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Élmer Mendoza y Pérez-Reverte: "A veces la violencia es necesaria" - Zenda
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Élmer Mendoza y Pérez-Reverte: «A veces la violencia es necesaria»

Como anticipo de la charla que Arturo Pérez-Reverte y Élmer Mendoza van a mantener este domingo en la Feria Internacional de Guadalajara, reproducimos la conversación que mantuvieron en Madrid en mayo.

Como anticipo de la charla que Arturo Pérez-Reverte y Élmer Mendoza van a mantener este domingo en la Feria Internacional de Guadalajara, reproducimos la conversación que mantuvieron en Madrid en mayo.

[Fotos: ©Victoria R. Ramos]

“La vida es peligrosa, no por los hombres que hacen el mal, sino por los que se sientan a ver qué pasa”. Esa es la cita de Albert Einstein que el mexicano Élmer Mendoza eligió para abrir su libro Balas de plata. No es casual. Este hombre de voz cálida, sonrisa contagiosa y alegre serenidad combina el ejercicio de una prosa rica, en la que el habla coloquial sinaloense cobra fuerza –¿cómo no tenerla, con expresiones disparadas como esos mismos proyectiles?– y los fugaces diálogos atrapan al lector, con la seguridad de que desde sus palabras como escritor y sus clases como profesor puede cumplir cierta función social.

“Nadie se lo aconsejó”, asegura la primera frase de su última novela. Su carrera de escritor comenzó con una noche de revelaciones, el abandono de una prometedora carrera como ingeniero y un arduo proceso de aprendizaje y construcción personal. Se mueve con la misma soltura en las salas de conferencias, los restaurantes, los púlpitos universitarios, los barrios pobres y las cantinas donde los narcos –que le respetan– se reúnen.

Un singular encuentro acaecido hace años en una de ellas, la Don Quijote, llevó a dos libros, mucho tiempo después, a apoyarse sobre las mesas del espacio Bertelsmann el pasado 11 de mayo: La Reina del Sur y Besar al detective, dos libros hermanos. En la Don Quijote, el Zurdo Mendieta y el Capitán Alatriste, así como los autores que les dieron vida, estrecharon lazos al arrullo de los mexicanismos norteños y la violencia de los viejos narcos, entre códigos y lealtades. Hoy, Mendoza se va convirtiendo en referente de la literatura mexicana y presentaba nuevo libro. Arturo Pérez-Reverte acababa de publicar el tomo recopilatorio de las aventuras del personaje que lo llevó a la RAE, Todo Alatriste, y preparaba una radionovela sobre narcos. Otro «zendadano», el escritor y periodista de El País Juan Cruz, dirige una charla mucho más distendida de lo habitual. Abundan las risas. No en vano, los protagonistas son «carnales».

Bajo el lema Literatura de verdad, esta charla organizada por El País y Random House se inscribía en el ciclo Palabra en el tiempo.

JC: Arturo Pérez-Reverte es un narrador de guerras sórdidas, o sordas, en las que también hubo periodistas. Él creó un personaje yendo a México: el capitán Alatriste. En un avión pergeñó el guion de lo que iba a ser la saga de un soldado cansado, de un héroe cansado. Como Mendieta, el héroe cansado de Élmer Mendoza. No los junta solo la literatura de la violencia, que ejemplifica Pérez-Reverte en La Reina del Sur, que es su novela más española, por iberoamericana, los une una amistad que está hecha de la sangre que hace hermanos, la sangre del abrazo que los une. Arturo Pérez-Reverte: ¿cómo conociste tú, por qué eres tú tan amigo de Élmer Mendoza?

APR: Somos más que amigos, somos hermanos. Somos carnales, como dicen allá, en el norte. Yo fui a México a preparar La Reina del Sur y necesitaba a alguien que me guiara, un Virgilio que me llevara por el bosque del narcotráfico y el norte mexicano. Y entonces un amigo común, el Batman Güemes, me recomendó a Élmer. Me fui allá a Culiacán, nos conocimos, y tomamos, y a los diez minutos éramos amigos. Y bueno, Élmer me llevó por su territorio, por todos los lugares de allá, por los restaurantes, las taquerías, y también por la noche «culichi», con los «téibols», los bares, los antros, los garitos. Con él conocí gente, y yo iba con el cuaderno de notas —¿te acuerdas que yo iba tomando nota de todo?— porque sobre todo me interesaba mucho el habla norteña de la zona, que él dominaba y manejaba de una manera extraordinaria. Entonces, yo anotaba toda la jerga, todas las palabras, le preguntaba lo que significaban, y me hizo una especie de glosario largo y extenso, y sobre todo me hizo comprender el norte y el narcotráfico no ya sólo como delincuencia sino como fenómeno social, como clientelismo, como muchas cosas. Y sobre todo, una noche estaba en una cantina de esas muy de allá, y algo me hizo comprender Culiacán: estábamos allí tomando unos tequilas —bueno, yo, él entonces tenía úlcera y no bebía alcohol—, y en la mesa de al lado había unos bigotudos que olían a narco y a marihuana y a revólver, y a todo, y lo vieron a él, que era conocido porque había salido en la tele, y era respetado incluso entre gente analfabeta —y por eso mismo lo respetan—, y entonces nos llegó un camarero con un tequila y nos dijo «los señores invitan». Entonces Élmer me miró —yo sabía que él no bebía, porque el alcohol le hacía mucho daño— e hizo así, raás, y se la tomó entera. Y le dije: «Pero si no puedes…». Y él dijo: «Carnal, son las reglas». Y ese día entendí. Esa palabra me resumió todo lo que son los códigos culichis del narco, y por eso yo a él le debo ese libro, La Reina del Sur, que no podría haber escrito sin él, y en el que él sale como personaje. Y muchas más cosas.

