Pregunta Elizabeth Duval (Alcalá de Henares, 2000) en su último libro, Melancolía (Temas de Hoy, 2023), “por qué acordamos mayor grado de verdad a las palabras de personas melancólicas que a las de quienes se declaran felices”. En general, el cenizo siempre cotizó al alza; en la izquierda —¿de qué hablamos cuando hablamos de la izquierda?—, no digamos. Ocurre, ay, que las sobredosis de nostalgia anestesian, desmovilizan y frustran. Y de un modo exponencial. Según la licenciada en Filosofía y Letras Modernas por la Sorbona, “el campo que queda para quienes renuncian a la soberanía es la impotencia; la impotencia entristece”. Piña colada mediante, Zenda conversa con esta poeta, novelista y ensayista sobre afectos, actitudes políticas tóxicas o las borracheras de Kant.
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—Señora Duval, ¿qué es lo que más le apasiona?
—Hace unos meses, cuando estaba terminando el libro, tuve un momento en el que me cansé o me harté, me aburrí bastante, de los temas de política tratados en el libro. Durante ese tiempo, lo que momentáneamente me apasionó fueron dos libros: Psicoanálisis de los cuentos de hadas (de Bruno Bettelheim) y Peter y Wendy, de Barrie. Estuve muy apasionada por los cuentos de hadas. Y me di cuenta, tanto con los cuentos de hadas como con otras lecturas, de que lo que realmente me apasiona es la literatura, en general. Me interesan mucho más los temas culturales que los que tienen que ver con la política. Sobre todo, porque los temas de política me parecen extraordinariamente rutinarios.
—Y, aparte de escribir sobre políticas de identidad, como cuenta —y se le nota— en Melancolía, ¿qué más le aburre?
—Intento aburrirme lo mínimo. Pienso en esta frase de Pascal que dice que todos los males del hombre se derivan de la incapacidad para estar solo en una habitación y que, entonces, hay que encontrar cosas con las cuales distraerse para no verse confrontado con Dios. Ese juicio sobre la incapacidad para estar solo en la habitación, sin hacer nada, me aburre. Esa invitación al tedio o a las cosas que salen del tedio también me resulta aburrida. Me cuesta muchísimo no hacer nada. Me cuesta muchísimo dedicarme al puro vacío: tengo que tener algún runrún. Si dijera que me aburre la política, por ejemplo, mentiría: si no, no le dedicaría el tiempo que le dedico. Tiene más que ver con una relación tóxica que con una relación de aburrimiento. (Piensa) Cosas que me aburran de verdad… Pensaba en esos juegos de mesa en los cuales, como se trata, simplemente, de acciones mecánicas o ligadas al azar, y no hay una parte muy grande de estrategia, se podría sustituir a la gente con la que se juega por autómatas. Las acciones humanas en las que puedes sustituir a quien las realiza por autómatas me aburren, incluidos esos juegos.
—¿Y lo que más le solivianta?
—Me revuelve que el mundo no esté justamente ordenado, que haya una incorrección en ese ordenamiento. O la injusticia, en general. Sobre todo, cuando esas injusticias son órdenes irracionales, dentro de que hay muchos órdenes o mecánicas irracionales que no tienes otra que aceptar. Todo lo que tiene que ver con la mala aplicación de la justicia me indigna profundamente.
—¿La felicidad es un privilegio?
