Fernando Benzo publica en Zenda una serie de artículos, con el nombre de El viajero de la Vía Láctea —jugando con el título de su última novela, Los viajeros de la Vía Láctea—, en los que relata sus experiencias musicales.
Hay una señal indiscutible de que uno está envejeciendo: empezar a pensar que ya no aparecen películas, novelas o canciones como las de antes. Y si además formulas eso diciendo «como las de mi época», es que ya te va tocando ir al parque a jugar a la petanca.
Mis preferencias musicales han cambiado poco desde los 80. Sigo atascado en la lealtad a aquellos descubrimientos que me volaron la cabeza (al Springsteen que me atrapó para siempre con el doble álbum de The River, al McCartney al que por fin pude ver en vivo en el Pabellón de los Deportes en el 89, al Bowie bailón de Modern Love y a la guitarra mágica de Mark Knopfler en Sultans of Swing) igual que sigo creyendo que Michelle Pfeiffer nunca se hará mayor y que sigue siendo aún la Susie Diamond que cantó «Makin’ Whoopie» sobre el piano y nos dejó sin habla a los Baker Boys y a todos los demás. Llegaron los 90 y después el nuevo siglo y confieso que a lo largo de varias décadas he hecho escasas incorporaciones a mi Salón de la Fama particular. Oasis, y no todo; Coldplay, y muy poco; tuve un momento muy de The Pogues y, más recientemente, el hallazgo por casualidad de Kodaline, y poco más.
Lo mismo me ocurre con la música española. Fui (digo yo que después de nueve artículos ya ha quedado claro para quien haya tenido la paciencia de leerlos) un entusiasta del pop español de los 80. Y sé que la música no se detuvo ahí. Pero no me subí al tren de los 90 o los 2000, lo confieso. Dejé aparcado, con escasas excepciones, el pop patrio para seguir al extranjero y no supe evolucionar con los tiempos, lo cual solo tiene como ventaja que ahora puedo mirar al presente con una cierta frescura.
Y es curioso. Porque el presente musical me resulta en extremo familiar. Repaso músicos, bandas, éxitos, los «This is» y los «Radio» de Spotify, y la conclusión es clara: esto me suena. Pero eso no es malo. Al revés. Es una sensación agradable. Esto me suena y me gusta.
Elijo, como ya he hecho en otros artículos, un ejemplo representativo de esa doble afirmación: que lo que hay me suena y que además me gusta.
Cuando el crítico musical y productor Jon Landau escuchó a Springsteen por primera vez en el 74 escribió una frase que se ha hecho histórica: «He visto el futuro del rock and roll y se llama Bruce Springsteen». Y acertó. No sé si yo puedo ser tan osado y taxativo y afirmar que he visto el futuro del pop español pero sí, al menos, que he visto su presente en uno de esos grupos que andan haciendo la ruta de festivales (que es donde ahora se descubre a los nuevos talentos, igual que antaño se hacía en los garitos), una banda que suena muy familiar y ha captado mi interés.
Se llaman Ginebras. Chicas con desfachatez, divertidas, capaces de poner a bailar a cualquier auditorio, con un toque de Spice Girls poligoneras y de punkis bien educadas, de Bangles con subidón y de Joan Jett junto a sus Runaways. Ellas son el ejemplo perfecto del presente (y, a lo Landau, me decido a jugármela y a pronosticar que también del futuro) del pop español. Tienen canciones muy logradas, un repertorio con apariencia de poco planificado y de renunciar a las pretensiones, pero más cuidado de lo que puede parecer. En él hay un himno verbenero, «Paco y Carmela» (buen viaje, Georgie Dann, contigo empezó todo); unos hits poperos de los que te pasas varios días tarareando tras escucharlos, «La típica canción» o «Chico Pum»; un guiño al universo LGTBI con un desdramatizador sentido del humor, que buena falta hace, «Todas mis ex tienen novio»; y un grito de guerra al que se apunta cualquiera sin dudar, ese «Ya dormiré cuando me muera» que titula su álbum. Ah, y además tienen el buen gusto de arrancarse con los coros de «Hey Jude» en algunos de sus conciertos.
A diferencia de lo que he hecho en artículos anteriores, aquí no puedo narrar ningún vínculo personal. Sigo a Ginebras desde la prudente y obligada distancia con que un señor cincuentón debe seguir a unas jovencitas. No me veo yendo a dar botes entre su público natural en sus conciertos, ni tampoco haciéndome un TikTok bailando sus canciones, la verdad. Pero me gusta lo que hacen. Pop inmediato, pelín provocador, de letras ingeniosas, ritmos accesibles, con desvergüenza y personalidad y con la diversión como principal objetivo ¿Puede sonar todo ello más ochentero?
Esa es la clave. Tras años desconectado, echo un vistazo y veo que aquella música denostada por algunos pedantes sabelotodos sigue marcando el pop español más de treinta años después. Escucho a las Ginebras y al instante pienso en Objetivo Birmania sintiendo desidia al borde del mar o en Aerolíneas Federales advirtiendo que no las beses en los labios (de hecho, desde aquí les recomendaría plantearse versionarlas). E insisto: eso es bueno y me gusta. No se trata de que el pop no haya evolucionado desde los 80, sino de que haya sabido recoger un legado y seguir avanzando a partir de él.
Y esto que digo de las Ginebras es la tónica (perdón, el juego de palabras era demasiado tentador para dejarlo pasar). Esa misma influencia ochentera acaba dejándose ver en las mejores canciones de muchos de los músicos recientes, desde Cariño a La La Love You, desde Karavana a El Buen Hijo.
El presente de nuestro pop es deudor y heredero, con orgullo y sin complejos, de aquel pasado. Con la evolución inevitable (Rosalía no tiene nada que ver con Martirio, C. Tangana no tiene nada que ver con Kiko Veneno, pero también un poco sí), con nuevos hallazgos, con otras influencias entrometidas, por supuesto. Y no dejaré de insistir en que debemos resaltar esa verdad como un elogio y no como una crítica. Es indudable que aquellos chicos y chicas del Rock-Ola y la Sala Sol, que querían ser como Alice Cooper o como Blondie, cambiaron para siempre la música española, llevándola mucho más allá de donde la recibieron de los Brincos, Formula V o Juan y Junior, y marcaron un camino que ahora siguen estos nuevos grupos indies que, gracias a Dios, no son ya indies melancólicos y llorones sino gamberros y animosos.
Ese es el viaje. Siempre hacia adelante. Yo lo dejo hoy aquí. Pero eso no quiere decir que el viaje haya llegado a su final porque esa Vía Láctea llena de música es infinita. Algún día, en un futuro aún lejano, alguien tomará el relevo a las Ginebras o a quien sea y, seguro, cuando alguien escuche su música reconocerá un acorde, un coro, un sample, un tuneo, o lo que demonios exista entonces, que le sonarán vagamente familiares, que todavía le traerán a la memoria la fanfarria de aquella canción en que una chica nos instaba a mover la cabeza y el esternón, la tibia y el peroné, o las notas de guitarra que daban paso a la voz de aquel otro chico que nos aseguraba que iba a ser una rock and roll star si antes no le pegaban diez tiros en la puerta de un hotel.
Y eso solo significará que el viaje continúa.
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