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En otro país, de David Constantine - Zenda
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En otro país, de David Constantine

En otro país (Libros del Asteroide) reúne los relatos más destacados de David Constantine (Salford, Inglaterra, 1944), un virtuoso del cuento inglés actual, nunca antes traducido al castellano. Constantine, además de un reconocido narrador, es también poeta y traductor. Ha sido profesor de lengua y literatura alemanas en Oxford. Traductor de Hölderlin, Brecht, Goethe, Kleist,...

En otro país (Libros del Asteroide) reúne los relatos más destacados de David Constantine (Salford, Inglaterra, 1944), un virtuoso del cuento inglés actual, nunca antes traducido al castellano. Constantine, además de un reconocido narrador, es también poeta y traductor. Ha sido profesor de lengua y literatura alemanas en Oxford. Traductor de Hölderlin, Brecht, Goethe, Kleist, Michaux o Jaccottet, ha sido editor de poesía para la editorial Carcanet Press y jurado del premio T. S. Eliot. Ha publicado novela, poesía, ensayo y cuatro libros de relatos por los que ha recibido importantes reconocimientos. Dueño de una prosa exquisitamente sensible y de gran hondura, el autor reúne en este libro sus relatos más destacados, elegidos entre una prolífica y sólida obra construida durante más de treinta años.

Zenda publica las primeras páginas del libro.

***

En otro país

La señora Mercer entró y vio que su marido tenía mala cara. ¿Y ahora qué te pasa?, le preguntó, soltando las bolsas de la compra. Lo asustó. No se te puede dejar solo ni un minuto, dijo. La han encontrado, dijo él. ¿A quién? A esa chica. ¿Qué chica? La chica de la que te hablé. ¿Quién? Katya. ¿Katya?, repitió la señora Mercer, y se puso a recoger las cosas del desayuno. No recuerdo a ninguna Katya. No recuerdo que me contaras nada de ninguna Katya. Te lo cuento todo, dijo él. Siempre te lo he contado todo. Lo de Katya, no. Retiró el plato y la taza. ¿Has terminado de desayunar? Él los había apartado para hacerle sitio a un diccionario. Seguía en bata, con una carta en la mano. Mi Katya, dijo. Leí la carta y ya no pude terminarme el té. Ya veo, dijo la señora Mercer. Estaba preocupada. Empezaba a asustarse. Despejó la mesa deprisa. Aparta, por favor, que sacudo el mantel, dijo. Él levantó el diccionario. Un nombre así, dijo volviendo sobre sus pasos desde la puerta de la cocina, no se me olvidaría. Suena a extranjera. Te lo conté, dijo él. Se lo veía dolido. Si había algo que no soportaba era que ella no lo creyera cuando le decía que le había contado algo. Se te habrá olvidado, dijo él. No se me ha olvidado, dijo ella. ¿Cuándo me lo contaste? La pregunta lo hizo pensar. Hace mucho tiempo, eso seguro. Hacía mucho tiempo. De pronto lo que preocupaba a la señora Mercer cobró forma. Los fantasmas acudieron en tropel al cuartito. Ella se sentó frente a él y a los dos les entró frío. Esa Katya, dijo ella. Sí, dijo él. La han encontrado en el hielo. Ya, dijo la señora Mercer.

Poco después ella dijo: Veo que has encontrado el libro. Sí, dijo él. Estaba detrás de los encurtidos. Debiste de dejarlo ahí. Supongo que sí, dijo ella. Era un viejo volumen de la enciclopedia Cassell’s. Había palabras en la carta, escrita a mano, que él no entendía y palabras en el diccionario, en antiguos caracteres góticos, que apenas lograba encontrar; aun así, la había entendido. Hace años que no leo una palabra en alemán, dijo él. Hay que ver cómo te vuelve a la memoria en cuanto vuelves a verlo. Es posible, dijo la señora Mercer. Entre ambos, sobre la mesa pulida, estaba el mantel doblado. Es el calentamiento global, dijo él, del que tanto se habla. ¿Qué tiene que ver?, preguntó ella. Por eso la han encontrado después de tanto tiempo. Aunque él era quien tenía la información, parecía estar pidiéndole con la mirada que lo ayudase a digerirla. La nieve ya no cubre el hielo, dijo él. Se ve lo que hay dentro. Y ella sigue ahí metida, tal como estaba. Ah, dijo la señora Mercer. Si lo piensas, era de esperar. Sí, dijo la señora Mercer, si lo piensas, supongo que era de esperar. Otra vez con la mirada y un leve movimiento de las manos cubiertas de manchas parecía pedirle que lo ayudara a entender. Bueno, dijo ella al cabo de una pausa que aprovechó para acercar más el mantel y doblarlo una vez más, luego otra. No puedo quedarme aquí sentada todo el día. Hoy voy al club. Sí, dijo él. Es martes. Hoy tienes club. Ella se levantó y se dispuso a salir del cuarto, pero se detuvo en la puerta y dijo: ¿Vas a hacer algo al respecto? ¿Hacer?, preguntó él. Nada. ¿Qué puedo hacer?

