Leo que el término “anomia” procede de finales del siglo XIX y se encuentra en el origen de la sociología moderna. Y que por anomia se entiende una carencia de normas que produce desorganización social y aislamiento del individuo. También que son muchos los autores que se han ocupado de esta idea y de sus manifestaciones, unas manifestaciones que no son en absoluto fáciles de percibir con claridad, cuando, sin embargo, sí creemos percibir que la anomia se encuentra ante nosotros. Y me parece que hoy, si bien posiblemente no adolecemos de normas, sí podríamos estar carentes de eficacia o de alcance de las normas. Cierto que estamos “organizados”, pero ¿acaso no nos encontramos desconcertados, con un nivel extraño de incertidumbre y desazón o miedo? ¿No percibimos una insuficiencia en su utilidad a la hora de sentirnos estables, de conferirnos seguridad o poder creernos en la senda vital óptima y con sentido?
En su libro Next: Sobre la globalización y el mundo que viene, Alessandro Baricco ha señalado la idea de globalización como posible causa de un estrés invisible, innombrado. Parte de nuestro desconcierto —nuestra incertidumbre, nuestro miedo— sería consecuencia de la inquietud que produce un mundo que amenaza con globalizarse pero en realidad no lo hace, se pone a ello pero no acaba; un mundo que propone la globalización como panacea aunque esta no se encuentre más que allá adelante en un futuro hipotético, como quimera o utopía. En su hacerse, la globalización no cuenta con unas normas claras para todos. Los objetivos colectivos de la globalización son difusos y a menudo contradictorios. Los objetivos personales en medio de ese proceso de globalización se encuentran acuciados por toda clase de informaciones y contrainformaciones. Esta inquietud dolorosa es propia de un estado de cosas que Alessandro Baricco compara con el oeste americano. Recuerdo que yo mismo lo hice también en un texto de mediados de la década del 2000, a partir de una apreciación de Xavier Pérez y Jordi Balló en su libro La semilla inmortal, donde refieren el tema de “la venganza” en la ficción cinematográfica como propio de la representación de una sociedad pre democrática. En el oeste americano, los hombres y las mujeres se guiaban con escasas normas en lo que podría describirse como un estado pre democrático. En Occidente hoy, sin embargo, vivimos en estados democráticos, no estamos escasos de normas de convivencia que faciliten la colaboración entre todos nosotros, sin embargo, el mundo en su conjunto —el mundo que se globaliza— no es una democracia. Se trata, además, de un mundo cuya economía financiera nos pasa por encima e incluso pasa por encima de nuestros representantes democráticos (de los parlamentos, de la soberanía de las naciones: recuérdense los ataques a la prima de riesgo española de hace tan sólo unos años), debilitando, por tanto, no sólo nuestra soberanía sino también nuestra identidad. ¿Hasta el punto de necesitar el refuerzo identitario? ¿Estaríamos generando identidades como salvavidas en medio del desconcierto general?
La reproducción de identidades woke y de identidades como las de QAnon, los INCEL o los Identitarios, o la exacerbación de los nacionalismos, ¿podría estar relacionada con la anomia de nuestro tiempo, con la incertidumbre anómica, con el dolor anómico, o, incluso, con lo que Carlos Santiago Nino, en Argentina, definió como “anomia boba”: esto es, el despropósito de ignorar o violar las normas que nos hemos impuesto, cuando estas nos benefician, desconociendo que al incumplirlas nos terminamos perjudicando?
