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En memoria de los muertos - Emilio José Serrano Loba - Zenda
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En memoria de los muertos

Así que ha surgido un grupo de gente variada, miscelánea, como la de los aperitivos salados que uno compra en el mercado. Una de terraplanistas, antivacunas, que si los alienígenas, las mentiras del Cambio Climático, las bondades de la caza, los toros y la cultura… Como el mix de frutos secos con emanems. Negacionistas. Hay...

No sé de qué manera he terminado por hacer pequeños cuadernos de algunas de las desventuras medioambientales que he presenciado. Siempre fue una idea que me repelió. Eso de compartir el sufrimiento de otros en textos… Pero parecemos demasiado empeñados en taparlo, en mirar a otro lado y vivir por encima de nuestras posibilidades. No ya como especie —esa barrera la superamos hace mucho—, sino que estamos empeñados en vivir por encima de las posibilidades del planeta Tierra. Y lo estamos logrando. Creo que esta es la única carrera de fondo que puede terminar toda la raza humana.

Así que ha surgido un grupo de gente variada, miscelánea, como la de los aperitivos salados que uno compra en el mercado. Una de terraplanistas, antivacunas, que si los alienígenas, las mentiras del Cambio Climático, las bondades de la caza, los toros y la cultura… Como el mix de frutos secos con emanems. Negacionistas. Hay muchos a los que cabrean estas gentes. A mí no me sorprenden. Hemos sido negacionistas toda nuestra vida. Construimos la industrialización sobre pilares de negación. Lo importante, nos decíamos, era lo inmediato. La casa, el coche, la pareja, los hijos. Ahí reside el valor de nuestra existencia. El planeta es un lugar muy grande, y seguro que habrá tiempo para arreglar esos pequeños desaguisados sin necesidad de que uno sacrifique lo propio.

"Uno es buzo, pero no de los que necesitan dos instructores para bajar veinte metros y que aún así te rastrillan todo el fondo marino"

El negacionismo seguramente sea la condición necesaria para el nacimiento del neoliberalismo. Lo que pasa es que una pandemia, que seguimos pasándonos por el forro de las partes que sirven para cuero, ha servido para que todos esos locos que opinan de disciplinas tan complejas como la inmunología o la epidemiología salgan a la luz. Y de ahí popularizamos el adjetivo de marras. No habría estado de más que también se hubiera extendido eso de ecología. Y no la de pancarta, jabón reciclado de los fritos del mardonas y extremistas paranoides, sino la ecología científica, la compleja, la útil, la madre de la conservación. Pero no ha sido así. Por eso me veo en estas, de narrar historias vividas con mucho dolor, para ver si a alguien le sirven de algo. Lo que es seguro es que en mi memoria, cuando se la coman los gusanos de las sinapsis, no van a servir de nada.

A esto no se le llama ecología tampoco. Si acaso divulgación conservacionista. Mejor no apuntar muy alto.

Esta semana les traigo una anécdota que puede ser más o menos larga, según cómo se cuente. Llevo ya más de cuatrocientas palabras, y como no disfruto últimamente de alargar esto demasiado, seré esquemático.

Diciembre. Murcia. Hace unos cuantos años. Yoquesé si cinco o seis. Uno es buzo, pero no de los que necesitan dos instructores para bajar veinte metros y que aún así te rastrillan todo el fondo marino, que eso queda para sembrar patatas. Uno es buzo de verdad. Y a pesar de esto —maravillas de nuestra patria— no me he librado del sector de la hostelería. Corre diciembre, como dije, y estamos en esa fecha del puente pre-navideño. Turno de muchas horas en un restaurante local de la capital, sin contrato. Claro que sí. Lo de cobrar por horas ya si eso en mis sueños. Hay que trabajar tanto como te digan, porque siempre hay mil más dispuestos a ocupar tu puesto e incluso con condiciones peores. Al presi de la comunidad le encanta comer ahí.