El día en trance. Katya en el hielo, sin la nieve casta cubriéndola. Se cortó al afeitarse, se miró en el espejo, trató de encontrar al muchacho de veinticuatro años debajo de la piel de ahora. Un hilillo de sangre, espuma rosada al entrar en contacto con el jabón. Intentó llegar a través de sus ojos hasta donde vive el alma o el espíritu o como llamen a eso que no envejece con la envoltura que lo cubre. La casa, tan pequeña, lo oprimía. No había habitaciones suficientes que recorrer de una en una, ni sitio por donde pasearse de acá para allá. Se asomó al jardín enlosado, pero los vecinos de las casas adyacentes estaban fuera y miraban hacia el suyo. Salió con la ropa de estar por casa y recorrió un trecho del camino hasta donde descendía de pronto en picado y la vista del estuario, de las montañas y el mar abierto redimía a la urbanización de viviendas idénticas. Ahí se detuvo a pensar en Katya en el hielo. Estuvo así tanto rato que la señora frente a cuya casa se había detenido salió a preguntarle: ¿Se encuentra bien, señor Mercer? Muy bien, dijo él, y vio su propia cara reflejada en la de ella, aterradora. Estoy demasiado viejo, pensó. No quiero revivirlo otra vez. Los dos estamos demasiado viejos. No queremos que aquello vuelva a remordernos. Pero ya había empezado.

No has hecho el té, dijo la señora Mercer, dejando el bolso. Lo encontró sentado en el sofá de un modo raro, en una punta, como si alguien estuviera a su lado. No, dijo él. No sabía qué preparar. Al secarse, la sangre le había dejado una línea negra que le bajaba por la mitad de la barbilla. Además, no me encuentro muy bien. El único día de la semana que te encargas del té, dijo la señora Mercer. Lo sé, dijo él. Lo siento. Y ella fue a prepararlo. Él la siguió y se quedó en el umbral de la pequeña habitación donde también comían. A él se le notaba inquieto. No sabía si sentarse o seguir de pie, si hablar o callar. Se encogió de hombros dos o tres veces. Al final consiguió decir: ¿Adónde fuisteis? A Prestatyn, contestó ella, alegre. A Prestatyn. Qué bien lo pasas en esas excursiones, dijo él. Sí, dijo ella, no me perdería la excursión de los martes por nada del mundo. Él había vuelto a desconectar. Tenía la expresión afligida, ausente. Como respondiendo a una coacción, se retorció los dedos. Sí, dijo ella. Fuimos al mercado de Prestatyn y me compré una blusa. Ya me la enseñarás, dijo él.

He estado pensando, dijo la señora Mercer mientras cenaban, sentados a la mesa, frente a frente. ¿Por qué te habrán escrito a ti por lo de esa chica? Fue hace tanto tiempo… y ¿no me habías contado que pasabas por ahí de casualidad? Soy su pariente más cercano, dijo él. La señora Mercer dejó la taza en el plato. ¿Cómo dices? Bueno, eso creen ellos. Pensándolo bien, no tendría padre ni madre. Además, eran judíos. De todos modos, habrán muerto, de viejos. Pero es muy probable que estuvieran muertos mucho antes de morir de viejos. Era hija única, mi Katya era hija única. Sí, pero…, dijo la señora Mercer. ¿Sí pero qué? No entiendo cómo eso te convierte en su pariente más cercano. Bueno, les dije que estábamos casados, aclaró el señor Mercer. Ah, dijo la señora Mercer. En aquella época no me quedó más remedio. No es como hoy. Por aquel entonces había que decir que estabas casado. Y ponerte de anillo un aro de cortina. A nosotros nunca nos pasó, dijo la señora Mercer. Claro que no, dijo el señor Mercer. No hubo necesidad porque estamos casados. ¿Y vosotros dos no os habíais casado? No, no, contestó el señor Mercer. Yo solo les dije que lo estábamos. Nunca me habías contado que eras el pariente más cercano de otra mujer. Sí que te lo conté, dijo él. Además, no lo soy. Y si no te lo conté fue para no disgustarte.

