Las relaciones del artista con su obra suelen ser complicadas, aunque no menos complejas que las que suelen establecerse entre la obra y sus destinatarios. Marcel Proust es uno de esos escritores cuya obra suele suscitar entre sus lectores adhesiones inquebrantables y también, entre aquellos que no lo son, desafecciones no menos incondicionales.
Ciertamente, La recherche es una obra que requiere dedicación y esfuerzo por parte del lector, que no se resuelve leyendo uno o dos volúmenes de su heptalogía, por muy satisfactoria que resulte la lectura de Por el camino de Swan o A la sombra de las muchachas en flor, los títulos en los que suelen quedarse la mayoría de los lectores que han realizado una cala en su obra. Su sentido, su comprensión, y yo me atrevería a decir que su grandeza, solo se alcanza al transitar por El tiempo recobrado, como aquel que asciende la cima y puede contemplar con claridad el vasto territorio por el que ha deambulado.
Es bien conocida, ya como un tópico literario, la magdalena de Proust, y de cómo el poder sinestésico de su sabor y textura desata la memoria involuntaria que origina el desarrollo de la etopeya proustiana. Pero para los lectores de En busca del tiempo perdido existen otros símbolos todavía más sutiles que recorren incesantemente los cinco sentidos, como persistentes llaves abriendo los arcanos de los recuerdos biográficos. Entre ellos, y a modo de ejemplo, pueden citarse: el olor del barniz del pasamanos de la escalera, la flor de los espinos blancos y la Sonata de Vinteuil. Símbolos iniciales que se corresponden con los catárticos y clarificadores tres símbolos finales, recogidos en El tiempo recobrado: los tres árboles que el Narrador contempla con indiferencia desde la ventanilla del tren, la baldosa que cruje bajo el peso de su pie en el patio del palacete de los Guermantes y la servilleta que le acerca el criado, cuya turgencia le recuerda las toallas del Gran Hotel de Balbec. Estos símbolos le sirven a Proust para realizar —de manera más compleja que en el paralelismo señalado por Dámaso Alonso en poesía— una correlación recolectiva. Artificio estilístico que el escritor de En busca del tiempo perdido domina magistralmente para intensificar connotativamente el contínuum emocional de su escritura, como demuestran otras imágenes y símiles que también adquieren naturaleza simbólica a lo largo de la narración; entre otras, y por citar las más recurrentes, las Catleyas, la pared amarilla de Vista de Delft o las alas extendidas —ángeles custodios— de los libros que velan los restos mortales de Bergotte en el escaparate de una librería. Estas enumeraciones simbólicas se resuelven catárticamente, como ya he señalado, con los tres símbolos finales —los tres árboles, la baldosa y la servilleta—, en donde Marcel Proust no solo deposita las esencias emocionales que —hasta este séptimo volumen— han tejido y tramado su autografía, sino que a través de ellos realiza la inversión máxima de su obra, donde el final se encuentra con su comienzo, y el Narrador se da por fin y al fin cuenta de que tiene la oportunidad, antes de que se la arrebate la muerte, de reinterpretar el tiempo vivido, de recobrar sus verdaderos significados; de ahí el título fundamental de este último volumen.
En Marcel Proust todo deviene en escritura, por lo que vida y obra confluyen y convergen en otro relato metaliterario que nos lleva irremisiblemente de su vida a su obra o de su obra a su vida. Es como si el camino de Swann y el de Guermantes fuesen una metáfora de su vida y de su obra. Cualquiera que se tome conduce invariablemente al otro, estableciéndose paralelismos y equívocos luminosos. Proust realiza, eso es indudable, una transferencia autográfica a su obra (mis lectores ya conocen la diferencia que establezco entre autografía y biografía). Pero ello no significa que haya que buscar, como nuevos Schliemann, los estrictos paralelismos biográficos entre el Narrador de la Recherche y el Marcel de carne y hueso, o llegar a sentirse decepcionados por descubrir algunos de ellos que no se corresponden —o que incluso contradicen— la imagen proyectada por sus páginas en nuestra imaginación. Quizá por ello, por la irreductible trabazón de estos dos caminos entrelazados en su bifurcación, resulten tan apasionantes cualquiera de las incursiones biográficas que se han hecho sobre Marcel Proust, como las acometidas por George D. Painter, o más recientemente por Ghislain de Diesbach, por no citar el Monsieur Proust de su abnegada Céleste Albaret. Las cuales vienen a ser como otra versión, menos acabada artísticamente, de En Busca del tiempo perdido.
No deja de llamar la atención que Proust presente a su alter ego, el Narrador, como hijo único, obviando en esa afectiva y efectiva relación familiar la existencia de su hermano Robert. Ello hace que Diesbach en su biografía ilustre unas fotografías del álbum familiar de los Proust con los siguientes enunciados: en una, en la que aparecen los dos hermanos en compañía de su amada madre, escribe la siguiente leyenda: «Mme Proust, común denominador de sus dos hijos, que solo se parecen a través de ella»; y en la otra, en la que solo están los niños Marcel y Robert, suscribe el siguiente sintagma como pie de fotografía: «Dos hermanos sin fraternidad». Desde luego, si alguno de los dos no tuvo fraternidad, ese fue el autor de En busca del tiempo perdido. Robert Proust, dotado de una naturaleza más vigorosa que el escritor, siguió los caminos del padre, llegando a ser también un prestigioso médico. Y, a pesar de ser el menor, en todo momento, una vez desaparecidos sus padres, cumplió con el papel que no le correspondía de figura tutelar del escritor. Robert siempre se mantuvo condescendiente, así como tolerante ante las caprichosas demandas de su insidioso hermano. Conocido es el sainete de las alfombras y de los enseres familiares en el reparto de su herencia. Marcel Proust siempre quería aquello que le correspondía a su hermano, ante cuyos requerimientos Robert cedía una y otra vez, a pesar de la irritante disconformidad del autor del Jean Santeuil. Abnegación fraternal que Robert mantuvo hasta el final de la vida del irreductible escritor, ya que Marcel murió a las cuatro y media de la mañana en su presencia. Robert Proust no solo se encargó de cerrar amorosamente los párpados de su hermano, sino también de tomar las últimas decisiones sobre el ya inmortal escritor: «Céleste quería poner entre sus manos el rosario que le trajera Lucie Faure de un peregrinaje de Jerusalén, pero Robert Proust se opone: “No, Céleste, ha muerto trabajando. Dejémosle las manos extendidas».
