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En memoria de la memoria, de Maria Stepánova - Zenda
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En memoria de la memoria, de Maria Stepánova

Tras la muerte de su tía, la narradora afronta la penosa (y sin embargo evocadora) tarea de vaciar un apartamento repleto de fotografías descoloridas, de viejas postales, cartas, diarios íntimos e infinidad de recuerdos: el rastro de una vida, el repositorio de un siglo de existencia en Rusia. Estos fragmentos de historia personal, recopilados con...

Tras la muerte de su tía, la narradora afronta la penosa (y sin embargo evocadora) tarea de vaciar un apartamento repleto de fotografías descoloridas, de viejas postales, cartas, diarios íntimos e infinidad de recuerdos: el rastro de una vida, el repositorio de un siglo de existencia en Rusia. Estos fragmentos de historia personal, recopilados con absoluto esmero, relatan las vicisitudes de una familia judía de origen humilde que logró sobrevivir a la persecución implacable de su pueblo durante el pasado siglo. Stepánova firma un texto de extraordinario valor literario, en el que, entrelazando géneros, plantea una audaz reflexión sobre la historia y los mecanismos de la memoria, y donde también tienen cabida las impresiones, las remembranzas y los personajes más variopintos. Un libro sutil, inteligente y bello, impregnado de la delicadeza de la buena poesía.

Zenda adelanta un fragmento de La memoria de la memoria, de Maria Stepánova (Acantilado).

***

PRIMERA PARTE

1. UN DIARIO AJENO

Murió mi tía Galia, hermana de mi padre. Tenía poco más de ochenta años. No estábamos muy apegados y una larga lista de divergencias de opinión y agravios que acumulaba la familia era responsable de ello. Mamá y papá mantenían con ella unas relaciones, digamos, complejas, no nos veíamos a menudo y entre nosotros no se había forjado ningún vínculo que tuviéramos como propio. Nos telefoneábamos muy de vez en cuando, nos veíamos todavía menos, y con los años, después de que desconectara el teléfono («¡No quiero saber de nadie!»), la tía se hundió todavía más hondo en el marco que había construido con sus propias manos: la masa de cosas y cosillas que constituía su pequeño apartamento.

La tía Galia vivía presa del ansia de la belleza. Su sueño era alcanzar la decisiva, definitiva, colocación de los objetos que poseía, pintar las paredes y colgar las cortinas de manera óptima. En una ocasión, hace unos años, se embarcó en una limpieza general que fue apoderándose de toda la casa poco a poco. Se la pasaba sacudiéndolo todo y eligiendo lo imprescindible. Se impuso estudiar y catalogar el contenido del apartamento: cada taza requirió un pensamiento, los libros y los papeles perdieron su condición primigenia para convertirse en meros usurpadores del espacio, y ahora, apilados y amontonados, segmentaban el apartamento levantando barricadas. La vivienda tenía dos habitaciones y a medida que los objetos se fueron apoderando del espacio, Galia pasó de una a otra llevándose consigo todo lo necesario. Pero pronto en la segunda habitación comenzó el proceso de selección y estimación. La casa había sacado a la luz sus entrañas y no sabía cómo devolverlas a su sitio. Se había perdido la distinción entre lo importante y lo superfluo; ahora todo tenía alguna significación, especialmente los periódicos amarillentos reunidos a lo largo de décadas y las altas columnas de recortes que cubrían las paredes y la cama. En un momento dado, la dueña de la casa sólo podía acomodarse en un pequeño sofá desfondado, donde en una ocasión de la que guardo un recuerdo especial permanecimos sentadas un buen rato las dos en medio de un enfurecido mar de tarjetas postales y revistas de variedades. Ella intentaba que me comiera unos calabacines que había preparado siguiendo cierta receta y atiborrarme con unas chocolatinas especialmente caras y reservadas a las visitas, mientras yo rehusaba avergonzada. El titular en el recorte de periódico colocado en lo alto del montón que quedaba más cercano a nosotras decía: «¿Qué santo rige tu signo del zodíaco?». El nombre de la publicación y la fecha aparecían cuidadosamente escritos en lo alto del papel muerto, con su espléndida caligrafía y tinta azul.

Llegamos una hora después de haber recibido la llamada de la enfermera. La escalera estaba en penumbras; se oía un pertinaz zumbido. En los peldaños y el rellano esperaban desconocidos que se habían enterado de la muerte y habían llegado a la carrera antes que nosotros para ofrecer los servicios que son de rigor en estos casos. Básicamente, ayudar con el papeleo: llevar los documentos a sellar, ponerlo todo en marcha. ¿Quién les habría avisado? ¿Acaso la policía? ¿Los médicos? Uno de ellos pasó con nosotros a la habitación y permaneció allí de pie, sin quitarse la chaqueta.

La tía Galia murió la noche del 8 de marzo, el día de la fiesta soviética de las mimosas y las tarjetas postales con imágenes de patitos, uno de los días en que nuestra familia solía reunirse en torno a la mesa desplegada, apropiada para recibir visitas. En esas ocasiones se servía gaseosa en copas oscuras de color rubí y hacían acto de presencia las cuatro ensaladas ineludibles: la de zanahoria con nueces, la de remolacha con ajos, la ensalada de queso y la gran conciliadora: la Olivier, la ensaladilla rusa. Pero hacía ya treinta años que esas reuniones no se convocaban. Cesaron incluso antes de que mis padres se marcharan a vivir a Alemania, la tía Galia se quedara en Rusia y los diarios comenzaran a ocuparse de asuntos inquietantes, como los horóscopos, las recetas y los remedios familiares.