Recuerdo la sensación que me invadía continuamente en los años de la pasada crisis financiera (2008 en adelante), sensación que, por desgracia, sigue vigente: simplemente volvía de comprar el pan y pasaba ante un casino, y, por supuesto, no entraba, pero me alejaba hacia mi casa con la desazón propia de quien había intuido que unas pocas personas, allí dentro, estaban jugándoselo todo, también lo de todos nosotros, también lo mío. Esa sensación era constante al leer los periódicos o ver los informativos: por poco que poseyeras, en algún sitio parecía haber alguna clase de infame tropa jugándoselo y, tal vez, perdiéndolo, si no ganándolo para sí de un modo que nos lo hurtara a nosotros y nos empobreciera. Y esta no es una sensación solo española, sino que se da con distinta intensidad en todas partes. Si por anomia entendemos una debilidad prolongada de las normas —un estar en crisis—, resulta evidente el dolor que nos causó la crisis financiera de 2008. Ese dolor, en medio entonces de un panorama de “guerra global contra el terrorismo” tras los atentados de las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001, produjo un serio clamor —anti belicista, anti capitalista, anti financiero, anti especulativo, con diferentes expresiones en varios lugares representativos…: el 15 M en Sol, Occupy Wall Street en Nueva York—, un clamor que no obtuvo una respuesta verdadera, certificándose así la indefensión del individuo de hoy. Uno tiene la sensación de que el casino en el que unos pocos tipos se lo juegan todo continúa ahí, a pesar del daño que eso nos hizo ya. Y ello abunda en la idea de que no podemos estar muy seguros de que podremos alcanzar nuestros objetivos vitales. Las vertiginosas transformaciones que está sufriendo el mundo laboral apuntan en la misma dirección: precariedad, movilidad, incertidumbre sobre el futuro, ausencia de futuro…, y ello, parafraseando el título de Richard Sennett, nos corroe el carácter.
El dolor que todo ello produce es moral. Y, por lo tanto, se trata de un dolor ante el que parece que sólo cabría una solución moral, moralizar la vida, postular un mundo mejor mediante un imperativo deber. Ahí podría haber encontrado su hueco el populismo de izquierdas y el populismo de derechas. Hay algo muy contradictorio pero real en que la globalización nos proponga igualarnos y, sin embargo, gritando “igualdad”, respondamos con una miríada de identidades que, precisamente, nos desigualan. Lo identitario en este caso no es igualador. El identitarismo nuestro busca desesperadamente una cohesión, pero lo hace en el pequeño grupo, en la minoría, descohesionando el conjunto de la sociedad. Es pan para hoy, posiblemente, y denota la desesperación ante la imposibilidad de una cohesión seria, mayor, entre los más.
Una mayor cohesión entre las personas de distintas razas allí donde conviven, especialmente donde conviven blancos y negros, parece un imperativo moral. Sin embargo, mediante las diatribas woke, lo que se produce en aquellos lugares donde blancos y negros conviven es una polarización entre identidades enfrentadas, descohesión social que incluye ya no sólo a blancos y negros como grupos étnicos, sino, también, a buenos y malos blancos, a buenos y malos negros como grupos morales identitarios.
La cohesión social entre hombres y mujeres por medio del amor, la convivencia, la lealtad en la pareja, la formación de una familia, el cuidado de los hijos, parecería una cohesión indispensable para el buen funcionamiento social. Sin embargo, tanto la economía actual en gran parte de Occidente como el feminismo dogmático debilitan esa cohesión, la combaten, y, por ejemplo, fomentan la antinatalidad o, en su defecto, una natalidad sin padre. El feminismo dogmático acusa al hombre de haber oprimido a la mujer, lo culpa de machismo y de atesorar privilegios, y anima a la mujer a pelear contra él: “el violador eres tú”. La economía parece querer individuos cada vez más aislados: el ser humano aislado, con poca o ninguna familia, requiere cohesionarse desesperadamente con algún grupo. De este modo, si la crisis financiera nos produjo un grado doloroso de anomia, que a su vez se manifestó por medio de identitarismos, aún esos identitarismos están fomentando un grado mayor de anomia. Los identitarismos podrían ser efecto y causa, ambas cosas, del dolor anómico.