—Los conceptos no son nada de forma objetiva, están todo el rato en disputa. El problema no es intentar ver que, objetivamente, la felicidad es un privilegio. El problema es que, además de que la felicidad está distribuida de una manera desigual, lo está de una forma particularmente sangrante. Para mí, hay un componente muy importante que tiene que ver con no pensar tanto la felicidad como una meta o un punto al que te diriges, sino en las condiciones de partida, en las condiciones que permiten que exista, de alguna manera, una vida feliz. Creo que hay una parte de importación de un discurso muy típico en las redes sociales, desde hace poco más de un lustro, sobre todo, en redes de dominio anglosajón, y es el discurso que tiene que ver con el privilegio. Muchas veces, cuando desde la izquierda se habla de privilegio, se hace para señalar una suerte de agravio en relación con quienes tienen algo, pero, más allá del postureo moral, no conduce a nada realmente. Claro, se puede presuponer que alguien sea feliz porque tenga ciertas condiciones, pero ¿por qué el señalamiento en lugar de la exigencia de unas condiciones de partida, de una redistribución de la posibilidad de felicidad que sea justa para todos, que vaya más allá del simple decir: “La felicidad es un privilegio”? Creo que la gente que afirma muy vehementemente que la felicidad es un privilegio es gente que obtiene momentos felices.
—“Quien lo probó lo sabe”.
—Claro. Y tiene que reconocer cuándo es feliz. Hay mucha impostura. En la melancolía impostada hay mucha pantomima, mucho teatro.
—Permítame birlarle una pregunta: “¿Por qué acordamos mayor grado de verdad a las palabras de personas melancólicas que a las de quienes se declaran felices?”.
—En el ensayo, al hablar de cierto origen de la cuestión de la melancolía, es que ya hay una asociación casi griega de lo melancólico con el pensamiento. Esa asociación perdura a lo largo de los siglos. Precisamente porque estás asediado por cuestiones o inquietudes te haces preguntas. Además, hay una suerte narrativa, que me resulta muy curiosa, que tiene que ver con: “Porque veo la verdad del mundo, no soy feliz”. O: “Como soy capaz de ver cómo son las cosas, de tomar conciencia de todo el sufrimiento que hay en el Universo, accedo a un mayor grado de realidad sobre el mundo, a un mayor grado de verdad, y entonces no soy feliz y, además, soy más inteligente”. Hay una vinculación directa entre ser más inteligente y ser más infeliz, ¿no?
—¿El ignorante es más feliz?
—Piensa en el idiota: el idiota está caricaturizado como una figura feliz. Los tontos son felices. Mientras, los que le dan mucho al coco, los que piensan muchísimo, son melancólicos, tristes, apagados. La actividad de pensar no se concibe como algo alegre, comunitario o que pueda salir de un intercambio con los demás. La figura del pensador es la del pensador solitario, en su despacho, frente a su escritorio, con un montón de papeles y atormentado. Mira “El sueño de la razón produce monstruos”: hay toda una iconografía que tiene que ver con eso. Y me parece bastante injusta. Leí en The Guardian que Kant, en Kaliningrado, era conocido por ser un gran fiestero, dentro de lo que cabe. Se emborrachaba tanto con vino que luego no encontraba el camino para volver a casa. Y le gustaban muchísimo las camisas de colores vivos.
—Y Freud tiene un libro sobre el chiste.
—Sí, y Bergson sobre la risa. Desde el psicoanálisis se ha analizado mucho lo que tiene que ver con lo cómico. Incluso pienso en Auerbach, en Mímesis: analiza las diferencias entre lo cómico y lo trágico y, con ello, el surgimiento de cierta forma de realismo. Pareciera también que lo real tiene que tender a la tragedia, a lo triste. Que la descripción objetiva tiene que tender más a lo triste. Y creo que quedarse solamente con eso es quedarse con sólo una parte, y con una parte que impide la acción de alguna manera, que nos deja más apáticos.
—¿Qué lugar ocupan en su vida “los afectos, pasiones y sentires”?
