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El Todo, de Dave Eggers - Zenda
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El Todo, de Dave Eggers

Cuando El Círculo, la empresa de internet y redes sociales más importante del mundo, se fusiona con la mayor plataforma de comercio online del planeta, que toma su nombre de una selva sudamericana, surge el monopolio más rentable y peligroso conocido hasta la fecha. Fundada por el equipo de los Tres Sabios, auténticas leyendas de...

Cuando El Círculo, la empresa de internet y redes sociales más importante del mundo, se fusiona con la mayor plataforma de comercio online del planeta, que toma su nombre de una selva sudamericana, surge el monopolio más rentable y peligroso conocido hasta la fecha. Fundada por el equipo de los Tres Sabios, auténticas leyendas de Silicon Valley, El Todo es una empresa que promueve la vigilancia, la transparencia y la mensurabilidad de la experiencia como herramientas para garantizar la seguridad, la protección del medioambiente y la optimización de nuestras vidas. Sus funcionales propuestas y su dominio global la consolidan como la corporación a la que muchos admiran y desean pertenecer. Unos pocos escépticos, sin embargo, no ocultan su animadversión por un monopolio donde intuyen ver la cara más siniestra de un futuro en el que nuestra libertad está en juego.

En El Todo (Literatura Random House), Dave Eggers combina el suspense con la sátira y el absurdo con el terror, y nos alerta de los monopolios que están cambiando nuestro comportamiento, nuestros recuerdos y nuestra capacidad para pensar libremente.

Zenda publica las primeras páginas.

***

I

Delaney salió del espacio mal iluminado del metro y entró en un mundo de luz límpida. Era un día despejado, y los ref lejos del sol en las innumerables olas de la Bahía reverberaban con destellos dorados por todas partes. Delaney se alejó del agua y recorrió los treinta metros que la separaban del campus de El Todo. Ese simple hecho –tomar el metro, llegar a pie a la verja ella sola, sin vehículo– la convertía en una anomalía, y desconcertó a los dos vigilantes de la garita. Los dominios de estos se circunscribían a una pirámide de cristal, similar a la punta de un obelisco vítreo.

–¿Has venido hasta aquí andando? –preguntó una de los dos vigilantes, ROWENA, según su placa de identificación. Rondaba los treinta años, tenía el cabello negro azabache y vestía una impecable camiseta amarilla, ajustada como un maillot de ciclista. Sonrió, dejando a la vista un hueco encantador entre sus dos incisivos.

Delaney dio su nombre y añadió que tenía una entrevista con Dan Faraday.

–¿El dedo, por favor? –pidió Rowena.

Delaney puso el pulgar en el escáner, y en la pantalla de Rowena apareció una cuadrícula de fotos, vídeos y datos. Incluía imágenes de Delaney que ella misma no había visto nunca… ¿Era eso una gasolinera de Montana? En las tomas de cuerpo entero, se la veía encorvada: el peso de una estatura excesiva en la adolescencia. De pie junto a la garita, Delaney enderezó la espalda a la vez que dejaba vagar la mirada por las imágenes de sí misma con su uniforme de guarda forestal, en un centro comercial de Palo Alto, a bordo de un autobús en lo que parecía Twin Peaks.

–Te has dejado crecer el pelo –comentó Rowena–. Aunque todavía lo llevas corto.

Delaney, en un acto reflejo, se deslizó los dedos por entre la tupida media melena negra.

–Según esto, tienes los ojos verdes –observó Rowena–. A mí me parecen castaños. ¿Puedes acercarte?

Delaney se acercó.

–¡Ah! Preciosos –dijo Rowena–. Avisaré a Dan.

Mientras Rowena se ponía en contacto con Faraday, otra situación confusa requirió la intervención del segundo vigilante, un cincuentón enjuto y adusto. Acababa de detenerse una furgoneta blanca, y el conductor, un hombre de barba roja cuyo asiento quedaba muy por encima de la ventanilla del vigilante, explicó que tenía una entrega que hacer.

–Una entrega ¿de qué? –preguntó el vigilante enjuto.

El conductor volvió la cabeza por un instante hacia la parte de atrás de la furgoneta, como para corroborar su inminente descripción.

–Un montón de cestas. Cestas de regalo. Peluches, chocolatinas, esas cosas –dijo.

En ese punto Rowena, quien, supuso Delaney, era el alfa del obelisco de cristal, asumió el control.

–¿Cuántas cestas? –preguntó.

–No lo sé. Unas veinte –respondió el conductor.

–¿Y las espera alguien? –preguntó Rowena.

