Ahora que todos nos quejamos por la saturación turística, permítanme que les recomiende que se pierdan en viajes solitarios. Acabo de regresar de las islas Azores, y les aseguro que no había colas en ninguna parte. Solo me encontré prados inmensos, vacas y hortensias, y no siempre por ese orden. Había más cosas, por supuesto: aguas calientes de origen volcánico, paseos estivales en lancha para ver ballenas que solo pasan por la zona en primavera, miradores sobre lagos nacidos en cráteres, cosas así. Si ustedes quieren huir, por ejemplo, de la masificación de París, de Londres o de Venecia —que ya comienza a ser un decorado— no tienen más que irse a una isla perdida del Atlántico. O, si el presupuesto va justo, pueden acudir a la España vacía, que tenemos bastante donde elegir.
Bien, a lo que iba: el caso es que, aunque en La furia se ven un poco las entretelas de la trama y en consecuencia los giros no son tan sorprendentes, sí estamos ante un buen ejercicio narrativo, y les puedo asegurar que yo misma paseé por la pequeña isla del crimen, por mucho que en realidad me estuviese dando baños en las furnas de las aguas calientes del archipiélago azoriano. Después de pasear por Grecia con la novela, me divertí con un ensayo neurológico de Suzanne O’Sullivan: contaba algunos de los casos más extraordinarios de su trabajo como médico, y me encantó uno en el que el paciente, sometido a una situación de tensión excepcional, de pronto veía a los siete enanitos por todas partes. Y atención, que me refiero a los de Disney, ¿eh? Tal cual. Blancanieves no aparecía en sus alucinaciones, pero eso es lo de menos: reconozcan que tanto ustedes como yo lo que pensaríamos de ese pobre hombre es que estaba como una cabra. Pues no. Resulta que, tras un montón de pruebas —cielos, no saben lo importante que es nuestro lóbulo frontal—, el tipo tenía epilepsia. Se le dio por ver enanitos y no por convulsionar y desmayarse como un epiléptico corriente, que hasta en esto hay exquisiteces.
Pues bien, les puedo asegurar que yo también estuve allí. En la consulta, quiero decir, escuchando a aquel hombre y observando sus pruebas de videotelemetría. No resultó tan evocador como presenciar el crimen de la actriz en la isla griega, claro, pero les aseguro que me pareció igualmente fascinante. Un viaje solitario y satisfactorio, porque descubrir y aprender de forma inesperada siempre es una suerte. ¿Sabían que Dostoyevski era epiléptico? Como lo oyen. O como leen, para ser más exactos. Resulta que instantes previos a un ataque epiléptico —o crisis, que ahora ya soy una medio-experta—, sentía una sensación placentera bastante común entre este tipo de enfermos, y que a él, al parecer, le había servido de inspiración para crear alguno de sus personajes. Qué curioso, ¿verdad?
Así pues, ya ven qué bien pueden pasarlo quedándose en casa, o empujándose entre turistas, aburriéndose en el pueblo o disfrutando como niños en un parque acuático. Al cabo del día, o durante la jornada, siempre pueden refugiarse en alguna historia escondida entre páginas; mi experiencia me dice que hasta en los viajes más insípidos suceden cosas que nos recuerdan que estamos vivos. Brindo por los viajes solitarios y les deseo muy feliz verano.
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