EM: Un día llevé a Arturo a ver una pista clandestina, una carretera donde aterrizan las avionetas que vienen de Colombia, y después de eso, volviendo, él me contó que cuando era chico buceando en Cartagena encontraban objetos romanos, y que hablaba con pescadores analfabetos que no entendían mucho de aquello, y que luego de adulto también seguía tratándolos. Y ahí fue donde me mató, y decidí que iba a ser mi amigo, porque a mí me recordaba mis encuentros en circunstancias similares en México con compadres que no saben leer ni nada, así que los lazos que me unen con él son muy extraños a veces.

MANOSBAJA

APR: Yo a Élmer lo admiro mucho como escritor, sobre todo porque él es el primero que ha fijado por escrito el habla norteña. De todos los quinientos millones de hispanohablantes de la lengua española, los más creativos y los más potentes son los mexicanos del norte: la franja sur de Estados Unidos y el norte de México, debido a tanto contacto con el inglés. Además, a tanto analfabetismo general, se une la osadía del ignorante, que usa mal las palabras y las mezcla con el inglés. Generan una jerga tan potente, tan variada y tan maravillosamente creativa que… «Guacha la raza aquí», como me decías en el taxi, por ejemplo.

JC: Es arriesgada, porque rompe toda norma. Es salvaje.

APR: Todas, no tiene norma ninguna. Crea la norma ella sola. Y Élmer lo que hizo fue que ese habla que no estaba escrita, de campesinos y analfabetos, la puso por escrito. Él creó las palabras y los términos, una especie de registro notarial extraordinario de lo que es el español norteño. Por eso la gente lo respeta mucho. Al principio los novelistas «orgánicos» lo minusvaloraban, pero ahora ya no, ahora se le acercan como a un patriarca de la literatura norteña, y así es. Como novelista, se pueden leer sus novelas por su trama policiaca o tal, pero si lees su obra desde un punto de vista lingüístico tiene una potencia —aunque no entiendas lo que está diciendo— que te quedas fascinado.

JC: Besar al detective y La Reina del Sur son dos libros hermanos, creo yo. Pero me gustaría hablar de lo que también los une, que es que los dos se han dedicado a buscar, Arturo tanto en el pasado como en el presente, la lengua que se habla en la calle, y en la calle más peligrosa, la calle dura de Madrid, la calle de los grafiteros y también la calle de los soldados. Y tú, Élmer, tienes a pie de tu casa un lenguaje bélico realmente impresionante. ¿Cómo puede registrarse ese lenguaje, que aún se está haciendo, en un libro, en una obra de arte?

EM: Lo primero que tiene que ocurrir es una convivencia real con el lenguaje. A mí me gusta mucho ir adonde están los hablantes, como por ejemplo la cantina que mencionó Arturo, llamada Don Quijote.

JC: Sale en este libro la cantina.

EM: Desde luego, y a mí me gusta ir ahí a escuchar a la gente. ¿Qué es lo que dice la gente, y cómo lo dice? A mí me preocupaba cómo darle ese matiz y tono con que ellos hablan, que es muy difícil. Cómo expresar o exponer en un discurso literario ese tono, y que el lector lo pueda percibir. El lector tiene que enfrentar un lenguaje en el que tiene que creer, es decir, tiene que venir con un mecanismo de creencia, aunque no lo entendiera, como dijiste tú, pero yo creo que estas palabras tienen un valor y están diciendo algo, aunque no pertenezcan al habla general o al dominio que yo tengo del español. Y sobre eso de escribirlas, a mí todavía me preguntan «¿eso de «bato» es con be larga o con ve corta?», y yo digo que la pongo con be larga, pero que no sé cómo se debería poner.

APR: Como digas tú, porque eres quien está creando la norma.

EM: Yo la pongo con be larga, y creo que todos ya la ponen con be larga. Pero es el contacto: oírlas, escucharlas, y después meterlas en una sinfonía, que sería la novela. Que las palabras tengan un valor no tanto semántico como fónico, es decir, que la gente las escuche y las relacione, y que si van a México tendrán la oportunidad de escucharlas en vivo, y si van al norte se verán inmersos en ese universo distinto de ese lenguaje que es nuestro. Algunas tienen orígenes indígenas, pero muchas son anglicismos dichos a nuestra manera. Por ejemplo, en la frontera al campo lo llaman «files», del inglés «fields»: «Vamos a los files allá a trabajar». Y claro, en México es una tentación usar eso, porque el escritor siempre quiere el sentimiento de inaugurar: yo quiero ser el primero en usar diez, o cinco de esas palabras y ponerlas en el discurso de manera afortunada, que sirvan para decir algo, o que produzcan algún impacto en la gente que va a enfrentarse a ese discurso, y que hasta se divierta.

JC: Son rasgos que además definen a los personajes, ese entusiasmo que él pone en el lenguaje. Pero Arturo, ese rasgo de las «palabras-sinfonía» también está en tu escritura, en el ritmo que adquiere la novela. Incluso el nombre del bar, Don Quijote. O sea, en Culiacán, en medio de todo ese peligro de tener que tomar un tequila por si acaso, hay un Quijote.

