Elisa Beni (Logroño, 1964) se hizo periodista porque, desde niña chica, quiso vivir de la escritura. Cuenta a Zenda que, por la bendita culpa de su madre, ya sabía leer a los cuatro años. El único regalo que recuerda de su Primera Comunión fue el de las obras completas de Julio Verne, “en papel biblia”. Su primera historia publicada le mereció un premio: fue un relato, sobre un naufragio, presentado en un concurso de la revista Lily; en su última historia, que se llama Thule. El sueño del norte (Roca Editorial, 2023), el mar también está muy presente. Tardó casi tres años en escribirla y es, sobre todo, un canto a la imaginación, “a todos los que la poseen y no se ven obligados a refugiarse en la realidad”. Narra las aventuras de Armand y Constanza, un matrimonio que, oliéndose la tostada de la II Guerra Mundial, se pira de la Vieja Europa y se instala en La Inexpugnable, una isla recóndita, sita en pleno Atlántico Norte. Ínsula a la que, en teoría, no llegarán los chispazos del continente. Sin embargo…
Aprovechando el lanzamiento de la novela, Zenda entrevista en el Ocean Rock Bar, la parroquia malasañera de Víctor Toller, a la que fuera la directora de un periódico más joven de España —se hizo cargo de El Faro de Ceuta con veintitrés años—, analista, comentarista, columnista y, más vale tarde, escritora.
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—Señora Beni, ¿cree que, hoy por hoy, la imaginación cotiza a la baja?
—Sí. Por eso le he dedicado la novela a la imaginación. La imaginación es una parte sustancial de la literatura, pero entre las literaturas autoficcionales y algunas novelas históricas… Con perdón para los compañeros que las escriben, me parece que hacen un poco de trampa. Si construyes una novela, tienes que construir tu relato, tus personajes y una trama. Y hay personas que hacen novela histórica que adoptan los personajes y sólo inventan la trama. O unos hechos históricos y sólo inventan los personajes, etcétera. Eso es un poco tramposo: una parte del trabajo de autor te la saltas. Y los que hacen autoficcional… está el tema del “confesemos las miserias”. Parece que eso prima mucho. Si has tenido una infancia feliz, como yo, ¿qué haces? Respeto que la gente quiera contar sus cosas, pero cuando leo “basado en hechos reales”…
—Desconfía.
—Con Thule. El sueño del norte he querido hacer un esfuerzo especial de imaginación y, con ello, un homenaje a esos autores que tanto me apasionan, esos que han creado sus propias historias. Cosa que, desde que empecé a ser lectora, me alucinaba.
—¿En qué ámbitos echa usted en falta imaginación?
—En la literatura: se ha prescindido de ella. Por no hablar de los productos audiovisuales. Vale que los griegos lo escribieron todo, que con la Odisea se ha hecho La guerra de las galaxias, pero es que, ahora, hay un esfuerzo infinito de repetición de cuestiones manidas que me resulta muy pobre. También hay falta de imaginación en la política y en las soluciones que se aportan.
—¿Y en cuáles cree que sobra?
—Cuando se pretende construir relatos más allá de la realidad para vender ideas que no se corresponden con la realidad. Está todo un poco cambiado: la imaginación ha pasado al ámbito de las cosas de comer y ha desaparecido del ámbito donde debería estar, que es el de la ficción.
—Usted ha recuperado una isla imaginaria, Thule, mencionada por Virgilio, Tácito o Cervantes.
—En realidad, la isla no es Thule.
—Su isla es La Inexpugnable.
—Eso es. ¿Cómo llego a esto? Me apasiona el mar y me apasionan las islas. Por eso he puesto la cita “el hombre cuando mira al cielo inventa dioses y cuando mira al mar inventa islas”. Las islas son territorios como muy humanos en el sentido de que son muy controlables: sabes dónde empiezan y dónde acaban. Puedes recorrerlas. Visitar islas, subir a la parte más alta y ver desde allí el mar es algo que siempre me ha gustado mucho. Entonces, como he navegado desde muy pequeña, sabía que en las cartas marítimas habían aparecido muchas islas que luego se ha demostrado que o bien los marinos las habían inventado para que los reyes les pagaran nuevas expediciones para conquistarlas, o bien eran trozos de tierra firme que habían visto entre la niebla y pensaban que eran islas. Cómo el hombre ha ido descubriendo la Tierra y, a la par, ha creado mundos fantásticos en los blancos de los mapas, siempre me ha llamado mucho la atención.
—No quiero incurrir en el destripamiento pero, en un momento de su novela, se menciona la Sociedad Thule. Y esta sí que existió.
—La Sociedad Thule existió. También los Caballeros Germánicos. Thule era la pantalla de los Caballeros Germánicos, que son quienes empiezan esta búsqueda de la raíz de la raza aria. No es que ellos inicien el nazismo, pero sí es verdad que influyen mucho en las ideas de Adolf Hitler.
—De la que van a montar los nazis, una guerra mundial, ni más ni menos, huye el matrimonio que protagoniza su novela: Armand y Costanza. ¿Qué quería mostrar a través de su aventura?