–No lo sé. Puede que sean para posibles clientes, supongo –dijo el conductor, y su voz acusó un súbito agotamiento. A todas luces esa conversación se prolongaba ya mucho más de lo que tenía por costumbre–. Puede que solo sean regalos para personas que trabajan aquí –añadió, y tendió la mano hacia el asiento del acompañante, donde tenía una tableta que pulsó varias veces–. Dice que son para Regina Martínez y la Iniciativa Equipo K.

–¿Y quién las envía? –preguntó Rowena.

Ahora hablaba casi como si la situación le resultase graciosa. Estaba claro, al menos para Delaney, que esa entrega en particular no se consumaría.

El conductor volvió a consultar su tableta.

–Dice que el remitente es algo que se llama MDS. Solo M-D-S. –También el conductor empezaba a adoptar un tono fatalista. ¿Tenía acaso la menor importancia, parecía preguntarse, si él sabía o no qué significaba MDS?

Rowena suavizó la expresión. Habló en susurros a través de un micrófono, comunicándose al parecer con otra falange del servicio de seguridad de El Todo.

–Descuida. Entendido. Un caso de vuelta en redondo. –Ladeó la cabeza hacia el conductor en ademán compasivo–. Puede dar la vuelta ahí mismo. –Señaló una calle sin salida a unos quince metros más adelante.

–¿Dejo ahí las cestas, pues? –preguntó el conductor.

Rowena volvió a sonreír.

–Ah, no. No vamos a aceptar sus… –hizo una pausa cuya finalidad era, por lo visto, dejar que se acumulase veneno suficiente que instilar en la siguiente palabra, hasta entonces inocua– cestas.

El conductor alzó las manos al cielo.

–Soy repartidor desde hace veintidós años, y nadie ha rechazado nunca una entrega. –Miró a Delaney, que seguía junto a la garita, como si fuera a encontrar en ella una posible aliada. Delaney desvió la mirada y fue a posarla en uno de los edificios más altos del campus, una torre en espiral revestida de aluminio que albergaba Algo Más, el gabinete estratégico algorítmico.

–Para empezar –explicó Rowena, a todas luces indiferente al historial de entregas culminadas con éxito del conductor–, su carga incumple los umbrales de seguridad. Tendríamos que radiografiar todas sus… –de nuevo pronunció la palabra con un sonido sibilante– cestas, y no estamos dispuestos a eso. En segundo lugar, conforme a la política de la empresa, no admitimos en el campus productos no sostenibles o de procedencia indebida. A simple vista, diría que esas cestas –de algún modo había convertido la palabra en improperio– contienen ¿amplios envoltorios de plástico? ¿Y alimentos procesados? ¿Y fruta de producción industrial sin la debida certificación de agricultura ecológica y comercio justo, toda ella impregnada sin duda de pesticidas? ¿Son frutos secos eso que hay en las –aún más veneno– cestas? Eso cabe suponer, y este es un campus sin frutos secos. ¿Y ha dicho algo de peluches? Por nada del mundo podría permitirle que entrara en el campus juguetes baratos no biodegradables.

–¿No aceptan juguetes no biodegradables? –preguntó el conductor, ahora con la palma de la carnosa mano apoyada en el salpicadero, como si se preparase para un colapso.

Rowena dejó escapar el aire con un sonoro resoplido.

–Oiga, hay ya unos cuantos coches detrás de usted. Puede dar la vuelta un poco más allá de la garita. –Señaló la rotonda en la que sin duda se aglomeraban a diario las personas, las camionetas y las mercancías rechazadas por El Todo, de regreso al mundo donde las cosas no se sometían a examen. El conductor dirigió una larga mirada a Rowena y finalmente puso la furgoneta en marcha y avanzó hacia la rotonda.

Era una escena extraña en muchos sentidos, pensó Delaney. En primer lugar, un conductor que no era empleado de El Todo. Cinco años antes, el Círculo había comprado un mastodonte del comercio electrónico que llevaba el nombre de una selva de América del Sur, y de esa adquisición surgió la empresa más rica que el mundo había conocido. Como consecuencia de la subsunción, el Círculo tuvo que pasar a llamarse El Todo, designación que a sus fundadores se les antojó concluyente e inevitable, porque transmitía una idea de ubicuidad e igualdad. También el gigante del comercio electrónico veía con satisfacción ese nuevo comienzo. El mercado en línea, otrora racional, otrora fiable, había degenerado hasta convertirse en un páramo de vendedores turbios, falsificaciones y estafas descaradas. La empresa había renunciado totalmente al control y la responsabilidad, y los clientes empezaron a largarse; a nadie le gustaba que lo timaran o engañaran. Para cuando el sitio web corrigió el rumbo, había perdido la confianza de un público veleidoso. El Círculo urdió una OPA, y el fundador del sitio web, cada vez más disperso como consecuencia de los divorcios y los pleitos, vendió gustosamente su parte y se dedicó a la exploración espacial en compañía de su cuarta esposa. Planeaban retirarse en la Luna.