APR: Pero tendrías que ver el lugar. En ese sitio a las puertas te cachean. Pero hay gente a la que no cachean, y esa es la peligrosa de verdad. A ti te pasan el detector así, pero al que no se lo pasan es al temido y respetado que sí va armado. Pero bueno, es que así es aquello. Hay escritores que van de turistas. «Voy a Venecia, y luego escribo sobre Venecia», o a Culiacán, o adonde sea. Pero luego hay escritores que conocen ese mundo, que son de ese mundo. Élmer proviene de allí, no está de paso por el mundo que nos está contando. Forma parte de él. Por eso La Reina del Sur está escrita en mexicano, y está escrita en mexicano sinaloense, porque él me guió. Yo nunca habría podido, por mucho tiempo que pasara allí, acceder a los registros del habla, a la gente, a las cosas que me dijeron —»más vale vivir cinco años como un rey que cincuenta como un buey», o «para ser un cabrón torcido hay que vivir derecho»— tipos analfabetos. Y por eso hay que estar. Ese acceso él me lo dio. Sin él, yo habría sido un turista del narco en México, y mi novela es de verdad porque la hice con él.

JC: En La Reina del Sur hay una batalla que no se produce en México, sino en Gibraltar, donde saltan chispas del agua, y da la impresión de que tú mismo como lector te vas a mojar. Y en el caso de Élmer, hasta el whisky sabe. Hay como una relación táctil con la literatura. ¿Eso lo da la vida, el lenguaje, la fantasía…?

EM: Yo creo que eso lo da el que te salga del corazón, como que «voy a entregar algo que lo sientan». Eso por un lado es la intención primaria, y lo segundo ya es la técnica literaria, que tú corriges y corriges, y a ver, y yo le pido a Leonor «a ver, Leonor, léeme esto, cómo se escucha, cómo lo sientes», y si Leonor me dice «esto parece tequila, y tiene que saber a whisky», entonces tengo que volver a intentar obtener ese grado de… Hay que encontrar las palabras, hay que ponerlas ahí, hay que probarlas muchas veces, muchas veces, como los bailarines que practican y practican y practican. Y después de esas pruebas, en un momento dado lo consigues. Creo que no hay una regla, sino una búsqueda constante, y como que las mismas palabras te dicen «bueno, aquí quedó». Es como el tema del punto final: no hay quien diga dónde hay que ponerlo, y la misma novela te sugiere el lugar donde es correcto. Pero todo lo que es el aspecto creativo para conseguir, digamos, producir una percepción en los lectores, pues sí, requiere todo ese trabajo, que multiplica las horas que estamos metidos ahí.

APR: La técnica es fundamental, evidentemente, pero antes de eso falta lo otro. Hay novelas que se pueden escribir desde cualquier lugar del mundo, pero para otras hay que haber estado ahí, forman parte de tu vida. Yo siempre digo que nadie pone lo que no tiene, en el amor, ni en la literatura, ni en la vida, ni en nada. Yo, por la vida que llevé, la violencia me es muy familiar, y Élmer, por la vida que lleva, también, y entonces es evidente que esa visión cercana de la violencia, esa familiaridad cotidiana con ella, te permite contarla con naturalidad, nada de «miren ustedes qué horror les voy a contar, ay qué espanto». No, no. La violencia de verdad discurre con absoluta normalidad, y en esos lugares morir a tiros es morir de muerte natural. Entonces, claro, la violencia narrada con naturalidad es mucho más eficaz que la violencia que pretende conmover o sacudir o buscar el objeto efectista o el tremendismo. Por eso es tan importante, cuando un escritor se mete en violencias, que sepa de qué está hablando, que no sea un turista. Y si no, no pasa nada: escribe de la barra de tu bar, o de tu biblioteca, no te metas en jardines que no son tuyos. Porque la violencia de verdad es muy difícil contarla si no la has vivido, y él la cuenta de una forma absolutamente natural, como quien sale y se compra el periódico o el pan, y además allí de paso hay un tiroteo o un narco que está… Eso, vivir ese mundo, es importante, y Élmer está impregnado de eso. Y él es un hombre pacífico y encantador, pero vive la violencia, la tiene incorporada en su ADN ya como escritor, y eso es lo importante.

JC: A propósito de lo del pan, hay una metáfora muy divertida en un artículo que hizo Élmer sobre la primera fuga del Chapo Guzmán, diciendo que creían que había ido a comprar el pan, pero debió ser el pan para todos, porque tardó muchísimo en volver de la panadería. [risas] Pero ahí, Élmer, con tu inmersión real en lo que está pasando, en tu novela se produce esa naturalidad que evoca Arturo Pérez-Reverte, pero ¿tiene lenguaje esa naturalidad? Por ejemplo, hay muchos muertos, hay persecuciones, hay policía, y hay narcos, etcétera, y en un momento determinado están haciendo el amor, y hay una frase final de ese proceso, que dice que «esa es la gran conquista de la civilización». En otro momento, el personaje va lleno de muertos en la cabeza, llega a su casa, se pone un whisky y se va a leer una novela de Daniel Sada. ¿Esa naturalidad cómo se logra? ¿Cómo llegas a tu casa y hallas el reposo para que eso que ha sido violento, terriblemente violento, luego repose de alguna manera?

EM: Primero, que yo no soy un hombre pacífico que sale poco de casa, como dice Arturo. [risas]

APR: Lo arrastro yo.

EM: Eso también es técnica, pero también es como lo que tú quieres entregar, y yo quiero entregar algo que haga que el lector se ponga de los pelos, que se emocione, y a la vez… bajarlo. Y además es la idea de que en veinticuatro horas un ser humano puede vivir de todo y al final llegar a su casa concibiéndola como espacio donde, como dice mi mujer, «afloja el cuerpo». Y a veces un whisky es muy necesario para acelerar, digamos, ese proceso, y después de eso uno puede ponerse a leer, como hace mi policía, una novela humorística de Daniel Sada, Una de dos, o a ver cine antes de dormirse. Cuando uno es novelista, intenta mostrar al lector lo que puede hacer, y en este caso es, después de algo intenso y de acción, ir bajando y bajando hasta llegar al punto donde el hombre se sirve un whisky, abre un libro y se queda pacífico. En mi caso no es una bajada recta en picado, sino como una espiral progresiva que va bajando y bajando.