Siguieron cenando y terminaron. Vieron un rato la televisión. Se acostaron. ¿Qué edad tenía?, preguntó la señora Mercer. La misma edad que tú, contestó él. Casi del mismo día. Te lo conté, las dos virgo. La misma edad que yo, dijo ella. Pensándolo bien, la sigue teniendo. Lo pensaron.

Cuánto silencio en aquella casa por las noches, cuánto silencio en todas las demás casitas que la rodeaban y que albergaban en su interior a los ancianos y a los viejos solos o todavía en pareja que se iban a dormir temprano, se despertaban y, desvelados, pensaban en el pasado. Cuánto pasado todas las noches en el silencio que descendía sobre aquellas casas todas parecidas, en la ladera de una colina, encaramadas a la piedra y a la aulaga, que bajaban hacia el río hasta donde este se ensanchaba, se ensanchaba hasta ir a parar al mar. Al empezar el viaje teníamos un mapa, pero pronto se nos terminó. Preguntamos cómo seguir. A veces, de un sitio al siguiente contábamos con un guía. Cuando sucedió contábamos con uno, por raro que parezca. La verdad, dijo el señor Mercer, estaba un poco celoso de él. ¿Quieres decir que ella coqueteaba con él?, preguntó la señora Mercer en la oscuridad. Quiero decir que hablaban la misma lengua y yo por entonces todavía la estaba estudiando y a veces no me enteraba. Se reían mucho, hacían bromas que no entendía. También se adelantaban un poco más de lo necesario, quizá. O quizá yo los dejaba, quizá me rezagaba a propósito y dejaba que fueran delante, no sé por qué. Íbamos por un sendero rodeando una roca violácea y resbaladiza y allá abajo, a nuestra derecha, estaba el glaciar. Se reían. Debí de dejar que fuesen delante. Después, el sendero rodeó la pared de piedra hacia la izquierda y los perdí de vista. El penúltimo ruido que oí fue la risa de ella cuando ya la había perdido de vista. Y el último, su grito. Cuando los alcancé, ella había desaparecido y el guía miraba hacia abajo. Recuerdo que el hombre tenía la cara de un amarillo sucio. ¿Era rubia?, preguntó la señora Mercer. No, contestó el señor Mercer, tenía el pelo negro. Como era alemana, dijo la señora Mercer, pensé que sería rubia. No, dijo el señor Mercer, te lo dije cuando te conté toda la historia, tenía el pelo como tú, negro. Como yo, dijo la señora Mercer.

El miércoles tocaba biblioteca. ¿Lo de siempre?, preguntó el señor Mercer. Le temblaban las manos, parecía asustado. Lo de siempre, dijo la señora Mercer. Mira por dónde vas.

***

Lo que haya detrás de los ojos o en el corazón o donde sea, eso que no es nuestro pellejo, dejará de existir con el pellejo, pero mientras tanto nunca envejece, ¿no? Eso explica de otro modo su agitación cuando piensa en Katya en el hielo: el calor y el júbilo de su cuerpo noche tras noche en las cabañas de madera entre flores en la nieve, mientras la señora Mercer surge dentro de él, un anciano cerca del final, lo habita minuciosamente como su propia sangre renovada. Primera, dulce muchacha, dulce inimaginable impresión al verla desnuda por primera vez. ¿Qué voy a hacer al respecto?, se pregunta en voz alta. Nada. ¿Qué puedo hacer?

Durante la cena dijo: El calentamiento global… ¿Qué pasa con el calentamiento global?, preguntó la señora Mercer. He leído algo en una revista en la biblioteca. Por cierto, he leído ese libro que me trajiste, dijo la señora Mercer. Perdona, dijo él. Están muy preocupados, sobre todo en Suiza. ¿Dónde irá a parar toda el agua? Los glaciares se están fundiendo, pero el agua todavía no ha bajado. Creen que está retenida, como en un dique. Ya, dijo la señora Mercer. Temen que el día menos pensado baje toda de golpe. Es muy probable, dijo la señora Mercer. Luego añadió: Cuando me dices que sigue en el sitio donde cayó, ¿significa que la gente puede verla si va a mirar? Sí, contestó el señor Mercer. Eso decía la carta. Al parecer sigue ahí, tal como estaba. Veinte años, con el vestido que llevaba y la misma edad. Bajará cuando las aguas se precipiten con barro y piedras y arrasen con cuanto de humano se interponga en su camino. Pero para entonces estaremos muertos y revolviéndonos en el hoyo en nuestra propia arcilla.