—Planteo dos cosas. Una está influida por la pandemia, aunque creo que nos pasa a todos: esa necesidad de evadirte, de dejar atrás esta civilización que nos supera e ir a un sitio más primigenio. Tiene que ver con cosas que están pasando ahora: es el planteamiento de hasta qué punto nuestros gobernantes determinan nuestras vidas hasta extremos que no imaginábamos, como vimos en la pandemia. Por otro lado, está el tema del pacifismo. Fui periodista de Defensa mucho tiempo. ¿Hasta qué punto funciona el pacifismo si un iluminado se salta las fronteras e invade al vecino? Sabemos qué pasó en la II Guerra Mundial y cómo hubo que solucionarla.
—Hablemos de Armand. Discúlpeme, pero es un personaje al que no trago. Sobre todo, desde el momento en el que el doctor Aramendi le pregunta: “¿La ignominia y el dominio nazi antes que la lucha?”, y él responde: “Todo antes que una guerra. Hitler antes que la guerra”. ¿Cuánta cobardía se hace pasar por pacifismo?
—Es algo que mucha gente ha estado diciendo ahora con el tema de Putin: “Antes de una guerra, todo. Que haga lo que quiera. Que les joda a los ucranianos, que se quede con Crimea, con lo otro, y si mañana quiere un trozo de Finlandia, que se lo quede. Yo estoy en el sur”. El personaje evoluciona, pero esa frase de Armand se ha seguido diciendo. Claro, Armand descubre que la historia, quieras o no quieras, se complica o te la pueden complicar.
—La sociedad conformada en La Inexpugnable acaricia la utopía. ¿Cuán cerca está la utopía de la distopía?
—A veces, las distopías son utopías que han fracasado. Probablemente, nuestra propia sociedad quería ser utópica, sin embargo… En la isla, tienen una especie de democracia directa. Creo que algunas cosas podrían resolverse insaculando. Por ejemplo, la elección de los magistrados del CGPJ. Bastaría con usar el azar en último término. Así no podría haber corrupción: “Así usted no puede asegurar que el señor va a ser de su cuerda”. La introducción de la democracia directa en los últimos estadios de la democracia representativa te asegura que las pequeñas corruptelas no se pueden llevar a cabo. Porque el azar las corrige.
—La novela se desarrolla en un ecosistema turbio, pero tiene un punto de esperanza. Constanza y Armand confían en ser capaces de hacer transitar a sus hijos “hacia un nuevo mundo en el que volviera a reinar la paz”.
—Siempre, de alguna manera, se vuelve a salir adelante. La novela está pensada para que tenga una continuidad. Quiero contar qué pasa después. Ahí, hago hincapié en el tema de los hijos, en el tema de qué les vamos a dejar, de cómo les voy a llevar a un mundo que no es el mundo de mierda que les estamos montando, cosa que está muy vinculada al ahora. No tengo hijos, pero me da la sensación de que si los has tenido, tienes que pensar en cómo vas a conservar un mundo para que, al menos, sea como el que has conocido, que no sea un mundo de pesadilla. Ese es uno de los sentidos de la historia. El optimismo también forma parte del ser humano. Si no fuéramos optimistas, nos hubiéramos extinguido como especie. Personalmente, soy una tía optimista.
—Armand que es discípulo o, cuando menos, se deja aconsejar por Romain Rolland. Un personaje real, ganador del Nobel de Literatura… y cancelado.
—Romain Rolland me ha apasionado. Me he leído todas sus memorias. Me gustaría que ahora hubiera intelectuales como él. Sabía que, como intelectual, tenía que posicionarse. Entonces, en 1914, publica Más allá de la contienda, donde viene a decir: “¿Dónde vais, tíos? Lo que estáis haciendo es de locos. ¿Vais a llevar a millones de personas a la muerte por dos minas de hierro?”. Entonces, por un lado, los alemanes, que lo habían venerado, dicen que es antialemán, y los franceses, por otro, lo cancelan. Un tío de la academia dice: “Jamás un francés volverá a leer a Rolland”. Él se va a Suiza y, desde allí, se cartea con sus amigos: Zweig, Freud, Tagore, H. G. Wells… Después, se casó con una rusa bolchevique, se acercó al Partido Comunista Francés y, en un momento dado, se dio cuenta de que, primero, los comunistas iban a lo suyo, y luego, de que ellos no pueden liderar la oposición a Hitler. Escribe una carta a Aragon y le dice: “Esto lo tienen que llevar los partidos democratacristianos y conservadores. El Partido Comunista es minoritario, no puede aglutinar a la gente que necesitamos”. Evidentemente, el Partido no le hizo ni puñetero caso. Y cuando Stalin pactó con Hitler, se vuelve a plantar y se vuelve a quedar solo. Sus amigos del Partido Comunista también lo dejaron caer. Me gusta el papel del intelectual que no se posiciona con los suyos, sino que intenta hacer ver la realidad a todos. Eso es muy jodido, te quedas entre dos aguas y te cancelan. Pero hay gente que lo hace. Rolland es un tío tan luminoso y tan olvidado… Yo no puedo hacerle justicia, pero se merece esa justicia. Me he enamorado mucho de este personaje.
—Y, para finalizar, señora Beni, ¿el sueño de la razón produce monstruos?
—¡Uf! Cualquier monstruo que produzca el sueño de la razón es mejor que las entelequias que produzca el sueño de la sinrazón. O sea, soy capaz de asumir los monstruos de la razón, pero los espejismos de la sinrazón son más peligrosos. Y vivimos en un momento político en el que hay mucho espejismo de la sinrazón.
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