Fernando Benzo publica en Zenda una serie de artículos, con el nombre de El viajero de la Vía Láctea —jugando con el título de su última novela, Los viajeros de la Vía Láctea—, en los que relata sus experiencias musicales.
Tranquilos. Aviso a los enemigos de lo retro, a los modernos recalcitrantes, a los vanguardistas intransigentes y a los amantes del indie, trap, trash o postpunk. Este viaje por la música de otro tiempo está previsto que tenga solo diez paradas. Ni una más. Y eso, que a muchos les aliviará, a mi me genera una cierta presión. Por supuesto, no pretendo ni ser exhaustivo ni sentar cátedra más allá de recorrer mi limitada memoria musical. Pero tampoco me gustaría quedarme corto y no mencionar al menos a muchos músicos de ese pasado al que aquí vuelvo la mirada. Por ello, empiezo esta quinta jornada de viaje por el montón (léase sin ánimo peyorativo, no como cajón de sastre ni como montaña de deshechos sino tan solo como una referencia a la inabarcable cantidad) de grupos de todo pelaje que surgieron, vivieron (unos demasiado poco, otros demasiado), se reprodujeron (como hongos) y desaparecieron en el pasado como lágrimas en la lluvia, que diría un replicante ochentero.
Permítanme invertir al menos este párrafo en citar a aquellos que conservan un lugar en mi recuerdo. Por ahí deambulan aquellos grupos que ya me gustaban en la preadolescencia (Tequila y su rock and roll en la plaza del pueblo), otros que parecían imperecederos pero resultaron ser solo coyunturales (Glutamato Ye-Ye, Derribos Arias), esos que fueron lo que los ingleses llaman un one-hit wonder (los Zombies con su «Groenlandia», La Mode con aquel esplendido álbum, El eterno femenino), los que acabaron atragantándoseme (La Unión, cuyo «Lobo Hombre» terminó por saturarme), los que nunca supe disfrutar por culpa mía y no de ellos (métase ahí todo el heavy, con especiales disculpas a Leño, Barón Rojo y Burning), los que me despiertan gran ternura aún (Celtas Cortos y Gabinete Caligari) y los que descubrí mucho después (Los Pistones o Revólver). Quedan muchos sin nombrar, pero esto no va de afanes enciclopédicos. Hoy toca acumular, quitarse plancha y elegir. Así que, de todos ellos, solo dos pueden pasar a la final de mi concurso imaginario: Los Secretos y Nacha Pop.
Digámoslo rápido y sin rodeos: Secretos y Nacha Pop son, para mí, los dos mayores grupos de los 80, los que — junto a otros pocos, claro— definen y otorgan identidad musical a ese término (que me da repelús y que hasta ahora he intentado esquivar aquí) que es «la movida». Ellos son los que transforman la movida en La Movida. Le ponen mayúsculas. Le dan entidad, cuerpo, sabor, envergadura y trascendencia a toda esa avalancha de sonidos, tendencias, estéticas, cultura y contracultura que explotó tras el fin de la dictadura, en plena borrachera de libertad. Podrán discutirlo (y háganlo, por favor, que ya se nota lo que me gustan los debates musicales). Pero, para mí, son esos dos.
Y aquí no hay duelo. No se trata del clásico enfrentamiento. No es como lo de si eres de los Beatles o de los Rolling. Aquí se puede y se debe ser de ambos. Secretos y Nacha Pop no se excluyen sino que se complementan. Tan iguales y tan distintos. Y a ello es a lo que voy a referirme aquí. A sus semejanzas y sus diferencias.
Parece que se ha creado un cierto acuerdo en situar como fecha fundacional de la Movida el sábado 9 de febrero de 1980. La hora: las seis y media de la tarde. El lugar: la Escuela de Caminos de la Universidad Politécnica de Madrid. El motivo: el concierto homenaje a Canito (Enrique Llamas, en su novela Todos estábamos vivos, en mi opinión entre lo mejor que se ha escrito sobre la movida, recrea esos días con brillo literario). En el cartel que anuncia el plantel de bandas que tocarán hay nombres muy familiares: entre otros, Paraíso (o sea, Fernando Márquez pre-La Mode), Mermelada, Alaska y los Pegamoides (dejado atrás Kaka de Luxe)… Y ahí están también Nacha Pop y Tos. Por tanto, primer dato: tanto Nacha Pop como los futuros Secretos ya están ahí, desde el principio, no son ni advenedizos ni herederos sino miembros fundacionales de esa movida que ellos convertirán en La Movida. De hecho, el Canito homenajeado no era otro sino el batería y cantante Jose Enrique Cano, que había fallecido en un accidente de tráfico y que había creado el grupo Tos junto a tres hermanos: Javier, Enrique y Alvaro. Sí, los Urquijo, o sea, los futuros Secretos.