APR: Sabes que Élmer es muy conocido en Culiacán, y los narcos lo respetan. Es importante eso, ¿eh?… Élmer es un hombre conocido y respetado hasta por los narcos. Y no tiene nada que ver con ellos, ¿eh?… Es un hombre bueno, y eso es importante. Es un hombre leal a sus amigos, es un tío como debe ser. Asumiendo sus riesgos. Y tampoco se escabulle, como otros que se quitan de enmedio, perfil bajo, volar bajo el radar para que no… Él no: aparece, habla cuando tiene que hablar, del narco, a la cara, opina, critica cuando tiene que criticar, sin andar escondido ni contemporizando. Escribe sus novelas y está ahí. Y la palabra «respeto» es fundamental: es la clave de todo allí, y él se ha ganado el respeto de todos ellos.

JC: Arturo, ¿por qué te atrapó a ti el asunto del norte de México? ¿Por qué ahora mismo estás haciendo para PRISA Radio el primer podcast de la historia de la radio española que será una novela para la radio? Otra vez la vuelta de la novela para la radio, que la vas a presentar en Guadalajara.

APR: El lenguaje es lo primero, es lo fascinante. Es un espectáculo. O sea, sentarte en una cantina, en La Ballena, con sus Pacífico, y oír hablar al personal —cuando hablan, porque los hay a veces que no pronuncian una palabra, y que son los más peligrosos de todos— es fascinante. Y aparte de eso, es la vida, la muerte, la violencia, la ternura, es México en lo mejor o peor que tiene. Es lo más hermoso y lo más detestable de México. Si yo fuera mexicano estaría como Élmer, haciendo novelas todos los años, porque hay una materia riquísima, y la gente es espectacularmente interesante. Es una mezcla de ternura y de violencia, como he dicho, y también hay una cosa que me encanta —lo que pasa es que ha cambiado—, que son las reglas. El narco que yo conocí cuando Élmer me llevó por allí era un narco distinto. Entonces estaban todavía los viejos campesinos que habían bajado de la sierra, que habían pasado droga por la frontera norteamericana, que habían hecho poquito a poquito su parcela, con violencia, pero con la violencia necesaria, no más allá. Narcos sí, pero a las mujeres y a los niños no se los toca. Narcos con código. Pero esa generación pasó ya, la de los primeros narcocorridos y la épica del norte desapareció ya. Murieron, los mataron, se hicieron viejos, fueron a la cárcel… Y llegó una generación diferente, que es los que estaban debajo, los sicarios, los que ahora quieren quedarse con el negocio, que ya no ha vivido ese proceso de reglas y de códigos. Gente que quiere dinero rápido, que va a morir pronto y lo sabe, y que quiere, los cinco años que va a durar, vivir como un rey. Es un narco más áspero, más amargo, más triste, más sombrío. Yo todavía podría sentir simpatía por esos viejos narcos, pero ahora ya no. A mí me fascinó aquel narco, no este. ¿Estamos de acuerdo, Élmer?… Es eso, ¿no?… Y ese ya no existe. Los códigos para mí son fundamentales, y están en todas mis novelas. Cuando las palabras Dios, Patria, Bandera, Política, tal, han perdido la letra mayúscula, te quedan los amigos y los códigos. Las lealtades. Y allí, en ese mundo tan violento y tan turbio encontré lealtades, encontré códigos, y cuando presenté La Reina del Sur allí estaban los narcos como hombres, porque lo habían dicho. Me enamoré de eso, y ahora que ya no existe no tengo aliciente para volver a Sinaloa, a pesar de que me gusta mucho el lugar y está Élmer allí.

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JC: Entonces, en tu novela para la radio, Bienvenido a la vida peligrosa...

APR: En esa radionovela que estoy haciendo, que no voy a destripar, porque no puedo hacerlo, aparecen mis narcos viejos y los narcos diferentes de ahora. Es justamente una radionovela que cuenta un poco la diferencia entre esos narcos de códigos que había antes y los narcos de ahora, que no tienen ninguna ley ni ninguna norma, ni ningún código. Ahora matan mujeres y niños, cosa que, no hace veinte, hace diez años, habría sido impensable. Hay una frase de una novela de Élmer que me encanta —la cito de memoria—, que dice «a él le pegó siete tiros en el pecho, y la mujer que estaba con él alzó el rostro y bajó los ojos, y él la respetó». Y es eso: a las mujeres no se las toca.

JC: Pero dime, Élmer: ¿eso cómo ha impregnado la vida? Esos nuevos narcos implacables, los que han importado, algunos por cierto de Colombia, lo peor del terrorismo narcotraficante.

APR: Narcoterrorismo, es que es lo que es.

EM: Antes eran como mesiánicos, y había una presunción en la posibilidad de conocerlos, o la gente inventaba que los conocía, o decía orgulloso «yo conozco a un primo de un señor que tiene un hermano que conoce a Fulano», y ahora no. Los de ahora son contra los que han hecho la guerra, y en Sinaloa los enfrentamientos han sido crudos, porque no los han dejado, digamos, que se desarrollen lo suficiente, pero siempre terminan negociando.

APR: Un ejemplo de lo que dice Élmer: cuando antes salías por la noche, y aunque fueras borracho de tequila por Culiacán, no te pasaba nada. En cualquier lugar de Culiacán estabas tan tranquilo como en tu casa. Porque la gente sabía que el narco que había entonces mantenía una ley, e interesaba que no hubiese delincuencia, y a los delincuentes los mataban los mismos narcos. Esa seguridad que entonces era absoluta ahora ya no existe.

