Hace treinta y ocho años pasé los nueve meses que se fueron entre febrero y octubre de 1983 empleado como auxiliar de uno de los montadores más veteranos del cine autóctono. Arcofón, el estudio donde nos desempeñábamos, sito en la calle de Vallehermoso, era uno de los últimos, de entre sus pares, que aún permanecían abiertos en el centro de Madrid. Mi trabajo consistía en numerar todos los planos marginalmente. En efecto, en ese pequeño espacio transparente que la película de 35 mm. dejaba entre el fotograma y las perforaciones, yo escribía, con un rotulador de punta fina y tinta indeleble, más o menos cada medio metro, el número de la claqueta y de la toma. Después otro tanto con el sonido, que en el montaje de antaño, con la Moviola propiamente dicha, se trabajaba hasta las mezclas en otra película magnética y también de 35. Así, si después de cortado el plano para su edición se imponía su reconstrucción por lo que fuera, se podía hacer sin problema alguno. Era un trabajo ímprobo, al que yo, por amor al cine, iba siempre tan ilusionado como quien ama la carnicería y va a la guerra cantando.
Con Truffaut se fue además el prócer de todos los cinéfilos. Tras la noticia de su fallecimiento, ante las lágrimas de Catherine, me vino a la cabeza su presagio de la muerte de aquel cine que tanto amamos. La pantalla actual, así, en bloque, no tiene ni un ápice de su grandeza. En fin, que agradecí a Truffaut la premonición de su óbito, porque fue la causa de que me emplease en un oficio cuando éste agonizaba. Y ahora, ya en la senectud, puesto a hacer memoria de las cosas que sé y no valen para nada, me gusta jactarme especialmente de mi pericia en la carga de las Moviolas, verticales y horizontales, e incluso en la de los viejos proyectores. Inutilidades que, otrora, contribuyeron de forma determinante al cine, la manifestación cultural más importante de mi época: el amado siglo XX.
Lástima que, con las mismas, no pueda jactarme de haberle preguntado a Jesús Franco por Orson Welles. Porque allí, en Vallehermoso, en la sala contigua a la nuestra, el tío Jess —como se autodenominó en sus memorias (Aguilar, Madrid, 2004), evocando el seudónimo con el que firmaba sus producciones más bizarras, Jess Franco—, trabajaba en aquellas cintas junto a su última musa: la actriz Lina Romay. Nos saludábamos en los pasillos con cortesía. Incluso hubo veces que comentamos algunos asuntos del estudio. Pero nunca llegué a preguntarle por Orson Welles. Y eso que ya era del dominio público que el maestro estadounidense, tras asistir gratamente impresionado a una proyección de Rififí en la ciudad (1963), uno de los grandes títulos de Franco, exigió a Emiliano Piedra —su productor español— que el tío Jess fuese su ayudante de dirección en el rodaje de Campanadas a medianoche (1965), la película española de Welles.
Volviendo a Arcofón, recuerdo que me llamaba mucho la atención que Franco y Lina, ellos dos solos, se lo hicieran todo. Con un equipo técnico reducido a su mínima expresión durante el rodaje, él la iluminaba y la fotografiaba a ella, junto a algún que otro intérprete. Después, en el montaje, igual: entre uno y otro se apañaban para sacar adelante desde la numeración de los planos hasta las mezclas. Observándoles comprendí que para aquel autor y su musa el cine era una entrega auténtica y absoluta. Y también comprendí la causa de que la industria del cine español les desdeñase. Las cintas que les ocupaban aquellos meses, las estrenadas en las salas X o distribuidas directamente en vídeo en el 84 —Mil sexos tiene la noche, Historia sexual de O, Una rajita para dos— no dejaban lugar a dudas.
Es muy frecuente que los técnicos de cine no sean cinéfilos —al menos no como los que amamos el cine por encima de todas las cosas—, y se comprende: para ellos la pantalla es su trabajo, y a poca gente le gusta el curro cuando llega a su casa. Desde luego, de haber sido cinéfilos, no hubiesen arrinconado a un antiguo colaborador de Welles como lo hacían. Y por supuesto, también ignoraban que en Francia, la patria del cine y de la cinefilia, Jesús Franco ya era un cineasta de culto, y sus aportaciones al fantaterror español, que allí siempre se ha respetado tanto como el de la Universal o la Hammer, le habían elevado al parnaso del celuloide.