Salgo un sábado de trabajar alrededor de las ocho de la tarde, tras entrar para los desayunos, treinta y cuatro euros más rico. Tengo una llamada perdida de una red de buzos —técnicos y de otro tipo— que existía —lo que haya sido de ella ahora ni idea— para ayudar en casos de animales atrapados por redes. En Cabo de Palos unos pescadores creen que hay al menos una ballena atrapada en una de sus redes.

"Tras un rato, veo que salen a la superficie formas oscuras, elegantes y alargadas. No son ballenas. Son calderones"

De la asociación, que como siempre ocurre en estas cosas, existía más por presumir que por utilidad verdadera, solo otro se ha ofrecido voluntario. No le conozco, pero sea como fuere, tengo más experiencia, él lleva menos tiempo. Así que nada. Después de gozar del milagro laboral español, a conducir a la costa. Los lectores que sean buzos se imaginarán que no está uno en condiciones para hacer según qué cosas bajo el agua.

Los pescadores nos llevan a la zona. Su red… como que no eran coordenadas, no sé si me explico —no entraremos a valorar los aspectos legales, porque a veces uno necesita la ayuda de cualquiera, y hay que mirar a otro lado, o te quedas en tierra, que los de las pancartas no te dejan los barcos—. Tras un rato, veo que salen a la superficie formas oscuras, elegantes y alargadas. No son ballenas. Son calderones. Intuyo que de aleta larga. Globicephala melas, vamos. No deberían estar en esa zona a principios de diciembre. Se ve que no les han dicho lo del Cambio Climático y los inventos de la ciencia. Los pescadores dicen que llevan ahí desde que fueron a recoger las redes ese día. Que apenas se mueven. Están alrededor de la zona de la boya. Sin contar con la ayuda de ROVs —esto es Remotely Operated Underwater Vehicle—, que uno no es James Cameron ni Greenpeace, y si trabaja por 34 pavos, está como para permitirse sondas. Bastante que tengo el equipo de buceo. Más o menos.

Las conclusiones para los hombres de mar, y para el científico friegaplatos y sirve-gin-tonics, están claras: hay al menos uno enredado. Lo que queda de las redes son las boyas: el resto está roto y bien abajo.

Hay que descender. Me emociono, porque soy un inconsciente. Es para lo que se está ahí. Mientras conducía desde Murcia hacia la costa iba pensando en las cargas que llevaba en las botellas, las mezclas y las profundidades que me pueden permitir. Rezo porque el compañero tenga consigo focos de umbilical —que iluminen de verdad, vamos—, porque en eso mi equipo está corto.

"Doy gracias de que la mar esté tranquila, espero no sorprenderme con corrientes abajo. Aseguro mi posición respecto al barco"

Que cuánto creo que hay que bajar, me pregunta el compañero. Yo ya estoy equipándome. Hace frío y estoy cabreado con los pescadores y el puñetero SEPRONA. Le contesto con sorna que estos bichos se han monitorizado hasta más de mil metros, que si eso nos asfixiaremos algo. Verán, no soy bueno a veces en percibir el estado anímico de los demás. Y menos cuando me estoy equipando, pensando en posibilidades y estresado por que un animal pueda morir asfixiado. Quizás para alguno sea complicado entenderme. Pero véanlo así: todo lo que he estudiado, lo que he aprendido, no ha sido por ver sitios exóticos, ni animales extraños, ha sido por poder ayudar ahí donde desearía haber estado cuando leyera el suceso en el periódico.

Mi compañero me dice que no va a bajar. Que nos volvamos. Esto es básico en el buceo. Lo mínimo es un equipo de dos. En especial en condiciones como esas. La seguridad de uno es lo primero, dicen. Asiento y respeto su decisión. Lo último que quieres es alguien que entre en pánico en aguas oscuras y heladas, sin poder escapar a la superficie. Le pido sus focos. Parece que va a costar convencerlo, pero recordarle lo de algún calderón atrapado ahí abajo sirve.

