente, se enamoran frecuentemente de quien preferirían no hacerlo (como Adán y Eva, por dar un caso), fracasan y triunfan aleatoriamente. Son argentinas por naturaleza y universales gracias al autor. Viven cuentos dentro de la novela y siguen vivas, buscando una nueva historia, apenas ésta termina.
Reato sale en busca de los asesinos de Mugica. Y en este tránsito hay también una dinámica propia del policial: la víctima, el arma del crimen, los motivos, los sospechosos. El propio Reato juega el rol del detective. A diferencia de Traviata, donde el investigador solo debía encontrar los testimonios de una hipótesis irrebatible, en Padre Mugica solo se pueden descartar categóricamente las pistas falsas que se han plantado a lo largo de más de medio siglo de manipulación y artimañas y sembrar las sospechas legítimas sobre los posibles ejecutores, a partir de las frágiles huellas que sigue la justicia (en su versión trascendente o judicial): motivaciones, declaraciones, acciones concomitantes, antecedentes. Pero lo que me resultó el centro de gravedad del libro fue la reconstrucción histórica y vivencial de Mugica y su entorno. En particular su relación, célibe o no, en cualquier caso romántica, con la joven afrodita Lucía Cullen.
Ese aspecto melodramático, inusual en los otros volúmenes de Reato: el suspenso sentimental. Mugica comparte habitación en París con la joven filantrópica, ambos integrantes de una aristocracia porteña que ha encontrado una peligrosa forma de entretenimiento en las villas miseria de su misma ciudad. Parte de los entrevistados confirman una consumada historia de amor, parte la niega. Pero posteriormente Mugica, como sacerdote, oficia la boda de Cullen con el montonero Nell.
Nell participa de la trifulca armada de Ezeiza al retorno de Perón. Lo dejan parapléjico de un balazo. Meses después, abrumado, le reclama asistencia a su esposa para suicidarse, que se la brinda, con su impávida filantropía; sin demasiada culpa, según su correspondencia.
¿Pero deviene esta tragedia de una previa historia de amor con el carismático y apuesto sacerdote que los casó? ¿Es el Pago Chico de Payró o de Shakespeare? ¿Mugica permaneció en el incierto celibato para garantizar su trascendencia, motorizado por la vanidad; a diferencia del obispo Podestá, que prefirió el matrimonio a la Historia? Yo la envío a Cora a averiguarlo en streaming. Me las arreglo para que su primer caso sea en los 70. No me parece imposible. Luego reaparece en los 90 del siglo pasado: sin celulares ni sociólogos de la chorrada.
A sus veintipico (la edad en que forjamos nuestra cosmovisión), Cora debe revelar la intimidad que guarda aquella habitación que compartieron Cullen y Mugica en París; como en un cuarto oscuro, no electoral sino fotográfico. Esa información puede determinar un movimiento de ajedrez político, que acerque o aleje a Mugica de Perón, de la Iglesia, de sus múltiples motivaciones, cualesquiera éstas fueran exactamente, si es que alguna motivación humana pueda serlo. El contratista puede pertenecer a alguno de los segmentos en pugna: un adjunto del bienestar social de López Rega, un lateral de Montoneros, un plebeyo de la corte polimorfa de Perón. Es el despertar vocacional de Cora.
Finalmente, Cora regresa con la verdad.
Mugica es asesinado. Nell, que venía del grupo nazi Tacuara, se suicida junto a las vías del tren, asistido por su esposa, apenas unos meses después del asesinato del sacerdote. Cullen está embarazada. ¿Impacta la revelación de Cora en esa procesión de acontecimientos? ¿La debacle política fue atravesada por la venganza shakespeareana?
La información llega tarde para el contratista, pero vigente para escribir la Historia. Cora quema las conclusiones, en papel —no existe otra forma de conservación— en una ceremonia sacrificial en el Vaticano. Eso me pasa por leer dos libros al mismo tiempo antes de que termine marzo.
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