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El veneno del aire - Zenda
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El veneno del aire

Cuando cumplí treinta años, y en pleno invierno, llegó un mal que se propagó a una velocidad descontrolada. Lo llamaron el veneno del aire, nadie supo cómo se contagiaba, la gente moría entre fiebres y dolores de cabeza. En aquel tiempo enterré a muchos amigos, no lo digo de manera figurada, mi oficio era enterrador....

Una palabra mató a mi padre. Pudo decir muchas otras, o pudo ser dueño de su silencio, igual que lo éramos todos en aquel tiempo; pero no lo fue, y esa palabra lo mató. Me contaron que antes de yo nacer mi país era libre, la gente expresaba sus opiniones y vivía con dignidad, hasta que un día llegaron las sombras con sus palabras cargadas de mentiras, de violencia disfrazada de tolerancia, de soluciones que eran quimeras; sólo nos dejaron libertad para ser unos cobardes, y eso nos condenó. Los periódicos callaron sus rotativas y otros surgieron en su lugar. Las televisiones enmudecieron y nuevos canales propagaron el martilleo de sus mentiras. Se crearon juntas, comisiones, centros de reeducación, todos con carácter revisionista y hostigador. Miles de voluntarios se les unieron para no estar en el lado equivocado del nuevo régimen. Las piras de libros se amontonaron en las plazas y sus columnas de fuego se hendieron en las tinieblas de la noche; de sus cenizas surgieron las sombras más oscuras. Pasaron décadas en la que nada se escapó al control de aquellas sombras, nadie pudo acabar con ellas.

"Lo colgaron de una soga a las doce del mediodía, la hora donde el sol no dibujaba sombras; al menos murió librándose de ellas"

Cuando cumplí treinta años, y en pleno invierno, llegó un mal que se propagó a una velocidad descontrolada. Lo llamaron el veneno del aire, nadie supo cómo se contagiaba, la gente moría entre fiebres y dolores de cabeza. En aquel tiempo enterré a muchos amigos, no lo digo de manera figurada, mi oficio era enterrador. Heredé ese trabajo de mi padre, que no fue hijo de enterrador, sino de un intelectual al que los aciagos tiempos de las primeras sombras lo condenaron. A mi padre, como hijo de un traidor, lo destituyeron de su cátedra de Historia y prohibieron la lectura de sus libros; todos fueron quemados. Nadie le dio amparo y no encontró otro oficio que enterrador; lo único que le ofrecieron. A mi padre lo mató una palabra cuando yo era adolescente, aún no dije qué palabra fue. Mi padre dijo “No”. Lo dijo una sola vez, un “No” rotundo frente a una comisión creada para reescribir la Historia de nuestro país. Tuvo a mano su redención, pudo dejar su miseria y regresar del olvido. Murió en una mañana calurosa de mayo mientras el tañido de las campanas presagiaba su luto. Lo colgaron de una soga a las doce del mediodía, la hora donde el sol no dibujaba sombras; al menos murió librándose de ellas.

"Mashiaj nos decía que la única certeza es la que viene de nuestro entendimiento, la que nos hace explorar los caminos de la incertidumbre y fuerza los deseos de elegir"

En los días de aquel invierno, encerrados en nuestras casas por la enfermedad del aire, nada sucedía, hasta que una tarde llegó un desconocido. Era alto, enjuto, envarado y con una barba rala que hormigueaba en sus facciones. Hablaba con palabras cargadas de un sentido común que nos intimidaba. En las sombras es difícil ver la verdad, quizá porque se vuelve opaca para las mentes que se han rendido. El veneno del aire empezó a matar con más saña y encerró en sus casas a los gerifaltes, a los voluntarios del orden y al Ejército. El confinamiento permitió que aquel desconocido, llamado Mashiaj, se quedara en nuestras casas y nos regalara sus charlas. En las noches nos reuníamos a su alrededor y llenábamos comedores o abarrotábamos los pasillos. Mashiaj nos decía que la única certeza es la que viene de nuestro entendimiento, la que nos hace explorar los caminos de la incertidumbre y fuerza los deseos de elegir.

—Eso es lo que os han robado —nos dijo Mashiaj—. Os quitaron la libertad de elegir.