—El más importante. Cuando estoy rodeada de gente con la que soy feliz, con la que disfruto, ya no me interesan pretendidos conceptos aparentemente interesantes para pensadores, filósofos, escritores o artistas, como el de la inmortalidad, por ejemplo. Pienso en los mundos de la fama, de la farándula o del reconocimiento en ciertas esferas: de alguna manera, ahora soy más conocida que nunca antes en mi trayectoria, salgo en la tele, etcétera, y nunca me ha dado más igual. Precisamente, me parece más importante dedicar a las personas a las que quiero, con las que conecto, el tiempo necesario, la atención. El amor a mis amistades es un amor muy importante. Para mí, mediaría ochenta veces más todo lo que tiene que ver con afectos a la hora de escoger dónde vivir que oportunidades laborales o fantasiosas. Si me ofrecieran una estancia de unos años haciendo algo en Francia, por ejemplo, para lo cual tuviera que renunciar al círculo de las personas a las que quiero profundamente, no la aceptaría. Sin esa gente que me rodea, me mustiaría.
—Si uno no se ama a sí mismo, ¿puede acabar amando al prójimo?
—Hay gente que se ama profundamente a sí misma y, en consecuencia, detesta al prójimo porque es incapaz de mirarlo, de acercarse a él. Gente que está tan engrandecida por un ego exacerbado que su actitud frente al otro es la desidia. También es cierto que si te odias a ti, es más fácil que odies a los demás. Pero las relaciones que guardamos con nosotros mismos no tienden a ser tan simplificables como para colocarlas en el blanco o en el negro. Intento tener los pies en la tierra, pero tengo un ego muy grande (risas). Tengo un ego muy grande y me considero capacitada para amar.
—¿De qué hablamos cuando hablamos de izquierda?
—De algo que por convención entendemos cuando nos referimos a ello, pero que no tiene un aterrizaje, una concreción real. En el libro, hay un momento en el que planteo varios ejemplos. Uno muy claro sucede en 2015: en Grecia, el gobierno de Syriza, partido que podría ser Izquierda Unida en un momento dado, hace un referéndum sobre los acuerdos que tenía que hacer con la Unión Europea para el rescate. La votación dice que no firme esos acuerdos y, luego, el Gobierno griego acata unos acuerdos con la UE. Claro, yo pregunto en el libro: ¿cuál es el momento de izquierdas en esa serie: cuando se pregunta a la gente y dice que no al acuerdo, o cuando se decide que, pese al no de la gente, se va a seguir adelante buscando algún tipo de acuerdo? ¿Son momentos de izquierdas porque los ha llevado a cabo un gobierno de izquierdas? Pensaba estos días en el cambio de postura del PSOE en la cuestión con el Sáhara: ¿dónde encuentras ahí un momento por definir de izquierdas teniendo en cuenta la cantidad de medidas distintas que se han llevado a cabo?
—¿Y por qué —cuando menos, lo parece— la izquierda le ha declarado la guerra al placer?
—Depende, en muchos casos, del alma dominante en cada una de las facciones en un momento dado. La derecha asume la revolución neoliberal de los ochenta, y las consecuencias también morales, culturales y humanas de la revolución neoliberal, en una especie de asunción tardía de postulados sesentayochistas. Entonces, es fácil que de la liberalización y la desregulación de todo aspecto de la vida se parta también a una liberalización del goce, del placer o de la euforia. Frente a eso, creo que hay una herencia profundamente católica dentro del marxismo que se ha erigido como la correctora del juicio. Si la derecha es quien peca, la izquierda es quien reza tres padrenuestros. Aunque ella también peque.
—Antonio Gala acuñó el famoso “contra Franco vivíamos mejor”; usted afirma que la izquierda “ha vivido la derrota como una experiencia cómoda”, “como si ganar fuera, para ellos, otra manifestación del perder”.
—Podemos empieza a asumir en 2019 una actitud dañina, y es: después de todas las promesas de transformación en 2015 y en 2016, de llevar al Gobierno procesos constituyentes, transformación radical de la política española, etcétera, de repente, dice: “No hemos podido porque, realmente, era imposible porque los medios nos han frenado, porque ha habido quienes nos lo han impedido”. Esta es una actitud profundamente tóxica. Sobre todo, porque tú le estás vendiendo, en un primer momento, a la gente una idea o fantasía sobre la potencia de obrar de su voto que luego es incapaz de ajustarse a la realidad. Además, es deshonesta: en 2015 o 2016, cuando te presentas, tú conoces o debieras conocer los medios de comunicación del país, su estructura económica, el tipo de resistencia que opone a ciertas cosas…
—Debiera conocer la Constitución…
—Claro, el candado de la Constitución está muy bien montado.