Después de la adquisición surgió, como por arte de magia, un nuevo logo. En esencia consistía en tres olas que acometían en torno a un círculo perfecto, y evocaba el movimiento del agua, la irrupción de ideas nuevas, la interconectividad, el infinito. Acertado o no, representaba una mejora con respecto al logo anterior del Círculo, semejante a una tapa de alcantarilla, y superaba con creces el ya antiguo logo del mastodonte del comercio electrónico, que era una sonrisa insincera. Como las negociaciones habían sido tensas y al final enconadas, ahora que la fusión se había concluido, no era prudente pronunciar el anterior nombre de la empresa de comercio electrónico en el campus; si alguna vez se la mencionaba, era como «la selva», en minúscula intencionadamente.

El Círculo había estado en las inmediaciones de San Vincenzo desde sus comienzos, pero una fortuita confluencia de acontecimientos lo llevó a la Isla del Tesoro, un enclave en gran medida artificial situado en medio de la bahía de San Francisco, ampliación de una isla real llamada Yerba Buena. Esta nueva masa de tierra se construyó en 1938, en principio con la idea de albergar un nuevo aeropuerto. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en una base militar, y en las décadas posteriores su mosaico de hangares dio paso lentamente a espacios de creación, bodegas y viviendas sociales, todo ello con impresionantes vistas de la Bahía, los puentes, los montes East Bay. Aun así, ningún promotor inmobiliario quiso saber nada de la zona, por temor a los residuos militares desconocidos (y presuntamente tóxicos) enterrados bajo su abundante hormigón. Pero en la década de 2010 los especuladores encontraron una solución al problema y se concibieron magníficos proyectos. Se construyó un nuevo puerto, se añadió una nueva parada de metro, y se erigió un muro de algo más de un metro a lo largo del perímetro en prevención del aumento del nivel del mar previsto en las décadas siguientes. Entonces llegaron las pandemias, se interrumpió la aportación de capital, y la isla quedó a disposición de quien la quisiera. La única pega era que en California, por ley, el acceso a la orilla del mar debía ser público. La empresa, El Todo, luchó contra eso, primero en silencio, luego públicamente, pero al final perdió, y en torno a la isla quedó un paseo costero perimetral para quien pudiese llegar hasta allí.

–¿Delaney Wells?

Delaney giró en redondo y encontró ante sí a un hombre de poco más de cuarenta años. Llevaba la cabeza rapada, y unas gafas con montura al aire agrandaban sus ojos castaños. Vestía una camisa negra con cremallera, el cuello levantado, y un ajustado vaquero verde que le comprimía las piernas.

–¿Dan? –preguntó ella.

Después de las pandemias, los apretones de manos eran clínicamente tensos –y, pensaban muchos, agresivos–, pero no se había llegado a un consenso sobre ningún saludo sustitutivo en particular. Dan optó por inclinar una chistera imaginaria en dirección a Delaney. Ella ofreció una breve reverencia.

–¿Damos una vuelta? –propuso Dan, y pasando junto a Delaney, cruzó la verja, en dirección no al campus sino al paseo perimetral de la isla.

Delaney lo siguió. Según había oído, así era como transcurrían muchas primeras entrevistas en El Todo. Con los humanos, al igual que con los juguetes no biodegradables, El Todo no quería arriesgarse a que lo no analizado, lo no elegido, infectase el campus. Cada nueva persona representaba un riesgo para la seguridad de un tipo u otro, y como los entrevistados no disponían de acreditación ni habían sido plenamente investigados –no más allá de unos nueve someros controles realizados por la IA–, era preferible llevar a cabo la primera entrevista fuera del campus. Pero no fue esa la razón que Dan dio.

–Hoy aún no he llegado a mi número de pasos –explicó en cambio, señalándose el óvalo, una pulsera omnipresente capaz de medir un sinfín de indicadores de salud, fabricada por El Todo y exigida por todas las aseguradoras y la mayoría de los gobiernos.

–Yo tampoco –dijo Delaney, y señaló su propio óvalo, que aborrecía con toda su alma pero formaba parte de su disfraz.

Dan Faraday sonrió. Los candidatos, a Delaney no le cabía duda, se presentaban con el mayor número posible de productos de El Todo. No era pelotilleo. Era la apuesta inicial obligatoria para poder empezar la partida. Dan indicó a Delaney que cruzara la calle para acceder al paseo público.

Perdón, pensó Delaney. De aquí en adelante todo son mentiras.

—————————————

Autor: Dave Eggers. Traductor: Carlos Milla Soler. Título: El Todo. Editorial: Literatura Random House. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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