Conocí a Rafael Chirbes mucho menos de lo que me habría gustado. Creo que la primera vez que nos vimos en persona fue en una presentación de un libro de Andrés Barba que hizo él, en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Antes de eso, yo había leído casi todos sus libros, por supuesto, y sé —vanidosamente— que él había leído alguno de los míos con placer, como dejó escrito en los agradecimientos de Crematorio, donde me menciona en una breve lista junto a Elías Canetti, Vargas Llosa o Luis García Montero.
Compartí con él —y esto es mucho más de lo que puedo decir de la mayoría de las personas que he conocido en mi vida— un pequeño momento de felicidad verdadera. Fue una comida en un mercado de Estambul, en un restaurante-pescadería. Elegimos en el mostrador la pieza que nos íbamos a comer y conversamos durante dos o tres horas con una complicidad caída del cielo. A él le acompañaba un amigo médico cuyo nombre no recuerdo y yo estaba con mi marido. No hablamos de amor ni de relaciones sentimentales, pero hablamos de literatura, de política, de gastronomía, de paranoias y de asuntos diversos de la vida. Recuerdo bien, por ejemplo, que en aquella época yo estaba empezando a tener problemas de insomnio, y fue Chirbes —un gran insomne, como queda bien reflejado en este libro— quien me explicó con detalle las diferencias entre los distintos tipos de fármacos y me recomendó las pastillas que hasta hoy mismo tomo cuando necesito curar mi sueño.
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Chirbes había publicado una primera novela de aroma gay, Mimoum, y había introducido luego en algunas de sus siguientes novelas personajes homosexuales con una relevancia limitada. No había dedicado nunca energías al activismo homosexual —que tan importante había sido en España en la primera década del siglo— ni acostumbraba a hacer confidencias o confesiones de este tipo a sus amigos escritores (ni a ningún otro tipo de amigos, si nos guiamos por lo que cuenta en los Diarios). Yo me enteré muy tarde de que era homosexual, y me habría gustado conocer de primera mano sus vivencias en este aspecto.
París Austerlitz, su última novela, publicada póstumamente, sí supone un cambio de mirada en la obra de Chirbes, una sinceridad sin disimulo, a pesar de que deliberadamente rebaja el conflicto de identidad sexual de los protagonistas detrás de los conflictos culturales, de edad y de clase.
Valga todo este prólogo para explicar que los Diarios recién publicados por Anagrama, que fue su editorial casi ininterrumpidamente, contienen algunos pasajes de una franqueza sorprendente en el personaje que Rafael Chirbes había creado de sí mismo. Habla de su relación con François, el protagonista de París Austerlitz, a quien en la novela no le cambió ni el nombre. Chirbes tiene en ese momento aproximadamente 35 años. Su amor es extraño, y él nunca acaba de reflexionar a fondo sobre cuestiones sentimentales. Hay una mirada impresionista. “Fin de año con François, en Rouen. Como llueve a mares, cambiamos pronto las visitas a las joyas góticas de la vieja ciudad por una colchoneta en una habitación prestada. El objetivo de cualquier amante es comerse al otro. Estamos en ello”, escribe en diciembre de 1984, pocos días después de que le presentaran al único sujeto amoroso merecedor de este nombre en los diarios.
Luego viene la melancolía, la dependencia materializada a distancia, los momentos fugaces de felicidad, la incomunicación, los celos (por parte de François) y por fin la separación, en distintas etapas.
Un año después de esa nochevieja de pasión, escribe: “Me llama François. Llora al teléfono. Es más de la una y media de la mañana. Me vuelve a llamar a las siete. Ha pasado una semana aquí, en Madrid, nervioso, inquieto, cada vez más exigente. Como si diera por perdida la relación y pusiera todo lo posible para que se acabase cuanto antes porque le hace sufrir. En cuanto bebe, me exige complicadas pruebas de amor, y lo que consigue es que yo sienta un odio sordo, mezclado con ese desprecio que provocamos los borrachos cuando nos ponemos pesados y exigentes”.