Por la noche, en el silencio absoluto de las noches entre aquellas casitas donde viven los viejos, ella lo oía levantarse de la cama, buscar la bata en la oscuridad negrísima y salir del dormitorio. Lo dejaba ir. Cuánto la preocupaba todo aquello. No era mucho pedir, tranquilidad por las noches y un poco de alegría corriente durante el día, un poco de conversación, algo de qué reírse y no hacer daño a nadie. Pero no todo aquello. Una rendija de luz se coló por debajo de la puerta. Lo oyó tantear por encima de la cabeza con el bastón, tac tac, en busca del gancho para bajar la trampilla con su escalera acoplada para subir al desván. Se me va a matar. Pero oyó el ruido de sus pisadas y sus jadeos al subir. Se morirá congelado. Qué frío hacía en el hueco debajo del tejado, encima del saloncito exiguo, un frío de perros y de corrientes de aire, donde almacenaban el pasado, a granel y al detalle, en cajas, paquetes, bolsas, en estantes combados, en escondrijos entre las vigas. Lo oyó moverse por el techo encima de la cama, hurgando. Arrastrando cajas de cartón. Oyó los esfuerzos. Después, silencio. Se durmió. Se despertó de golpe, asustada al ver que él seguía ausente. Se quedó en camisón al pie de la escalera, qué frío también ahí, lo llamó hasta que al final apareció, absorto y tembloroso, sin los dientes, se asomó al agujero, la cara azulada de frío y pena, se asomó al agujero sobre la cara de ella vuelta hacia arriba, el halo de fino pelo plateado, e intentó decir no te preocupes pero no pudo y le salió un sonido incoherente, las fotos aferradas con ambas manos contra su corazón.

Él durmió hasta tarde y se presentó sin afeitar, arrastrando los pies. Le temblaba la mano. Ella le sirvió el té. Ya basta, dijo ella. Sí, dijo él. Y le preguntó si se acordaba de dónde había dejado el atlas grande. Quiero echarle un vistazo, añadió él. Debajo del sofá, porque era más ancho que gordo. Y mis botas, dijo él. ¿Cómo? Mis botas. Pero no son esas las que digo. No, no, siempre me compré las mismas. Ella pensó que estarían en el cobertizo, debajo de la vieja pecera. Puede que el palo que traje de vuelta también esté ahí, dijo él. Es posible, dijo la señora Mercer. Y a ver si pides hora y te recetan algo, así te calmas.

El señor Mercer había encontrado las fotos y un libro de ella que había guardado él en su mochila cuando ella fue delante con el guía y la perdió de vista y se hundió en la nieve en una grieta del glaciar. Era un libro de poemas en letra gótica con un águila nazi impresa en la contracubierta. Entre las páginas había unas gencianas, prensadas y casi negras. Pero azules si las mirabas bien, un azul eterno. En las fotos ella salía tal como era: delgada, con falda larga, sonriente, el pelo negro ceñido en curva a su mejilla. Al fondo estaban las montañas blancas. Los senderos en los que ella posaba para las fotos eran casi siempre vertiginosos pero, en realidad, bastante seguros, menos el último. Iban más o menos hacia el sur, buscaban la manera de entrar en Italia, porque ella dijo que siempre había querido ir. Según ella, se encontrarían con un último gran ascenso, a mucha altura, donde costaría respirar, y después al otro lado todos los arroyos bajarían con ellos, volviéndose cada vez más cálidos a través de una increíble profusión de flores, y un poco más adelante verían los viñedos y entonces estarían en Italia. Pero había días en que olvidaban adónde iban y si encontraban un lugar bonito, se quedaban.