En ese comienzo está ya algo que luego formará parte inevitable de ambos grupos: la tragedia. Sobrevolándoles, acechándoles como la sombra de una maldición. Porque eso es otro punto en común de ambas bandas. Como en la letra de «Cientos de bares», de Los Limones, los unos acabarán cantando por Enrique, los otros cantando por Antonio. Ambas bandas nacen de un vínculo familiar (los primos Antonio Vega y Nacho García Vega, los hermanos Urquijo) y ambas bandas serán objetivo en que se cebe la canalla muerte prematura, que se llevará a Antonio y Enrique, a quienes volveré en futuros artículos.
Calidad musical, familia y drama. Un elemento este que aumentará en ambos grupos dos cualidades que les son innatas: la melancolía y la seriedad. Los Secretos suenan fatalistas y melancólicos desde el primer minuto, desde que cantan su primer éxito, «Déjame», donde se rinden ante la imposibilidad de un amor, para luego dedicarse en el siguiente éxito a escribir el nombre de ella sobre un vidrio mojado. Nacha Pop no se queda atrás: lo de «La chica de ayer» es un chute de nostalgia en vena que luego redondean con esa décima de segundo que es para ellos la vida. En un ambiente musical abarrotado de grupos transgresores, gamberros, provocadores, irónicos y paródicos, quizá el único reproche que pueda hacerse a ambas bandas es, precisamente, ese exceso de seriedad. No hay nunca humor en sus canciones, rara vez hay sonrisas en sus actuaciones, son chicos serios, muy concentrados en hacer buena música, en digerir las pérdidas, en procesar su dolor y en ponerle música al nuestro. Nunca se dan una alegría, un respiro, nunca se permiten una tontuna, nada de frivolidades. Salvan tanta seriedad a golpe de calidad, porque ambas bandas son buenas, excelentes en realidad, pero a veces uno necesita cantar lo difícil que es hacer el amor en un Simca 1000 o lamentarse porque —vaya, vaya— aquí no hay playa. Y no, para eso no son la mejor compañía.
También tengo mi habitual pequeño vínculo con ellos: solía verlos por El Penta —sí, el bar de la canción—, unos clientes más, sin aires de estrellas, y recuerdo que contemplaba a Álvaro Urquijo desde la distancia y le admiraba. Porque, caramba, todos hablamos de Enrique cuando ensalzamos a Los Secretos, pero ya va tocando situar a Álvaro donde merece. Porque este tipo fue un valiente. Decidió dar un paso al frente, sobreponerse a la pérdida del hermano convertido en mito inalcanzable, se echó sobre sus espaldas un proyecto musical por el que nadie habría dado un duro, y aquí le tenemos, treinta años después, al frente de unos Secretos capaces aún de llenar Las Ventas. Y valga igual esa admiración, más allá de mi debilidad por Álvaro, para Nacho García Vega, que ha seguido también tirando del carro, con más altas y bajas en su caso, pero conservando la esencia de su castigada banda. Hay una hermosa épica en esa supervivencia.
Solo por ello, por esa lucha de gigantes que ambas bandas han mantenido consigo mismas, merecen ser resaltadas de entre el montón. Con sus parecidos y sus diferencias. Porque no, no son lo mismo. Por resumir: Los Secretos son la banda del desamor y el despecho, son a los que escuchas cuando la chica de tus sueños te ha mandado a que te pierdas por la calle del olvido. Pasaron una etapa en que su música más triste se empapó de aroma a tex-mex pero, afortunadamente, su talento evitó que la influencia mexicana les acabase haciendo sonar como algo parecido a Juan Gabriel. Son más una banda sentimental para corazones maltratados, mientras que Nacha Pop es —igual que ya escribí de Radio Futura— de los que citas cuando te pones en modo enteradillo, cuando te las tienes que dar de que lo tuyo con la música es una cuestión de erudición, una relación intelectual sin espacio para el romanticismo.
Pero ambas bandas son como lo de papá y mamá: se las ha de querer por igual sin necesidad de elegir. Canela fina y cosa seria. Ambas bandas aguantan el tipo al ser escuchadas hoy porque en ellas hay, sí, demasiada seriedad existencial, pero también una gran seriedad musical. Aquellos chavales que homenajeaban a ese amigo muerto en el 80, que lloraron después a sus caídos, que despidieron con canciones de ruptura y abandono a los amores que se quedaron por el camino, que decidieron que lo mejor que podían y sabían hacer era seguir siempre adelante aferrados a guitarras y batería, sin necesidad de recurrir a artificios ni musicales ni estéticos, no son solo un recuerdo del pasado sino que están ya instalados en el futuro donde, dentro de muchos años, aún seguiremos escuchándoles en noches de tequila y melancolía.
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