"Todos cogimos piedras para defender aquello en lo que creíamos. Las lanzamos, centenares, miles de ellas. Conseguimos arrebatarles sus fusiles y les disparamos"

Un día se acercó a mí y agarró mi pala de enterrador. Con un «sígueme», dejé la pala, a los muertos que enterraba, y lo acompañé. El veneno del aire nos parapetaba de un ataque del Ejército, pero nada impedía que las palabras de Mashiaj viajaran de una ciudad a otra hasta convertirse en un rumor. Me pidió prestada la voz para llegar a más personas y comencé a predicar sus pensamientos. Hablé a la gente de que era el momento de luchar por nuestra porción de luz, acabar con las sombras. Una noche llegó el Ejército con toda su fuerza y el miedo se apoderó de nosotros. Las sombras fueron más oscuras que nunca. Mashiaj apareció entre las columnas de humo y lanzó una piedra contra ellos, acto seguido recogió otra y la lanzó. Todos cogimos piedras para defender aquello en lo que creíamos. Las lanzamos, centenares, miles de ellas. Conseguimos arrebatarles sus fusiles y les disparamos. Llegamos a sus tanques y los bombardeamos. Nos convertimos en un Ejército del Pueblo, declaramos una guerra civil y cada palmo de terreno se regó con la sangre de unos y otros. En pocos meses apresamos a nuestro dictador cuando huía camino de la frontera. Lo condenamos a la horca y yo estuve en su ajusticiamiento, en primera fila, junto a un viejo amigo de mi padre.

—Cada revolución trae sus propios demonios —me susurró al oído—. El veneno del aire seguirá entre nosotros. Cuando matemos a este miserable, aparecerá otro demonio.

"Voy de ciudad en ciudad predicando el mensaje de Mashiaj, cumplo con la promesa que le hice el día que lo enterré"

Un 15 de octubre los medios de comunicación lanzaron el mismo titular: «La guerra ha terminado». Mashiaj habría sido feliz, pero murió unos días antes. Lo apuñalaron a traición y no atrapamos a su asesino. Agarré mi pala de enterrador por última vez y yo mismo lo enterré. Juré ante todos que su memoria no caería en el olvido. En los meses siguientes organizamos un partido político y me eligieron para dirigirlo. Ganamos las primeras elecciones libres en décadas, y tan pronto como llegué a presidente ordené eliminar las viejas instituciones, vacié las cárceles, llené las ciudades de colegios, construí hospitales y di casa y comida a los ciudadanos más desfavorecidos. Abarrotamos las plazas con estatuas de Mashiaj y escribimos las mejores frases de sus discursos en murales. Convertimos su mensaje en una asignatura para que nuestros hijos no olvidaran cuánto costó la vida que ahora disfrutaban. Hemos ganado todas las elecciones por una apabullante mayoría y me he convertido en presidente perpetuo. Voy de ciudad en ciudad predicando el mensaje de Mashiaj, cumplo con la promesa que le hice el día que lo enterré. En una de esas ciudades me reencontré con el viejo amigo de mi padre; me alegró saber que aún vivía. Pasaron muchos años desde que me hizo aquella advertencia y aún la recuerdo. Yo sabía que tenía razón. Lo supe el día que apuñalé a Mashiaj y lo asesiné. Cuando él murió, nació su leyenda y yo me convertí en el demonio de aquella revolución. El veneno del aire siempre será el mismo; son las palabras con las que engaño a quienes mendigan una esperanza.

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Juan Miguel de los Ríos

Juan Miguel de los Ríos (Málaga, 1971) es Ingeniero informático. En el año 2005 escribió su primera novela, 'El mar no puede morir', que acabó llegando a manos de uno de sus personajes, el periodista y poeta Manuel Alcántara, quien no dudó en apoyarlo. Se publicó en el año 2007. Luego decidió escribir una gran novela sobre su ciudad, Málaga, y su Semana Santa. Fue un proceso de muchos años que culminó con su siguiente obra, '7LR (Siete lágrimas rojas)', con la que quedó finalista del Premio Planeta de 2016. Se publicó en 2017 con bastante éxito. Dos años después terminó su siguiente novela, 'El fin de nosotros', finalista del Premio Fernando Lara de 2019. Es una trama de nivel internacional con toques de intriga, obra de anticipación e identidades múltiples, que transcurre entre Madrid, Berlín y China.

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