Lo que la tía no quería en modo alguno era ir a parar a un hospital, y argumentos para ello no le faltaban. En un hospital habían muerto sus padres, mis abuelos, y Galia tenía su propia experiencia con la sanidad pública. No obstante, las cosas llegaron al punto en que se requería llamar a una ambulancia, y así se habría hecho de no ser porque era festivo y se decidió esperar al lunes, día laborable, circunstancia que le concedió a Galia la posibilidad de tumbarse de lado y morir dormida. En la habitación contigua, la ocupada por la enfermera, numerosas fotografías y dibujos de mi padre, Misha, ocupaban todo el ancho de la pared en orden escaqueado. La más próxima a la puerta era una instantánea en blanco y negro que pertenecía a la serie que tomó en una clínica veterinaria en la década de 1960, mi preferida. Es una fotografía espléndida. Un perro y su amo esperan su turno. El amo es un sombrío muchacho de unos catorce años y apoya el hombro sobre su perro, un boxer.

Ahora el apartamento de la tía Galia tenía un aire de pasmo, de encogimiento, atiborrado como estaba de objetos súbitamente devaluados. Las secas armazones de varios televisores callaban en los rincones de la habitación principal. Un frigorífico nuevo y enorme estaba completamente lleno de col congelada y hogazas de pan («A Misha le gusta mucho el pan. Tú compra bastante»). En los estantes estaban todos los libros que uno solía saludar cuando venía de visita, como quien da los buenos días a un familiar: Matar a un ruiseñor, el libro de Salinger con las tapas de color negro y un niño en la cubierta, los lomos azules de la Biblioteca de poesía, los volúmenes grises de Chéjov, los verdes de Dickens. Había otros viejos conocidos en las baldas: un perro de madera y otro, amarillo, de plástico, y la talla de un oso con un banderín sujeto de un hilo. Todos parecían dispuestos a emprender un viaje; todos de repente abocados a dudar de su propia utilidad.

Cuando me puse a ordenar los papeles unos días más tarde, no encontré casi nada escrito entre las fotografías y las tarjetas postales. Había montones de ropa interior de invierno y calzoncillos de uniforme, y también faldas y americanas nuevas y bonitas, ropa para grandes ocasiones y, por lo tanto, apenas estrenada y todavía con el olor de las tiendas soviéticas. Había una camisa bordada de antes de la guerra y pequeños broches de hueso, broches delicados, de señorita: una rosa, otra rosa, una cigüeña. Estos últimos pertenecieron a la madre de Galia, mi abuela Dora, y nadie los llevó en cuarenta años. Entre todos esos objetos que ahora se hacían polvo ante mis ojos existía un nexo directo e incuestionable, que sólo adquiría un sentido si se los concebía como un todo, se los ubicaba en el marco general de la duración de la vida. En un libro que trataba sobre la naturaleza del cerebro leí que para conseguir ver un rostro en una cara, para concebirla como un rostro, no se precisa tanto captar la totalidad de los rasgos como tener consciencia del óvalo. Sin el óvalo es imposible, porque es éste el que dota de un límite a la historia, el que reúne todos los elementos en un todo inteligible. La propia vida, mientras dura, puede servir como un óvalo de este tipo. También, ya post mortem, la línea que enhebra el relato de lo que ocurrió en el pasado hace las veces de óvalo. De golpe y sin oponer resistencia, todo el contenido de aquella casa se supo reducido a la condición de basura, perdió cualquier dimensión humana y dejó de recordar o significar algo.

Confrontada con todo aquello y entregada a la labor que me había llevado allí, me sorprendió que en una casa donde se leía tanto se escribiera tan poco e intenté encontrar, con vacilante ternura, las teclas que podía pulsar: ciertas frases del pasado remoto o más próximo, historias que ella me había contado, preguntas de cómo le iba a mi enano, es decir, a mi hijo, que estaba creciendo, el relato de una marcha en los años treinta a través de los campos, la irrecuperable tela de las palabras que se desvanecía deprisa. «Nunca diría fastuoso, sino sólo lujoso», me dijo una vez la tía Galia en tono severo. Y también otras cosas que ya no alcanzo a recordar, algo sobre un padre al que llamó padrecito, cotilleos de las amigas, novedades de las vecinas, noticias de una vida muy solitaria que se bastaba a sí misma.

No obstante, el apartamento era también un lugar de escritura y lo descubrí muy pronto. Entre los objetos de los que la tía Galia no se separó hasta el último instante, posesiones que pedía le alcanzaran y solía acariciar, había volúmenes y volúmenes de diarios llenos de anotaciones, apuntes de una crónica escrita día a día, que llevó durante años, nulla dies sine linea, con carácter obligatorio, como lo era levantarse por la mañana y lavarse. Todavía estaban en una caja de madera junto a la cabecera de su cama, y eran muchos: alcanzaron a llenar las dos bolsas grandes en las que me los llevé a casa, al pasaje Bannii, donde emprendí inmediatamente su lectura en busca de un relato, de explicaciones, del óvalo. Y los leí enteros. ¡Vaya si eran extraños aquellos diarios!

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Autora: Maria Stepánova. Traductor: Jorge Ferrer Díaz. Título: La memoria de la memoria. Editorial: Acantilado. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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