Doy gracias de que la mar esté tranquila, espero no sorprenderme con corrientes abajo. Aseguro mi posición respecto al barco, porque por potentes que sean los focos, no voy a ver nada. Me tiro al agua y termino de equiparme en superficie. Como no sé hasta dónde voy a tener que bajar, me equipo como un tanque. Hay quienes dicen que los que practican snorkel son gacelas, los buceadores recreativos son caballos, y los buzos técnicos son elefantes. Para bajar me sirvo de la guía de la boya. Hace frío, joder. El traje seco no se puede pagar con sueldo de camarero. Toca mojarse y pasar frío. El frío no es una broma, te puede matar. Les sorprendería saber cuánto imprudente muere de hipotermia en el Mar Menor, en esa sopa muerta. Por suerte el Mar Mediterráneo tiene una dinámica abierta, y los cambios de temperatura no son tan bruscos con respecto a la superficie.

Veo pasar sombras negras a los lados. Los calderones. Cuando al fin la luz, que a lo lejos solo parece iluminar lo infinito que es el pasillo de oscuridad bajo el agua, roza una superficie que brilla, sé que he dado con la red. A casi sesenta metros. Y ahí está, tan enredado como se pueda estar, un calderón. Solo uno. Parece que se las haya apañado para enrollarse en toda la red. Hay que cortar la red. La profundidad, la solubilidad de los gases, la física de las narices, y el cansancio adormecen el cuerpo.

Alrededor del animal nadan miembros del clan. Yo saco el cortacabos, que va a ser lo más rápido, y espero no tener que malgastar tiempo con las tijeras. Voy bien de tiempo en lo que a aire se refiere, pero las paradas de seguridad antes de salir a la superficie van a ser largas. Y serán tanto más largas cuanto más tiempo pase abajo.

"En un momento dado se me ocurre mirar arriba y me encuentro con un calderón en horizontal sobre mí, mirándome"

El animal no hace ningún intento por alejarse, tampoco pienso que pudiera. Pero los cetáceos tienen algo que hace que sea fácil entenderse con ellos bajo el agua. En los delfinarios, drogados, la historia es otra. Corto todo lo que rodea al animal, que no puede superar los seis metros, pero me parece inmenso. Su ojo está clavado en mí. En mis manos más bien. Necesito que se mueva, empujarlo no tendría utilidad. Le hago un gesto con la mano. “Gira”. Lo repito. “Gira”. El animal gira. Hay anzuelos clavados en su cuerpo. ¿De la red? No puede ser. Bueno, no debería ser. Habrá que hablar con los pescadores. Necesito los alicates. Trabajo despacio. El frío me tiene idiota. El cansancio ya no lo recuerdo. En un momento dado se me ocurre mirar arriba y me encuentro con un calderón en horizontal sobre mí, mirándome. Supervisan lo que le hago a su compañero de clan. A estos animales los masacran en las Islas Feroe, pienso. Las fiestas de los pueblos, que se les va la cabeza… hijos de… Pero no hay tiempo para eso. Termino por liberar al calderón, y se mueve despacio al principio, pero sale disparado hacia arriba al cabo. Debe de haber podido respirar aire en algún momento, antes de quedar enredado del todo. O ya estaría muerto.

Yo lanzo una de mis boyas de buceo con una luz. Si no lanzo otra —siempre llevo dos, pero bajé con otra más del compañero—, es señal de que empiezo el ascenso. Me tomo uno de esos botecitos de “energía líquida” que a veces uso en el gym, y a esperar. No voy a mentir diciendo que no disfruto del tiempo parado en la columna de agua, en medio de la oscuridad. Solo. Lo único de lo que me arrepiento es de no haber encontrado un modo de evitar que la red cayera del todo. Las redes fantasma matan mucho más que a un simple calderón. Y recogerlas requiere un esfuerzo aún mayor, como pueden imaginar. Pero debo reconocer mis límites. Mientras espero repaso las botellas, me orino en el traje para calentarme, compruebo la profundidad, el tiempo, que mis dos ordenadores estén de acuerdo —no es broma, siempre hay que llevar dos de todo: si te falla a 50 metros no vas a encontrar otro— la posición de los reguladores, que los arneses estén donde y como deben. Voy más cargado que un astronauta.