—Desde ese punto de vista, ¿cómo entiende que una vicepresidenta del Gobierno hable de “sed de cambio”?
—Bueno, en todas las elecciones, todo el mundo habla de cambio. En el caso de Yolanda Díaz, tiene la voluntad de distinguirse. Es lógico que señale que ella no es Sánchez. O que si ella gobernase o tuviese más peso en el Consejo de Ministros, actuaría de otra manera diferente a la de Sánchez. Lo que hace es mostrar que se carece de ingenuidad, que no es ingenua. Me acuerdo de una columna que escribí para Público en 2021. Fue el momento en el que hubo la renovación ministerial. La columna se titulaba “En el principio era el PSOE” (risas), creo que te gustaría. En España, el PSOE es el gran partido de Estado.
—Decía antes que, en las elecciones, todo el mundo habla de cambio. Todo el mundo, menos Pedro Sánchez. Su discurso es el más conservador de todos los candidatos.
—Claro, no es que Sánchez, electoralmente, asuma un discurso conservador porque quiere revalidar su presidencia: es que el partido de las inercias del 78 es el PSOE. Mucho más que el PP, que luego se incorpora a remolque. El partido que encarna lo que ha sido históricamente la España del 78 es el PSOE: con sus viejas guardias, con su presencia territorial, con su presencia en todos los niveles de la sociedad española… Y tú tienes que distanciarte del PSOE si, realmente, quieres cambiar alguna cosa, por más que el país mute bajo el PSOE. Para mí, hay un punto en el que el PSOE siempre tiene un freno. Se frena antes de llegar a una parte. Y digo esto sin asumir la especie de reduccionismo discursivo en la que cae Podemos a veces, reduciéndolo todo a una metáfora. Pero, ¿es el PSOE una fuerza transformadora? Yo creo que no.
—También escribe que “la política está muerta en los ojos de muchos de aquellos que más se benefician y beneficiarían de ella”, que “alguna resurrección es necesario operar para lograr otra política del porvenir”. En caso contrario, ¿qué cree que ocurriría?
—(Piensa) Qué ocurriría… no tanto: qué ocurre. Viviendo en Francia, me impactaban las cifras de abstención entre la gente joven: 70-80%. En Francia tienen un problema bestial con la abstención. Y porque tienen un problema bestial con la abstención, tienen movilizaciones políticas extraparlamentarias con una cantidad de disturbios o de protestas en las calles que en España, por ejemplo, vemos como algo inconcebible. En Francia hay un descrédito de la política institucional y, al mismo tiempo, tampoco hay una alternativa por donde conducir el gobierno del Estado, o todas las cotidianidades que afectan a ese gobierno del Estado. Con lo cual, están en una especie de punto muerto en el que Macron o el Estado deciden gobernar más fuerte, mostrarse más duro frente al pueblo francés, y los manifestantes lo hacen más duramente, y no hay entendimiento hasta que una de las partes se cansa. Para mí, la consecuencia de la resignación… En un momento del libro, digo que la juventud española no se ha responsabilizado de la tarea de transformar su país. Y me parece muy importante porque la tendencia global es, en muchos sentidos, preocupante.
—Y, para finalizar, ¿sigue preguntándose, de un modo constante, por qué escribe lo que escribe?
—Cuando escribo, sí; cuando no escribo, no. Además, depende. Con las columnas, por ejemplo, no me lo pregunto tanto: pienso una cosa, o algo me indigna y, entonces, respondo. Muchas veces, quienes escribimos somos bastante mentirosos. Y cuando decimos que no sabemos por qué escribimos, muchas veces lo hacemos mintiendo (risas).
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