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El tropiezo del tiempo, de Eduardo Álvarez Tuñón - Zenda
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El tropiezo del tiempo, de Eduardo Álvarez Tuñón

El tropiezo del tiempo (Libros del Zorzal), de Eduardo Álvarez Tuñón, es una colección de relatos basados en la vida real, con hechos veraces, ubicados en el siglo XX en el contexto de la Guerra Civil y la emigración de Argentina a España. A continuación reproducimos un fragmento del relato que da título al libro,...

El tropiezo del tiempo (Libros del Zorzal), de Eduardo Álvarez Tuñón, es una colección de relatos basados en la vida real, con hechos veraces, ubicados en el siglo XX en el contexto de la Guerra Civil y la emigración de Argentina a España.

A continuación reproducimos un fragmento del relato que da título al libro, que sigue la historia real de Elías y Ana, los abuelos del reputado músico Daniel Barenboim, en el navío Wolfsea y el milagroso secreto que comparten.

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A Daniel Barenboim

El tiempo, que ni vuelve ni tropieza
Francisco de Quevedo

I

Los vio caminar lentamente hacia el barco, con baúles oscuros y maletas envejecidas, fatigadas por los viajes de otros. Los vio mirar hacia atrás, por última vez. Jamás volverían a sentir los aromas que los acompañaron hasta allí, ni a oír las voces y los gritos que se elevaban para componer la música de las despedidas. Los vio esbozar esa sonrisa que no responde a la alegría, sino a la aceptación de la desdicha. El capitán Frederik Klausenn, desde la proa del Wolfsea, que unía Hamburgo con Buenos Aires, pensó que no había nada tan parecido a morir como emigrar. Quizá la única diferencia residiera en la posibilidad de llevar equipaje. Era su décimo viaje a América y, pese a todo, aún le atraía presenciar, durante unos minutos, la revisión de la aduana que, por entonces, se realizaba a bordo, antes de salir del puerto. En las valijas, entre la ropa humilde, pudo ver, a lo largo de los años, antiguas fotos de gentes y paisajes, jarros enlozados, algún plato de metal, una Biblia marchita de tantos rezos, un candelabro y un violín habituado a la acústica de calles y de patios. Jugaba a imaginarles una vida en función de los objetos que habían elegido al partir. Comprendió, con los años, que sólo querían llevarse aquellas cosas que evocaban los pequeños hechos cotidianos, a veces imperceptibles, que sólo identificamos con la felicidad cuando los hemos perdido. Quizá creyeran, con ingenuidad, que podían encerrar, para siempre, un clima lejano de la infancia, un anochecer con olor a comida.

Hombres y mujeres muy jóvenes, algunos niños y muy pocos viejos. El capitán Frederik Klausenn supo que ese viaje sería muy distinto de los anteriores. La mayoría de los pasajeros provenían de Polonia, de Ucrania, del sur de Rusia, y huían de los pogromos. Le resultaba difícil entender lo que estaba pasando en el mundo. Se preguntaba por el origen de aquella locura, que destruía barrios y aldeas sólo porque los habitaban hombres diferentes. Jamás hubiera creído esas historias trágicas si su hermano, que recorría el este como ingeniero de ferrocarril, no le hubiese descripto lo extraño y terrible de llegar a un lugar y encontrar escombros y humo donde hubo un mercado o una plaza. Ahora los veía subir y pensaba en que no se habían equivocado al elegir esa forma de morir, que te permite llevar una pequeña maleta, irte con algunas cosas de aquel mundo en el que fuiste feliz, sin saberlo.

El capitán Frederik Klausenn miró las dársenas con nostalgia. La Compañía de Navegación Hamburgo Line le había anunciado su retiro. Tenía 60 años y hacía 35 que navegaba. No sentía tristeza ni decepción. Lo invadía, por momentos, la sensación de que la vida había transcurrido demasiado rápido y lo seducía la idea de permanecer en tierra firme a su retorno y hacer lo que el mar le había impedido: proseguir con los estudios de piano. Tampoco tenía miedos. Es posible que extrañara navegar. Pero extrañar es amar y le parecía mejor destino padecer un dolor por lo perdido que descubrir, tardíamente, la dicha plena de no salir de su casa y darse cuenta, al comienzo de la vejez, de que había vivido equivocado al pasar sus días en un barco.