Hay algo que no te he contado, dijo el señor Mercer a la mañana siguiente, tras una noche más tranquila, aunque casi no habían pegado ojo de tanto pensar. Ah, dijo la señora Mercer. Ya habrás pedido hora en el médico, ¿no? Sí, dijo él. Para esta tarde. Anoche estuve pensando en algo que nunca te he contado. Ni a ti ni a nadie, la verdad. A nadie. No lo supo nadie. Incluso ahora soy el único en el mundo que lo sabe, el único vivo, quiero decir. Bueno, ¿y?, dijo la señora Mercer. Iba a tener un niño. Mi Katya iba a tener un niño. La señora Mercer siguió comiendo cada vez más despacio la tostada con mermelada casera de ciruelas damascenas. Sentado en su silla, él no paraba de mover las manos vacías. Ella sabía que, de haberlo encarado, la estaría mirando con su expresión perpleja y suplicante, los ojos cansados tras las gafas. Supongo que en su momento pensé que te disgustarías. Ya, dijo ella al cabo de un rato, cuando su boca abandonó todo intento de masticar. Imagino que eso fue lo que pensaste. Después, ella recogió sus cosas, las llevó al escurridero y a él lo dejó ahí sentado con las suyas.

Cada uno fue a lo suyo; comían juntos, dormían juntos, pero ocupaban círculos distintos. Casi de inmediato, como si fuera superior a su fuerza menguante, él dejó de compadecerse de su esposa y retrocedió en el tiempo hasta instalarse en los dos meses de aquel verano en los Alpes. Y así, pensando y murmurando, fue de acá para allá, de un lado a otro, sin saber bien dónde estaba, y en compañía de ella, frente a frente en otra comida o uno al lado del otro dando un paseo hasta la oficina de correos, hablaba con ella o consigo mismo. ¿Dónde habrás puesto aquel diccionario gordo de medicina? No estaba con la Cassell’s detrás de los botes. En el desván, quizá. La escalera del desván estaba siempre bajada, estorbando en medio de la sala diminuta. Un hálito frío flotaba en la abertura. O el calor de su saloncito exiguo, al subir hasta allí, se enfriaba justo encima de sus cabezas. Él pasaba mucho tiempo allá arriba, hurgando. El mecanismo de su amor y su deber la impulsaba a pedirle que bajara cuando tenía la comida en la mesa. Pero por las noches también subía, y ella lo oía moverse y murmurar encima del techo del dormitorio. Y entonces, lloraba por la injusticia. Dios santo, ¿era demasiado pedir llegar hasta el final y al mirar atrás no llenarte de horror, decepción e ilusiones perdidas? Lo único que quería era poder decir que había valido la pena, que no había sido una pérdida de tiempo, que los cincuenta años habían desembocado en algo, aunque no fuera un hijo, en algo construido y cuidado entre marido y mujer de lo que pudieran enorgullecerse y casi tan importante como un hijo. Y ahora todo esto: él abriéndose paso entre todas las capas, él hurgando entre sus pertenencias para regresar donde quería estar, en la época antes de que ella apareciera. Una vez, con una amargura que le contrajo la boca como si la pregunta fuese vinagre, le preguntó: ¿De cuánto estaba? De seis semanas, contestó el señor Mercer. Calculamos que debía de estar de seis semanas.

A las seis semanas el feto es algo pequeñito agazapado dentro de la madre como una criatura en hibernación. El diccionario médico estaba en el desván, en un rincón abarrotado donde los aleros descendían detrás de una especie de falso muro de aglomerado. Pero el señor Mercer dio al fin con él y encontró una ilustración de un feto de seis semanas y se sentó debajo de la bombilla desnuda a observarlo como si fuera un adolescente. Lo que más le llamaba la atención cuando pensaba en él y en Katya era su temeridad. Esa fue la palabra que le vino a la cabeza. Fuimos unos temerarios. Porque la verdad es que, si las cosas estaban mal en Baviera, de donde nos marchábamos, no estaban mucho mejor en Italia, adonde nos dirigíamos, y allá arriba, en la nieve, en cuanto nos pusimos en camino, no se nos ocurrió nada mejor que buscar un embarazo. Temerario. Porque era evidente que tarde o temprano tendríamos que bajar, dejar atrás el aire puro, las flores y la nieve, y enfrentarnos a nuestras responsabilidades en un mundo que iba de mal en peor. Aunque cuando lo pensaba detenidamente, no parecía en absoluto temerario, porque su mayor certeza, después de tantos años, era lo seguros que habían estado hacía tantos años de que lo que él quería de ella y ella quería de él era un hijo y seguir viviendo y vivir juntos para siempre. Y no se te puede tachar de temerario cuando estás tan seguro de cuál es tu objetivo en la vida y obras en consecuencia. Y aunque no iban a ningún lado en especial, solo a Italia, y no importaba demasiado a qué lugar de Italia, bastaba con que la meta fuese ir desde donde partían hasta donde se dirigían y encontrar algún lugar bonito donde dormir como marido y mujer con la alianza matrimonial dorada. Y los días en los que no iban a ninguna parte y se quedaban en la cama y, si les apetecía, daban un corto paseo por los alrededores, tenían tanto sentido como los días en los que partían a las cuatro de la madrugada muy serios. ¿Cómo nos las arreglábamos para comer?, se preguntó allá arriba en el desván como si otra persona se lo estuviera preguntando. ¿Cuánto dinero llevábamos entre los dos para continuar así día tras día, semana tras semana? Me figuro, dijo en voz alta o para sus adentros, que Dios y la gente amable a lo largo del viaje proveían. Tengo la sensación, dijo él, de que en cierto modo le caíamos bien a la gente y de que de un modo u otro se alegraban al vernos aparecer. Cuando el señor Mercer pensaba en sí mismo y en ella, se acordaba de ciertas flores, pero no de las gencianas a las que ya se les había pasado la época de que pensara en ellas, sino en una violeta solitaria y frágil que crecía nada menos que en el hielo, en cuanto surgía el menor hueco con hierba o tierra, con el agua descongelándose a su alrededor y bajando tumultuosa, allí veías despuntar una o varias de estas flores frágiles. Entonces, y mucho más ahora, quiso calificar a aquellas flores de valientes: pero una flor era una flor y no era ni valiente ni cobarde ni ninguna otra cosa; sin embargo, la palabra «valiente» le venía a la cabeza cuando pensaba en aquella manera rápida de aprovechar la ocasión para asomar en cuanto el hielo se partía aunque fuera un poco. Y así era como pensaba en Katya y en él al cabo de tantos años, cuando Hitler estaba en el lugar de donde se habían marchado y Mussolini, en el lugar al que se dirigían, allá arriba, vagando y haciendo un hijo en cuanto le dieron la espalda a la civilización.