Y a continuación: “La última noche superamos todos los límites. Se puso a provocarme, a insultarme, a pedirme que lo besara, a lametearme, quería que le dijera que le quiero, todo eso muy borracho, cogiéndome, tocándome, empujándome. […] Acabé entrando como un imbécil en su juego. Le arranqué de un tirón los calzoncillos y, como en las malas películas porno, lo volví de espaldas y lo follé sin cariño, con violencia”.
Me atrevería a decir que en estos Diarios no hay ni un solo instante de amor luminoso. Ni evocación ni deseo de él. Tampoco hay escenas eróticas sensuales. Chirbes escoge lo sórdido, lo triste, lo inconsistente. Parece que da por hecha su soledad, su amargura sentimental. Encuentros en un cine, polvos fugaces, carnalidad sin esperanza.
Y a partir de un determinado momento, hacia la mitad del libro, estos episodios desaparecen. Apenas hay una mención en el último tramo a que se apaña como puede en el aspecto sexual, a propósito de su rechazo visceral a cualquier tipo de prostitución. Podría permitírselo ocasionalmente, pero jamás lo haría, dice.
Los Diarios de Chirbes tienen muchas más referencias afectivo-sexuales de las que se esperaban —desde luego de las que yo esperaba—, pero muy pocas en términos absolutos, si contemplamos la obra como confesional. Es sabido que dedicó mucho tiempo a preparar estos diarios para la edición (de hecho, hay algunas notas post scriptum en el texto), de modo que lo primero que cabe preguntarse es qué partes expurgó. Qué parte de sí mismo quería mostrar. Qué cosas le resultaban tan amargas que prefería dejar en el olvido, suponiendo que en algún momento les hubiera dedicado atención memorialística. Tan amargas o tan irrelevantes, que sería igual de significativo, si es de amor de lo que hablamos.
Esta reseña de los Diarios de Chirbes es evidentemente muy parcial e incompleta. Atiende solo a un aspecto, que no es el que el autor quiso destacar en ellos. Probablemente porque tampoco destacó en su vida. Acaban en 2005, diez años antes de que Rafael Chirbes muriera. Quedan aún, por lo tanto, diez años por leer, en dos o tres volúmenes más, según ha explicado su editora.
Al final de este, Chirbes se lamenta de su vida solitaria y apartada en el pueblo valenciano en el que pasó la última parte de su vida. Sueña fugazmente con irse a vivir a Valencia e incluso a Madrid, pero esos sueños nunca llegan a tener demasiada consistencia. Chirbes era un misántropo gruñón y afectuoso. Detestaba el mundillo literario y las glorias terrenales, aunque en algunos fragmentos se adivina el dolor por no ser tan leído como cree merecer (un dolor bastante común, por lo demás). No olvidemos que estos diarios acaban cuando Chirbes está empezando a gestar Crematorio, que fue la obra que le convirtió en un autor de éxito.
No me gustaría terminar esta reseña sin hacer un epílogo para hablar de la inverosímil polémica que se ha creado por el prólogo de Marta Sanz. En la presentación de los Diarios, el albacea de Chirbes, Juan Manuel Ruiz, dijo que el prólogo está lleno de despropósitos y que dibuja un personaje muy extraño que él no identifica. Yo, sin embargo, lo identifico perfectamente. Y tengo la intuición de que es un prólogo que a Chirbes le habría gustado mucho. Determinados místicos de la literatura creen que sólo cabe el tono panegírico en un prólogo de este tipo, pero yo pienso que es más bien lo contrario. La obra de un autor suele estar encendida por sus fragilidades y miserias.
Marta Sanz recorre exhaustivamente la obra, las opiniones, el carácter y la pasión literaria de Chirbes. Habla de sus dudas y de sus miedos, pero lo hace siempre con un respeto y una admiración que están más allá de la escritura. La obra de Chirbes es una obra afortunadamente sucia, contaminada, que nunca se esconde de la vida en el brillo de la escritura. Y esto es lo que a mi juicio se ilumina en el prólogo.
Aún nos quedan por disfrutar muchos de los ratos perdidos que Chirbes tuvo.
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Autor: Rafael Chirbes. Título: Diarios. A ratos perdidos 1 y 2. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros y Amazon
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