Otro de los paralelismos en los que vuelven a fusionarse la vida de Marcel Proust con su obra se encuentra en sus alambicadas relaciones con el conde Montesquiou-Fézensac, que el escritor parisino convertirá en el inmortal personaje del barón de Charlus. En el conde Montesquiou-Fézensac vio un medio para conquistar el Faubourg Saint-Germain y algunos de sus más distinguidos salones literarios, donde se daba una representación de las élites de la sociedad, una mezcla tanto del mundo aristocrático como económico (la nueva burguesía) y artístico, en el que el joven Proust pretendía a toda costa ser aceptado. Esfuerzos que lo llevaron a padecer más de una penosa situación, y por los que durante mucho tiempo se le consideró una especie de diletante, de merodeador de altos linajes, casi de un petimetre. Son muchas las evidencias que constatan que el autor de Los placeres y los días gastó muchas energías y dinero familiar en el intento de adquirir asiento en el palco social del Faubourg Saint-Honoré. La tarea no fue sencilla y para ello se prestó a ser una especie de turiferario literario del conde Montesquiou-Fézensac, al que festejaba paladinamente todas sus osadías y despropósitos creativos. La relación de estos dos sinuosos personajes es propia de un estudio para analizar la relación de los meritorios escritores con aquellos a los que consideran que pueden ayudarles a conseguir sus propósitos, no dudando en llamarles sus maestros, así como la de aquellos escritores sin talento que utilizan su ventaja social para reclamar a sus ungidos un canon de hiperbólicos elogios hacia su ridícula obra. El caso es que Marcel Proust supo vengarse con creces de aquellos años de meritoriaje y de peregrinaje a la sombra del conde Montesquiou-Fézensac, con la creación del barón de Charlus, personaje mediante el que Marcel Proust hace pública en Sodoma y Gomorra la homosexualidad del conde Montesquiou-Fézensac. Esta delación acaba con la vida social del petulante conde, convertido durante sus últimos años en un fantasmón literario, mientras el prestigio de Proust no hacía más que crecer, hasta el extremo de confesar ante Élisabeth de Clermont-Tonnerre que «también a mí me gustaría tener un poco de gloria. ¡Debería llamarme Montesproust!». En fin, Montesquiou tuvo que abandonar París abrumado por la transcendencia social que adquirían las revelaciones del barón de Charlus, para dejarse morir a los pocos meses en Menton, amenazando con escribir una novela sobre la homosexualidad en la que iba a desenmascarar y a poner en su lugar a Marcel Proust.
Son muchos los aspectos que al respecto se podían comentar del escritor parisino. Si bien es cierto que tuvo tiempo, aunque aquella sociedad estuviera bastante periclitada, de devolverles su guante a todos aquellos vástagos de rancio abolengo por cuyo trato y favor tanto había luchado en otro tiempo. De hecho, sus conocidos solían comentar que «era mucho más amable antes que ahora que estaba tocado por cierto prestigio literario», que por otra parte no cesaba de crecer, y por el que era reclamado, esperado y bien recibido por todos. Prueba de este, llamémosle, despotismo literario —aunque esta era la manera de relacionarse de Marcel Proust en sus últimos años, como bien describió Jean Cocteau—, puede encontrarse en la escabrosa relación del escritor de la Recherche con su editor, Gaston Gallimard. ¡Quién no quisiera tener un editor como Gaston Gallimard, tan entregado y supeditado a su escritor! Y en cambio el trato que le da Proust, especialmente durante las últimas correcciones de Sodoma y Gomorra, refleja la enfermiza necesidad del escritor de percibir el afecto que los demás le procuran a través de su sufrimiento. Gaston Gallimard resulta fundamental en el último proceso creativo de Marcel Proust.
Este año de tantos centenarios también se celebra el año de la publicación de Sodoma y Gomorra, pero sobre todo se conmemora el año de la muerte de Marcel Proust, puede que el escritor más grandioso que haya dado la literatura el pasado siglo, cuya vida y obra, a pesar de reducirse a una pequeña cuadrícula parisina, nos sigue fascinando. Proust se encerró como el gusano en su crisálida de corcho del bulevar Haussmann para transustanciarse en escritura, y a tenor de los resultados podemos decir que lo ha conseguido. Todavía produce fascinación su trabajo persistente y solitario, pegando hojas, con sus incesantes correcciones, en sus cuadernos hasta realizar auténticos acordeones de papel. Estimulado por la cafeína —llegó a tomar 17 tazas de café al día— y embotado por los somníferos, pero siempre con el objetivo de cumplir con el precepto ruskiano de ser un eslabón «de la cadena que forman a través de los siglos las mentes lo bastante originales como para transmitirse esa antorcha de la inteligencia gracias a la cual el arte progresa o, en los periodos más oscuros, logra sobrevivir».
Por todo ello, y mucho más, merece la pena ir en busca de Marcel Proust.
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