Pasa el tiempo y los calderones regresan. Van y vienen, pero están todo el rato conmigo en lo que dura el ascenso. Que cada uno saque sus conclusiones. Yo saqué las mías y no las comparto, porque no son cosas que un científico deba pensar. Y porque no les voy a contar todo, qué leches.

Cuando por fin salgo a la superficie me quedo a dormir en el barquito pesquero. Tengo burbujas en los músculos. Mejor moverme lo mínimo posible. Hablo un poco con el que ya no será compañero nunca más, y con los pescadores, que dicen no saber nada de cebo en las redes —sic—. Cuando llega la mañana tengo que volver a ponerme el pantalón y la camisa negras para ir a trabajar. Corro en el coche de regreso a Murcia. Un Monster al salir de Cabo de Palos, un Red Bull en una gasolinera a mitad de camino. Llego al trabajo diez minutos tarde y, como es habitual, reprimenda y malas palabras. Reniego algo, me hago un café, y me pongo a montar la terraza.

"Siempre ilustrará mejor la muerte de un ecosistema un montón de delfines muertos antes que corales de color marrón y con líneas negras"

El resto del día es gente de fiesta, el proveedor de pescado presumiendo de cómo pesca con arpón y botella, algo ilegal y habitual, con el gerente, y yo, que no me callo una, demasiado cansado para discutir. Cuando el día termina, un poco antes de las ocho de la tarde, regreso al coche, agarro el móvil y me peleo con todos los que están en el grupo de buzos de rescate de WhatsApp. La fiesta era más importante que la vida de un calderón, o de un clan. El grupo está para sentirse superiores, para dar el porculo con mensajitos y tonterías. Pero cuando fue necesario, todos tenían compromisos sociales. Para mí es habitual pelearme con todo el mundo —les sorprendería—, y aquello solo es algo que debo hacer.

Luego conduzco de regreso a casa. Beso a mis hermanas —que algunos llamarían gatas—, y aunque al día siguiente tengo un examen, me ducho, ceno y me duermo leyendo.

Como yo hay algún otro. Pero todos están solos. Las ONGs únicamente piensan en su propia supervivencia, ya que son más estado que entidad destinada a ayudar. Para la sociedad somos locos. Esto que he contado, para cualquier buzo que me lea, es una locura, una apuesta por el suicidio. Pero es el modo de vida que elijo, es la ética y son mis valores. Por desgracia, es necesario contar intervenciones extremas como estas para procurar abrir los ojos de otros ante la muerte del mundo natural, las amenazas de la actividad del ser humano, y el espíritu de parásitos colonialistas que nos imbuye a todos. Que me río yo del espíritu de la Navidad.

Siempre ilustrará mejor la muerte de un ecosistema un montón de delfines muertos antes que corales de color marrón y con líneas negras. Aunque sea lo segundo lo que de verdad represente un grito de la naturaleza.

Esta columna no busca transmitir moraleja, ni da más monsergas de las necesarias. Saquen ustedes sus conclusiones. Yo solo sigo, como anticipé la semana pasada, hablando por los muertos. Alguien tiene que hacerlo, alguien que los haya visto.

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Emilio José Serrano Loba

Me llamo Emilio José Serrano Loba. Soy murciano, así que ya es un milagro que sepa escribir. Hablar bien es otra historia. Soy biólogo marino en Miami. Mi carrera investigadora cuenta con un enfoque principal en biología evolutiva, teoría del caos y conservación animal. En enero de 2021 verán la luz, de forma escalonada, cinco novelas infantiles de mi autoría en España, América Latina y Estados Unidos; ese mismo mes, será publicada mi primera obra de teatro, en la revista Baquiana. @EmilioLoba34648

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