Otro primero de marzo, el de 1953, hace hoy justo 70 años, la humanidad asiste a uno de sus momentos estelares porque uno de sus mayores depredadores, Iósif Stalin, sufre un accidente cerebrovascular. Como todo, este asunto también se habrá silenciado. Si el Pravda ha dado cuenta del ictus, será con la información sometida a las manipulaciones pertinentes del comisariado del pueblo que corresponda. Saber que Stalin no se ha de recuperar sería una esperanza y la esperanza también es fascismo en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El mal de Stalin sería una ilusión para los miles y miles de infelices, cautivos en los 420 campos de trabajos forzados del Gulag, temidas siglas de la sección penal del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos. Y, a buen seguro, tales anhelos serían contrarrevolucionarios, pequeñoburgueses, derrotismo o todo a la vez. En el orden impuesto por el estado más despótico y despiadado que ha conocido la Historia, los pobres siguen siendo pobres, pero, además, han de estar contentos y agradecidos por su condición. Nadie como el líder que pastorea a las masas.
Al conjeturar sobre el porvenir, no habrá por qué imaginar esa bota pisando un rostro, de la que el O’Brian de 1984 (1948) —la segunda de las grandes distopías que el estalinismo ha inspirado al trotskista Orwell—, habla a Winston Smith mientras le tortura. Imaginar un futuro sin la alimaña del Kremlin es como una luz al final del túnel, un verdadero alivio para cuantos sufren los rigores de los regímenes estalinistas. Incluso podría decirse que, con el accidente cerebrovascular de Stalin, la esperanza de vida aumenta entre las poblaciones que sufren las dictaduras del proletariado. Y es que, bajo los auspicios del Zar rojo —que empiezan a llamarle sus antiguos camaradas, quienes saben de su delirio homicida como supieron del de los Romanov— las dictaduras de los miserables sojuzgan a toda la Europa del Este y ganan terreno en Asia a pasos agigantados.
Antes que los burgueses, antes que los poderosos, antes que los ucranianos, antes que los fascistas de toda condición, los primeros enemigos de Stalin fueron los viejos bolcheviques, sus propios compañeros en la Revolución de Octubre. De hecho, en 1926, las dos primeras víctimas conocidas de su actividad criminal fueron Grigori Yevséievich Zinóviev y Lev Borísovich Kámenev, junto a quienes ascendió al liderazgo de la URSS. Después expulsó a Trotski (1929).
Ucranianos como Trotski eran los cuatro millones de muertos, consecuencia de la hambruna que provocó el Zar Rojo en Ucrania con su política de colectivización, puesta en marcha para consolidar la tierra en dominio popular y la mano de obra en granjas de explotación colectiva. Eso fue entre 1932 y 1934. La de los años 30 también fue la década de la Gran Purga, que acabó con la vida de cientos de miles de comunistas, socialistas y anarquistas. Andréi Vyshinski, en aquel tiempo aciago fiscal general de la URSS, resolvió que la confesión del acusado era una prueba irrefutable. Pero lo verdaderamente irrefutable era que todos confesaban mediante las torturas sistemáticas a las que eran sometidos los detenidos. Entre 700.000 y 1.200.000 fueron los muertos de Stalin en aquella ocasión. Hasta los verdugos y los jueces acabaron ejecutados por nuevos verdugos y jueces para que no pudieran contar lo que habían visto.
Muy desmejorado desde 1950, la memoria del camarada presidente comenzaba a fallar. Pero es difícil que, incluso entonces, olvidase que uno de sus principales títeres en la escena internacional fue el gobierno de la II República Española durante la Guerra Civil. Muy interesado por el desarrollo del conflicto, visto lo visto en España, parece ser que las purgas que puso en marcha en el Ejército Rojo surgieron de la obsesión de que sus propios militares —muchos de ellos trotskistas, pues Trotski había sido el creador de aquella tropa— se le levantasen a él. Luego, cuando los alemanes le invadieron, se arrepintió de haber matado a sus generales. Suplió la falta de estrategia y de armamento adecuado con carne de cañón, jóvenes soviéticos a los que mandaba a morir a la Gran Guerra Patria en nombre del pueblo igual que sus enemigos hacían otro tanto en nombre del Reich que iba a durar mil años. Pero los soviéticos casi sin armas y sin munición.
“De unos hombres que apenas a vivir se atrevían / con la boca amarrada y el sueño esclavizado: / de unos cuerpos que andaban, vacilaban, crujían, / una masa de férreo volumen has forjado”, escribe Miguel Hernández.