EM: Hay horas en que no se puede salir. No se debe salir. Y espacios por los que es mejor no ir, no entrar. Entonces, el pueblo mío, que tenemos unos cien años conviviendo con este fenómeno, lo que hace es como manejarlo e intentar llevar su vida normal. Cuando en una familia hay una jovencita que es muy hermosa, los narcos se pueden fijar en ella, y al papá le pueden mandar desde un Mercedes Benz hasta las escrituras de una mansión, y el papá sabe que bajo esos regalos hay una posible amenaza, y al preguntarle a ella, dice que «no, fueron a la escuela, y me hablaron, y yo no sabía». ¿Ahí qué tiene que hacer el papá? Se ve forzado. Y los de antes hacían una cosa parecida, pero con encanto, no con amenazas. Hablaban con el padre, el padre se resistía, le preguntaba a la hija, y volvía a hablar con el padre hasta que este veía que no había remedio, y entonces llegaba el obsequio. Ahora no, ahora el obsequio llega primero y es una amenaza. Y quizá la chica esté encantada, porque son muy jóvenes, de dieciséis o dieciocho años, en la flor, muy hermosas, y se convierten en eso, ¿no? Recuerdo un caso, que se llama Sandra Ávila, y que luego se convirtió en la «Reina del Pacífico», y que la relacionaron con nuestra Reina del Sur, y en el registro sobre la familia dice que ella ya desde pequeña tomaba la iniciativa desde los diez, doce años, y que las guapas se dedicaban a ganar. Cuando la policía llegaba a por él, la niña le esconde el dinero al narco, y quién iba a pensar que una niña de esa edad iba a llevar bajo el vestidito un montón de dólares. Eso la puso en el camino de las relaciones, y ahí está donde está ahora.

JC: Un siglo de una guerra sin reglas, ¿no?

APR: Es que antes no era guerra, es guerra ahora. Por eso estoy diciendo que era mafiosa en el sentido clásico de El Padrino de la palabra, una clientela que se beneficiaba del narco. Era una gente muy pobre, que bajaba de la sierra, traficaban con los amigos, no hacían mal a nadie, era para los gringos, tal… Pero llegaban los gringos con fajos de billetes, y comprabas televisores, coches y demás, y todos se beneficiaban de ese narco digamos pacífico, o bien aceptado, con la típica clientela mafiosa, pero que no perjudicaba, a efectos de violencia. Pero al irse emputeciendo y haciéndose más áspero y violento ya se ha roto esa armonía y esa convivencia. La guerra ocurre desde hace unos veinte años quizá, y empezó cuando cayeron los grandes jefes. Como observador desde fuera, creo que hubo un error del gobierno: en vez de meterlos en la cárcel o matarlos, tenían que haber negociado con ellos. Porque el mexicano es muy patriota, hasta el narco lo es, con mucho orgullo de ser mexicano —no como nosotros—, que es importante. Pero el gobierno estaba tan podrido o más que los narcos. Si un gobierno de entonces hubiese dicho a los cuatro o cinco capos «señores, vamos a llevarnos bien, esto es para los gringos, ustedes dan trabajo, vamos a hacer esto con unas normas», hubiera sido muy diferente. Pero no, se hizo otra cosa: el gobierno atacó a unos cárteles para apoyarse en otros. O sea, el gobierno participó de la competencia del narco, y eso fue lo que lo reventó todo y se cargó el delicado equilibrio social que el narco suponía. La guerra de hoy en México empieza por los errores y la corrupción del propio gobierno mexicano. Que Élmer me corrija si…

EM: No, no te corrijo, porque es real. Lo único que agregaría es que detrás de alguna de estas decisiones están los Estados Unidos también, que no son inocentes de las decisiones que toma el gobierno mexicano.

APR: ¿Les van a dar al Chapo o no?

EM: Quiere irse él, imagínate.

APR: ¿Quiere irse?… ¿Está más seguro allá?

EM: Sí.

JC: Tú dijiste que el gobierno mexicano jamás iba a ganar la guerra contra el narco.

EM: Sí. Es que no tiene manera de ganarla. En primer lugar, porque tenemos veinte millones de pobres, de pobreza extrema, que es como el caldo de cultivo para los nuevos. A quien matan, de ahí salen los otros, tomando las mismas armas de los cadáveres. Hay mucha gente que los puede utilizar, y creo que las bandas nuevas han entrado en una como «autodepredación», y la falta de reglas y códigos ha hecho perder la perspectiva. Y al final yo creo que se matan entre todos, porque eso no tiene futuro. No se le ve sentido. Lo que sí quisiéramos es que eso sí que lo puede regular el gobierno, porque da igual a cuántos se bajen, al final la cantidad de kilos de droga que entra en Estados Unidos sigue siendo la misma. ¿Y cómo entran? Por el aire, por la tierra, por el mar… Y este señor que quiere hacer un muro de no sé cuántos metros de altura, igual lo van a pasar. Son campeones del salto de garrocha, o de pértiga, y lo dejan pasar todo. Eso no hay quien lo pare.

APR: Además, está la creatividad del mexicano, que se inventa cualquier cosa, y no hay obstáculo que los vaya a frenar.

JC: Ha dicho Élmer «bajar». Qué cantidad de sinónimos hay para la muerte. Es impresionante. Podría haber un libro entero, un Diccionario de la Lengua sobre eso. Pero volvamos al Chapo. El Chapo se enamora de una actriz que se llama Kate del Castillo, que es la que encarna en la televisión mexicana a la Reina del Sur. Luego se comenta que el Chapo es un lector, o por lo menos un espectador, de ese personaje. Ella sin duda es una lectora de Arturo Pérez-Reverte, y a ti los narcos te piden a través de amigos comunes que les dediques tus libros. Esos narcos, ese Chapo Guzmán, ¿de verdad se creía un héroe, un hombre de novela, creyó ser alguien que podría estar en una novela tuya, Arturo?