Se busca el refugio de la identidad pequeña, se pelea en el terreno de la moralización. En la posibilidad de encontrarnos cada vez más globalizados todo nos excede, y, peor, todo excede incluso a nuestros países. Eso es, en sí mismo, una ausencia de reglas, supone cierta orfandad, una incomodidad manifiesta, un clamor sordo que nos mina, un dolor moral o en el espíritu: un desánimo. En el dolor, dañado y dolorido, el ser humano reacciona y produce algún daño, como esos haters tuiteros que se solazan castigando a otros usuarios de la red social —algo muy satisfactorio, pues estaríamos programados para disfrutar en el momento de castigar— pero no resuelve en sus vidas aquello que les está mortificando de veras. Un dolor moral nos lleva a ocasionar dolores morales sin siquiera darnos cuenta. La mera amenaza de carencia de normas nos conduce al dolor y a la necesidad de identidad y a la conveniencia de un enemigo de nuestra identidad contra el que aglutinar a los nuestros. El resultado es la polarización entre sectas identitarias, la conversión de ideas sensatas en dogmas de fe, el advenimiento de una religión que nos ofrezca las certezas más necesarias. Ante el dolor anómico, el dogmatismo.
No parece que esta sea la primera vez que esto nos sucede a escala planetaria. Intuitivamente podríamos observar que ahora se repite como simulacro paródico lo que en las primeras décadas del siglo XX se produjo con rotundidad histórica. Hubo gripe española en 1918 y habemos Covid hoy, ocasionándonos una incertidumbre, un dolor —el de las pérdidas humanas y el de la ausencia de normas claras al deberlas cambiar por la pandemia—, que se suma al anterior, no resuelto, de la crisis financiera. Escribiendo esto, sucede la invasión de Ucrania por parte de Rusia, que podría venir a abundar en la idea del dolor anómico como causa y consecuencia del desastre. La anomia produce daños que a su vez producen anomia.
También la ecología woke, las creencias ecológicas identitarias, dogmáticas, producen anomia debido a sus contradicciones: nadie sabe realmente a qué atenerse en su propia vida respecto de la posibilidad de que la humanidad esté produciendo el calentamiento global y nos encontremos caminando hacia el desastre. Se postula que el mundo se detenga, pero el mundo no se puede detener. En la mitad de ese dilema no hay más que creencias que se contraindican. Nada que pudiera ser aplicable por un individuo de manera definitiva. Cada individuo interpreta ese peligro a su manera, según su grado de conciencia o según su grado de fe en que las cosas son como nuestras creencias lo indican, en sintonía directa con lo que marcan las cumbres del clima. El más dogmáticamente woke es capaz de realizar acciones terroristas. Lo woke no es diferente a la vieja idea de estar “concienciado”. El menos woke ni se inmuta respecto de que el clima pudiera estar cambiando debido a nuestra acción, no tiene la menor conciencia sobre ello. Una gran mayoría de nosotros parece creer en la ciencia de un modo que resulta religioso, sin conocimiento alguno acerca de lo que la ciencia dice: es decir, a ciegas.
La crisis financiera, los identitarismos, la pandemia, la guerra, todo parece formar parte del mismo proceso de incomodidad creciente. El tiempo de la posverdad, de las mentiras emotivas, de las fake news, de la superstición y de las manipulaciones de la información no abundaría en otra dirección. Qué otra cosa pretendería Putin mediante la difusión de informaciones falsas o malintencionadas sino intoxicar las sociedades de aquellos que considera sus rivales o directamente sus enemigos: el Brexit, Trump, Cataluña, la extrema derecha en Francia, Maduro en Venezuela, la ecología anti energía nuclear en Alemania, las teorías conspiranoicas contra la globalización, las teorías antivacunas… Todo ello produce anomia.
Es un diagnóstico desolador, lo sé. Y no parece que exista la posibilidad de otro diagnóstico. Pero también es cierto que contamos con múltiples recursos de resistencia. Dos de ellos son la escritura, pero no cualquier escritura, y la lectura, pero no cualquier lectura.
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