Cómo olvidar, por mucho que la memoria ya no sea la misma, que los camaradas españoles nunca le fallaron. Siempre contaron entre los más estalinistas del mundo. Cuando le hizo falta un asesino para matar a Trotski, lo encontró en el PCE: Ramón Mercader. La propia madre del elegido, Caridad Mercader, lo puso a su disposición. Todos eran agentes de la NKVD, la tristemente célebre policía secreta del Comisariado del Pueblo Para Asuntos Internos de la URSS. Agentes de la NKVD como los que asesoraron al gabinete de Juan Negrín y a la Generalidad de Cataluña, siempre al dictado del Zar Rojo, para sumarse a la represión comunista al movimiento libertario en la Barcelona de mayo de 1937, que, en gran medida, acabó con el anarquismo y el trotskismo.
Unos cifran el montante total de los crímenes del camarada presidente en torno a los nueve millones; otros hablan de muchos más. Sin embargo, puede que sea muy superior la cifra de los que en breve le van a llorar: Stalin ha sido el artífice de la Unión Soviética, que en la posguerra ha emergido como la segunda potencia mundial. Y después de tanta sangre y tanta muerte, el camarada Stalin se había vuelto pacifista. Así, en el XIX congreso del PCUS, el último al que asistió en octubre del 52, acabó condenando a los belicistas.
Cuentan sus enemigos que ya el día cinco, dada la ausencia de signos de vida por parte del camarada presidente del consejo de ministros de la Unión Soviética, sus colaboradores más estrechos habrán de hacer un esfuerzo para ser capaces de superar el temor que les causa importunarle —no se molesta alegremente al responsable directo de la muerte de nueve millones de personas— y, tras entrar tímidamente en la estancia donde ha expirado, confirmarán su óbito y romperán a llorar. Porque, con el camarada Stalin, se va la auténtica praxis del marxismo-leninismo. Y eso que el camarada Lenin, pese a saberle muy capaz, ya advertía al Comité Central en su testamento que Stalin debería dejar de ser el secretario general del partido, que ese puesto debería ser ocupado por “alguna otra persona que sea superior a Stalin sólo en un aspecto, a saber, en ser más tolerante, más leal, más educada y atenta a los camaradas”.
Andréi Gromyko, célebre ministro de asuntos exteriores de la URSS, recuerda en sus memorias lo que le dijo Molotov —el creador del cóctel que lanzaban los revolucionarios desde las barricadas y miembro del Politburó el día del óbito— sobre la muerte del dictador: “Stalin, tan pronto se sumía en la semiinconsciencia como se recuperaba, pero ya no podía hablar. En un momento dado abrió los ojos a medias. Al ver rostros conocidos señaló lentamente hacia la pared. Todos miramos hacia donde había señalado: había una fotografía de una niña dándole leche a un cordero con un cuerno. Con el mismo movimiento lento de su dedo, se señaló a sí mismo. Fue lo último que hizo. Cerró los ojos y ya no los volvió a abrir más. Los presentes lo tomaron como un ejemplo típico de su ingenio: el hombre moribundo se comparaba a sí mismo con un cordero”.
Quién sabe si de haber estado en manos de cualquier otro, de Trotski, por ejemplo, la construcción de la Unión Soviética no hubiera sido igual. Lo cierto es que las revoluciones, como dice Mao Tse-Tung —uno de los que llorarán la muerte de Stalin por ser uno de sus grandes discípulos— no son ningún ejercicio estético, “son un acto violento”. Y como tal, se implantan mediante la sangre y el miedo. Eso es algo que se sabe, como poco, desde que la guillotina de los jacobinos cercenó unas 40.000 cabezas durante el Reinado del Terror (1793-1794).
Se sabe y se calla pues Stalin, al haber cometido sus atrocidades por el pan de la famélica legión, ha contado con la complicidad de toda la izquierda mundial. Se sabe que ha matado y mucho, pero la verdadera dimensión de sus crímenes —únicamente parangonable con el delirio genocida de Hitler— se desconoce aún. Será su sucesor, Nikita Jrushchov, quien, ya en 1956, acometerá la tarea de la desestalinización del país. Pero lo hará en el llamado “discurso secreto”, pronunciado el 25 de febrero, en el que condenará las purgas puestas en marcha durante la tiranía de su predecesor y el culto rendido a su personalidad. A raíz de entonces, tímidamente y tras tensos debates, algunos partidos comunistas del resto del mundo, comenzarán a distanciarse de la ortodoxia soviética. Pero tardarán aún en hacerlo.
“Camarada Stalin, yo estaba junto al mar en la Isla Negra, / descansando de luchas y de viajes, / cuando la noticia de tu muerte llegó como un golpe de océano”. Escribirá Pablo Neruda al saber de su fallecimiento. Desde el poeta del amor hasta Jean-Paul Sartre, cientos y cientos de intelectuales y periodistas obviarán los muertos de Stalin porque el camarada mataba en aras de la famélica legión. Así se escribe la historia.
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