APR: Creo que sí. Hay una vanidad natural del reconocimiento. Yo creo que el Chapo se creyó su propia leyenda. Se dice que «el Chapo se enamoró de Kate», y no es así: el Chapo vio a una chica que hacía a una narca muy atractiva, y quedó fascinado por ese personaje. Y Kate quedó fascinada por su contacto a través de la telenovela con el mundo del narco. Fue una mutua fascinación, independientemente de lo físico —el Chapo es un tipo así, que no tiene ni media bofetada— en la que él se enamoró de una narca que no existe y a ella le llamó la atención un héroe que tampoco es un héroe. Es un doble engaño. En realidad es una historia grotesca, ni siquiera romántica. No es épica, es ridícula. Es el Chapo, el hombre que hace temblar Sinaloa, en calzoncillos sacado por la policía de donde estuviera con sus vídeos porno, y ella una actriz que, como todos los actores, es alguien vacío para así poder representar personajes bien.

EM: Ahí se ve el poder de la literatura: dos seres que han entrado en otro universo y han intentado establecer una nueva convivencia. Me parecen muy graciosas las fotos, los mensajes que se pasaron…

APR: La rata fue Sean Penn. Fue quien los delató, ese bocazas, por apuntarse el tanto. Contó toda la historia, se derrotó completamente y los puso a todos en un apuro enorme. Ese es el malo de la historia, el pernicioso, el cretino, el vanidoso, ha sido Sean Penn. El que ha hecho el daño ha sido él.

JC: ¿Para qué te ha servido a ti la literatura como ser humano?

APR: Es un viaje de ida y vuelta. Yo nazco en la biblioteca, me voy a la isla de los piratas para hacer realidad lo que he leído en los libros, y vuelvo con la mochila propia para contar yo mis propios libros sobre los libros que he leído. Mi vida ha sido muy desordenada, la de reportero fue muy movida, y la literatura ahora me permite meter las cosas en los cajones. Ordenar, reflexionar, pasar revista a lo que he aprendido, y sobre todo ejercitar la mirada que la vida me dejó. Es un consuelo, y sobre todo cuando hay un punto que no te gusta o cuando los años te quitan cosas que ya son imposibles y tienes canas en la barba y arrugas en la cara y hay cosas que ya sabes que no van a ocurrir nunca más, y cuando tienes más pasado que futuro por delante, entonces la literatura es un consuelo, un analgésico extraordinario. Si yo no escribiera cada día… hombre, navegaría, para mí tengo el mar como alternativa, pero si no tuviera el mar y los libros mi vida no tendría sentido ninguno. Sería un pobre hombre, un desgraciado, porque no tendría nada. Y eso es muy importante para mí. Entonces, la literatura es ya, a esta edad, una solución, un analgésico, un reposo utilísimo que da felicidad y da consuelo. Y para Élmer supongo que es lo mismo.

JC: En ese sentido, El pintor de batallas

APR: Ese es aparte.

JC: Es aparte porque en ese momento tú estabas buscando como un valle sentimental…

APR: Es la novela en la que me preparo para la vejez. Cierro una etapa personal mía, una etapa de recuerdos, y con eso hago literatura. Ahí es la última vez que mi vida aparece de una manera concreta en una obra, y para mí es una especie de balance y de reflexión antes de recorrer el último tramo. Me paro aquí, y el resto ya es cuesta abajo, ya voy a envejecer. Ahí hago el balance del amor de mi vida, de mis recuerdos, mis horrores, mis felicidades… Es mi libro más personal, más autobiográfico, que aun así es literatura, pero donde he puesto más cantidad de realidad de mi propia vida.

JC: Y bueno, esa reivindicación de la lentitud está también en El tango de la Guardia Vieja, ¿no?, que trata de parar el tiempo y ya no hay persecuciones gibraltareñas y sinaloenses…

APR: Pero eso ya es literatura.

JC: Y Élmer, ¿a ti cómo te ha hecho la literatura, para qué te ha servido como ciudadano de un lugar especialmente acosado, de uno de los países más violentos de la Tierra?

EM: Bueno, en mi casa no había biblioteca. Yo aprendí a leer a los nueve años y medio, y no estudié una carrera que tuviera que ver con la literatura, hice ingeniería electrónica. Y cuando tenía 28 años tuve una experiencia muy rara, en la que estuve escribiendo en un cuaderno durante toda la noche, y cuando amaneció y entró la luz por la ventana al amanecer dije «voy a ser escritor». Y luego me pregunté «¿pero qué necesito para ser un buen escritor?», y la respuesta fue que tenía yo que estudiar letras hispánicas en la UNAM. E hice todo, fui, hice un examen y fui a hacer la carrera sobre eso, y me puse a escribir poco a poco. Fui leyendo entrevistas, entendiendo de qué era el asunto, y cambié de empleo —trabajaba en una transnacional, y tenían grandes planes para mí—, pero creo que lo más útil es que aprendí cómo ver el mundo y mi país y mi cuadra y mi espacio pequeño. Cómo verlo y cómo expresarlo. Y entendí también que se requería una gran dosis de paciencia para conseguir ser un escritor importante, porque yo estuve más de veinte años practicando, escribiendo novelas que no publiqué, destruyéndolas, aunque algunos cuentos los conservé, pero sobre todo practicando y leyendo como loco, y un día detrás de un arbusto apareció el maestro de esgrima.