***

Otra vez martes. ¿Adónde era la excursión de hoy?, preguntó el señor Mercer. La señora Mercer tuvo la impresión de que había envejecido diez años en una semana, si eso era posible en un hombre con sus años. Al Horseshoe Pass, contestó, alegre, y a Swallow Falls, a ver paisajes. Lo pasarás bien, dijo él.

En cuanto ella cerró la puerta, él se calzó las botas que no eran aquellas botas pero se parecían, porque siempre había comprado las mismas, y preparó una mochila con mapas y algunas provisiones para el viaje. Los mapas eran los mismos, en letra gótica, con una pareja de excursionistas en la cubierta vestidos con el traje de aquella época y aquel lugar. Los había encontrado en el desván junto con las fotos que guardaba ahora cerca del corazón en una billetera con la carta para probar que tenía derecho a verla en el hielo en caso de que algún funcionario lo pusiera en duda. Cuando lo tuvo todo, sombrero, bastón y dinero que sacó del lugar donde escondía el suyo, debajo de una de las vigas, escribió una nota para que la señora Mercer se la encontrara encima de la mesa al regresar de la excursión. Querida Kate, escribió, perdóname otra vez por lo del té, confío en que como pariente más cercano comprendas que tengo que ir a verla y estoy seguro de que después aquí todo volverá a la normalidad entre tú y yo. P.D.: He vuelto a pedir hora en el médico para el lunes, dentro de una semana. Creo que le diré que me recete algo un poco más fuerte para calmarme.

Donde el camino se alejaba de las mismas casas, el señor Mercer se detuvo un momento a contemplar la vista, el estuario, el río que se ensanchaba hasta entregarse al mar infinito. Una luz soleada bañaba el lugar donde lo dulce se mezcla con lo salado y lo salado abraza el río entero, todos los arroyos de todas las colinas a lo largo de todo el recorrido, y no nota la menor diferencia y sigue vasto y plano y fluye, fluye imbebible. Equipado para marcharse, con dinero y unas galletas para el viaje, el señor Mercer se obligó a pensar en un bebé de seis semanas que se gestaba en una muchacha veinteañera descubierta en el hielo ahora, al cabo de sesenta años, porque el glaciar había perdido su nieve y la habían hallado allí, fresca. La mujer amable frente a cuya casa se había detenido debió de observarlo sus buenos diez minutos desde la ventana antes de salir, preocupada. Hizo entonces todo lo posible, lo sacudió despacio, le habló muy de cerca mirándolo a la cara ausente, para penetrar en aquello que seguía vivo en él detrás de las gafas y el velo de lágrimas.

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Autor: David Constantine. Traductora: Celia Filipetto. Título: En otro paísEditorial: Libros del Asteroide. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro.

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