Su destino, como el de todos los seres humanos, había sido distinto al imaginado. En la niñez, lo fascinaban las ilustraciones en tinta de las naves de la Marina Imperial Alemana y la representación de batallas, que el káiser había hecho difundir por las pequeñas ciudades para lograr que los jóvenes se alistaran. Pero al ingresar a la Escuela Naval de Bremen fue destinado a un barco de transporte comercial y tuvo que aceptar. Con el tiempo y al volver a mirar esos dibujos, sintió que la elección de ser marino no la había motivado una inclinación hacia la guerra, sino el deseo de participar en algo que pudiese dar origen a una obra de arte, por pequeña que fuera, y saber que habitaba, de alguna manera, en aquellas láminas, aunque no se lo viese. Con la música su experiencia había sido otra. Se había criado en un ambiente en el que era común ir a las iglesias a escuchar el órgano. Había empezado a estudiar piano, en uno de esos lapsos breves en que permanecía en tierra, a la espera de embarcarse. Nunca avanzó demasiado; estaba obligado a dejar las clases al comienzo de cada viaje. Al volver, no le era fácil encontrar profesor; todo lo había olvidado y, frente al piano, sólo recordaba la emoción primera de haber descubierto que esa disposición de teclas era la misma que vieron Mozart y Beethoven. Le daba felicidad compartir algo con ellos, por mínimo que fuera. Ahora estaba decidido a retomar los estudios cuando volviese de Buenos Aires a Hamburgo y finalizara esa travesía que recién estaba por comenzar. Tenía la certeza de que la música, en su vida, podría reemplazar al mar. Después de todo era, también, infinita y misteriosa.

Los pasajeros habían comenzado a subir y el capitán pensó que ellos vivirían también un último viaje. Se preguntó, entonces, qué se llevaría él si tuviese que emigrar o si a los seres humanos se les permitiera hacer una maleta antes de morir. El vivir embarcado hacía que no se aferrara demasiado a las cosas. Sus aromas eran los del mar y cuando volvía a su casa, después de largos viajes, sentía que entraba por primera vez. Su casa era siempre una casa nueva, destinada no a vivir sino a esperar que llegara el momento de una nueva partida. A veces reconocía, con algo de emoción, una lámpara olvidada, bajo cuya luz había escrito una carta; un mueble familiar heredado, visto desde la niñez, y siempre, al asomarse a la ventana, lo inquietaba comprobar que su vereda de enfrente ya no era la línea inalcanzable del horizonte. Dos viajes a América atrás (así medía el paso del tiempo), había quedado viudo. La separación que le imponía el mar contribuyó a que no se decepcionara de su matrimonio. Su mujer, como su casa y la ciudad, siempre le parecía otra, pese a ser la misma, y le resultaba grato reconocerla en lo esencial y descubrir las pequeñas huellas que dejaban los días en su rostro, su mirada o su voz. Había sido feliz con ella, y navegar había contribuido a que nada se marchitara. Sentía, aún, en cada reencuentro, cierto clima de las vísperas y a veces se preguntaba si lo que amaba, al verla, en realidad no era su propia juventud, lo que no vuelve, aquellas noches de verano en que la conoció, aquellos bailes, la época de la vida en la que una cita primera y un paseo a la orilla de un río encerraban la dicha y el fervor.

Volvió a pensar en qué se llevaría de esta vida y presintió que, tal vez, integrara el pequeño grupo de los que eligen no llevarse nada, los escépticos que le deben una explicación al mundo. Se alegró, entonces, de que todo fuese una ocurrencia suya y de que morir fuera un viaje sorpresivo e inesperado a un lugar desconocido, en el que nada se necesita. Había comenzado a perder el miedo a la muerte la tarde en la que escuchó a su profesor de Historia explicar la expresión latina que usaban los romanos para anunciar a toda la ciudad que alguien había muerto. Decían, sin solemnidad, “se fue con la mayoría”. Había algo de racional y cierto en esa frase, que restaba dramatismo al hecho de morir. De todos los seres humanos nacidos desde el inicio del mundo, los que estaban vivos eran una minoría, comparados con los que ya no estaban en la tierra.

Las tareas de abordaje estaban por terminar y se acercaba el momento de partir. El capitán Frederik Klausenn saludó a los oficiales de cubierta, entró a la cabina de mando y sintió la tranquilidad que da integrar un orden, hecho de reglamentos y normas que para todo tienen una solución y que no le dejarían demasiado espacio para los devaneos. Si algo lo inquietaba de su retiro definitivo de la navegación era perder aquel orden, y pensaba que la música podía ayudarlo; después de todo era, también, un palacio de preciosos cristales, donde reinaba lo exacto. Pero había algo más en el barco, que lo seducía, sin vanidades. El capitán era la autoridad máxima. Se sentía un poco un delegado de Dios. Podía dar órdenes, juzgar y castigar, decidir el destino de los otros en medio de una tormenta, anotar nacimientos y defunciones y también celebrar bodas, en la medida en que todo sucediera en el mar.

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Autor: Eduardo Álvarez Tuñón. Título: El tropiezo del tiempo. Editorial: Libros del Zorzal. Venta: Todostuslibros 

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