APR: Algunos hemos tenido suerte y la vida nos ha dado las cosas medio hechas, pero Élmer tiene un mérito enorme, porque se ha hecho a sí mismo, primero lector y luego escritor. Es la construcción de un escritor por sí mismo, sin más ayuda que los libros que estaban ahí.

JC: Ese es tu caso.

APR: No, no. Yo soy otra cosa. Yo he tenido suerte, pero Élmer ha sido un trabajo de construcción personal continuo desde que él descubrió los libros. Se hizo lector, que no lo era, y después escritor, que tampoco lo era, y ahí está. En ese sentido es perfecto, porque es el escritor ideal, que de la nada llega a ser lo que es. Y lo que será.

JC: Pero volvamos al uso humano de la literatura. ¿Cómo te ha servido a ti para interpretar lo que pasa en tu país, para tu vida personal, para tener el sentido del humor, la paciencia, etcétera? Porque uno pensaría que viniendo de ese hervidero uno tendría que estar tenso, y tú estás más tranquilo que un ocho.

EM: Cuando yo leí Germinal, de Émile Zola, leí también que cuando los franceses la leyeron dijeron que había que prohibir que los niños trabajaran en las minas. Qué literatura más valiosa, la que sirve para esto, ¿no? Y es algo de lo que me pasa ahora con mis libros, que ahora tengo lectores entre la clase política y me los encuentro en los aviones, o en los restoranes, y me dicen «maestro, hay buenas ideas ahí», y yo digo «bueno, ahora hay que hacer que ocurran, ¿no?» Y una vez me leí una biografía de Boris Pasternak, donde decía que el gobierno ruso le había dado una casa por prisión fuera de Moscú, y que él no sabía hacer nada, y que entonces los vecinos le llevaban de comer. Y un día una señora le preguntó «maestro, ¿y qué es lo que tenemos que hacer?», y él no supo qué responder y se puso a llorar. Y a mí como cuatro veces me han preguntado eso en lugares inesperados, «Élmer, ¿y qué tenemos que hacer ahora con lo de la guerra?», y yo, claro, soy del norte de México y no me puedo poner a llorar, [risas] yo tengo que dar una respuesta, y una respuesta que ellos puedan hacer. Por ejemplo, una de ellas es que no dejen que sus hijos dejen la escuela por espacios donde corran peligro, la creencia de que la educación sirve, y que es mejor tener una carrera universitaria que no tenerla. Cuídenlos, convivan con ellos, platiquen, lean literatura, amplíen los temas, refuercen los valores, desde humanos y hasta religiosos… Muchas cosas que me impresionaron de lector joven me han pasado después como escritor. Sin querer admitirlo del todo, advierto que un escritor puede cumplir también una función social, como de crear confianza, o de indicar algunas posibilidades, que tenemos opciones. Yo ahora soy promotor de lectura y voy a las prisiones, sobre todo para jóvenes, y les hablo en su lenguaje, y la idea es que al final ellos pueden recuperarse. Les llevamos libros de todo, algunos míos, y a alguno de los chicos les puede servir. Algunos chicos, cuando salen de prisión, van a una oficina que yo tengo y me saludan y están contentos de la experiencia que vivieron conmigo y con la gente con la que trabajo. Y en ese aspecto, yo he conseguido desarrollarme y ser como un sobreviviente, como me dicen a veces, un ejemplo para gente que no tiene muchas opciones en la vida.

MENDOZABAJA

JC: Tienes una bella sonrisa, y tu libro está lleno de muchas sonrisas. ¿Qué te hace mantenerla, y mantener ese espíritu que te lleva a enseñar, a guiar a chicos para que sean más felices?

EM: Practicar un optimismo estúpido. [risas] Creo mucho en mí, y creer mucho en mí me hace creer que todo el mundo puede ser útil, y todo lo que hago tiene un sentido de entrega. Si voy a dar una clase —mi mujer se lo puede decir—, voy y digo todo lo que sé, y yo doy una asignatura tradicionalmente muy aburrida, soy catedrático de literatura medieval, así que imagínense. Pero en las dos horas mis alumnos se ríen, y siempre me preguntan «¿cómo consigues que se rían, y que pregunten y que participen?»

JC: ¿Y cómo lo consigues?

EM: Eso. Que me vean contento dando clase, platicándoles, relacionando todo lo que somos, el valor que tiene saber de esa etapa en nuestra formación como personas… Y que la literatura tiene que ver con el lenguaje que hablamos. Hay que explicárselo de tal suerte que se les quede. Siempre estoy contento, nunca estoy fastidiado, me pueden preguntar lo que sea. Mis clases no son académicas, o tienen otra forma de ser académicas. Cuando voy a las prisiones y mi equipo tiene problemas, «oh, los chicos no quieren, lo rechazan», yo voy y los saludo así como ellos son, y al final son míos.

JC: Llevas su lenguaje a ellos.

EM: El lenguaje es muy importante.

APR: Élmer sonríe porque es un hombre bueno en paz con los hombres y en paz consigo mismo.

JC: Arturo, ¿cómo te han hecho a ti los libros, y qué libros te han hecho a ti?

APR: A esta edad es imposible decir qué libros te han hecho, porque te han hecho libros y vida mezclados. Podrías citar cincuenta títulos y seguiría siendo limitado. Lo que pasa es que en mi caso los libros fueron el punto de partida, como en el caso de Élmer. El libro es lo que te abre la puerta del mundo. Comprendes que los libros son puertas, que cada libro es una que te lleva a otros lugares, y que no hay un libro definitivo, que cada uno te lleva a otro, como las cerezas. Los afortunados somos los que cuando éramos pequeños, a la edad en que se empieza a leer, lees y descubres que todos los libros hablan de ti, como dice la Reina del Sur, Teresa Mendoza. Cuando descubres que cada libro que lees, aunque sea lo más alejado de tu vida habitual, está hablando de ti, tienes ya el camino hecho. Descubrí que Los tres mosqueteros, Quintín Durward, Ivanhoe, Un capitán de quince años, Scaramouche, todos hablaban de mí. Era yo, era mi vida la que se explicaba en esos libros. Y el día en que te das cuenta de eso ya eres lector para toda la vida.

EM: Para mí fue La historia interminable, de Michael Ende, que lo leí ya de adulto en la facultad de ingeniería. Cuando ese libro cayó en mis manos dije «no me lo puedo creer», e hice todas esas lecturas que tú mencionas. Sobre todo la fortaleza de Atreyu, y cómo salir adelante de momentos muy complejos, como cuando se deja picar por la araña. La primera novela que yo leí fue Veinte mil leguas de viaje submarino, que me la acaba de regalar mi esposa, por cierto, para que me la vuelva a leer, y todo el tiempo me preguntaba «¿cómo va a conseguir el capitán Nemo que el Nautilus salga de esta?», y siempre estaba la tentación de ir a la última página para saberlo, y eso fue lo que recuperé con ese otro libro, que lo he convertido en mi libro de cabecera. Aunque no lo tengo físicamente nunca en mi cabecera, porque todos los ejemplares que hemos tenido, que han sido muchísimos, siempre alguien se los lleva, y eso está muy bien, porque esos ejemplares pueden hacer que otra persona lo pase muy muy bien.

JC: Élmer, entre tus referencias están Fernando del Paso, Juan Rulfo, y un poeta, y se nota que hay un poeta en tu literatura.

APR: Perdona, Del Paso fue a decirle «Élmer», y a felicitarlo. Que eso no lo va a decir él. El patriarca fue a verlo y a decirle «leo tus libros, me encanta leerte».

JC: El poeta es Octavio Paz. ¿Esa conjunción incluye a Cortázar?

EM: Sí, desde luego. Yo soy un novelista, y los novelistas no tenemos como apartamentos estancos. Yo los leo a todos. Mi generación no leía a Paz, porque era de derechas, pero yo sí, y cuando me veían con su libro me preguntaban por qué lo leía. «Porque es un gran poeta y me gusta». Y además, porque es muy revelador para mí. Y a Cortázar lo amamos. La última vez que empecé a leer algo completo de él empecé a llorar, así que como soy del norte ya no lo puedo leer más. [risas]

JC: Arturo, ¿tú puedes contar quién es Mendieta?

APR: ¿El Zurdo Mendieta?… Sí, claro. Es como sería Élmer si fuera pistolero de policía. El Zurdo es Élmer. Ya lo he dicho antes: nadie pone lo que no tiene. Y Élmer es superpacífico, bondadoso, de amplia sonrisa, como has dicho, tierno, que llora, aunque es sinaloense, pero tiene dentro algo que ha mamado de la tierra en que se crió y de su gente. Yo sé que si Élmer tuviera que ejercer la violencia, porque la vida te pone a veces en circunstancias de ejercerla, sería tan peligroso como el Zurdo Mendieta. Yo me precio de conocer a los hombres que son así. Aunque aparentemente no haya nada de relación, yo sé que cuando leo las palabras de Mendieta estoy viendo la cara de Élmer Mendoza.

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JC: Élmer, ¿quién es Alatriste y quién es el autor del capitán Alatriste?

EM: Alatriste es un hombre que es un soldado mucho por accidente y que es un maestro. El hecho de que Íñigo lo siga, y que acepte a Íñigo con él aunque sea a regañadientes, pero que además lo vaya guiando… y además es un hombre que es Arturo Pérez-Reverte también. Por una razón, porque es un hombre de acción, que está en contacto directo con la violencia cruda, como Arturo estuvo en su trabajo de periodista, pero además tiene la oportunidad de esas noches magníficas con Quevedo diciendo versos, bebiendo, componiendo el mundo, dejando que todo pase, esa mezcla tan necesaria entre los hombres. Tenemos que vivir y compartir los productos de la imaginación, con los libros, o las exposiciones, o los conciertos…

APR: Quiero hacer una última pregunta antes de que lo aplaudan. Élmer, ¿crees que a veces es necesaria la violencia?

EM: Sí, es necesaria. Si no, este mundo sería muy caótico. Estuvimos recientemente en Lisboa, y nos hospedamos como en un bungalow, y cuando oí algo golpear en la ventana muy temprano, mi reacción fue primero de temor, pero después me planté. «¿Quién es, qué hay a la ventana?». Apagué las luces y fui mirando por todas las ventanas. En ese momento era un animal, creo, pero luego me puse a pensar por qué había reaccionado así. Estoy en una ciudad que no conozco, a una hora absolutamente inconveniente, ya no soy joven… ¿qué iba yo a hacer?

APR: Te saltó el automático.

EM: Sí. La violencia también tiene una carga educativa.

APR: Sobre todo para aquel que la sufre.

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Victoria R. Ramos

Plumilla bibliófila por vocación. Lectora voraz por necesidad. Fotógrafa por afición. Periodista todoterreno que pasó por grupos como Vocento o Prisa antes de ser francotiradora y ejercer ese deporte de riesgo tan en boga que supone ser autónoma. Redactora, editora, correctora, coordinadora de medios online y de aquellos que aún pasaban por imprenta y creaban monstruos. Lectora editorial. Siempre a la caza de nuevos proyectos. En resumen: escribo y disparo. @vramosbis

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