“Sé que yo soy un marginal, un outsider, un director que hace unas películas raras que nadie ve pero que todo el mundo juzga”, comentaría él mismo algunos años después de los días de Vallehermoso, ya entrados los 90, cuando la reivindicación de la que empezó a ser objeto por parte de las nuevas generaciones de cinéfilos españoles le llevó a ser entrevistado en los espacios dedicados al cine antiguo y de autor en la pequeña pantalla. Más aún: fue tan grande el entusiasmo con el que, a partir de entonces, los jóvenes aficionados empezaron a aplaudir su cine, que la industria supo rectificar y acabó por concederle un Goya honorífico en 2009. Porque, a excepción del western mediterráneo —sólo rodó uno, El llanero (1963)—, cultivó todos los géneros autóctonos: el Spanish noir, la fantaciencia, y el queridísimo fantaterror patrio. Aquel Goya fue todo un desagravio. Esas imágenes de Lina Romay empujando su silla de ruedas en la gala me hicieron recordarles en los pasillos de Arcofón. Su entrega, al fin, se había visto reconocida.
Y como bien está lo que bien acaba, cumple señalar que, con anterioridad a la industria española, al tío Jess le impuso el estigma la censura franquista: “En España se creó como una especie de prohibición moral de mi existencia”, recordaba. “O sea, en los tiempos del franquismo yo no existía. No aparecía en las listas de directores, en el Cineguía y esas cosas”.
Jesús Franco nació en Madrid en 1930. Cursó estudios de Filosofía y Letras y de Derecho. También de cine en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas. Tan amante del jazz como tantos jóvenes de su tiempo, venía aprendiendo música en el Real Conservatorio desde niño. Con los años habría de componer la banda sonora de muchas de sus películas; los primeros seudónimos con que las firmó —para no saturar la cartelera con sus realizaciones, pues perfectamente podía estrenar cinco o seis títulos al año— aludían a jazzistas muertos. Trasladado a París —la ciudad que dio carta de identidad cultural al jazz, por cierto—, amplió sus estudios de cine en La Sorbona.
De regreso a España, publicó sus primeras críticas en la legendaria revista Film Ideal, a la vez que se empleaba como script y compositor musical. Más tarde fue ayudante de Joaquín Luis Romero Marchent, Francisco Rovira Veleta, Juan Antonio Bardem, León Klimovsky y Luis G. Berlanga. “El cine es narración y espectáculo. No tiene por qué tener trasfondo ni mensaje de ningún tipo. Es lo suficientemente maravilloso de por sí como para no necesitar justificaciones”, solía decir. Y con ese espíritu emplazó su cámara por primera vez en 1959 para filmar Tenemos 18 años. Fue el primero de sus doscientos siete títulos.
Amante a carta cabal de la serie B, como los grandes maestros del bajo presupuesto, siempre sintió la necesidad imperante de rodar. De ahí que su filmografía sea una de las más extensas de la pantalla autóctona. Su primer thriller, La muerte silba un blues, data de 1961. Sin ser un Spanish noir propiamente dicho —está ambientado en Jamaica— es un brillante policiaco que, a la par que permite adivinar el cosmopolitismo de su filmografía venidera, atesora todas las virtudes del relato criminal nativo de aquellos años: flashbacks, fotografía en blanco y negro, música americana y un retrato de la violencia inusitado para la época. Tampoco era frecuente el horror que el entonces joven cineasta proponía en Gritos en la noche, coproducción hispanofrancesa, también del 61, en la que presenta por primera vez al doctor Orloff (Howard Vernon), el científico loco con el que Franco inauguró el fantaterror autóctono.
Con Fernando Fernán-Gómez, para quien el futuro maldito interpretó a uno de los hermanos de El extraño viaje (1964), colaboró por primera vez en Rififí en la ciudad. Aquel relato criminal, protagonizado por Fernán-Gómez, dejó maravillado a Welles, porque reconoció en los encuadres y en la planificación del madrileño a un discípulo. Pero también hay apuntes a la iconografía de Godard, referencia obligada en todo el cine joven de los años 60.
A quienes no gustaban aquellas primeras realizaciones de Jesús Franco era a los censores, que las cortaban hasta el punto de imposibilitar su distribución. Ante este panorama, el cineasta se marchó al extranjero e inició su carrera internacional, que le llevó a Francia, Alemania, Suiza y, ocasionalmente, hasta Estados Unidos. Valiéndose de seudónimos como el de Clifford Brown, llevó a cabo entonces una de las más brillantes filmografías del fantástico europeo en títulos como El secreto del doctor Orloff (1964) o Necronomicón (1967). Aunque en esta última sólo toma el título del grimorio del demonólogo Abdul Alhazred, el árabe loco del universo de Lovecraft, Necronomicón —en cuyas secuencias se presentaba una magnética mixtura entre la sicalipsis y el miedo— fue la cinta que consagró a Franco internacionalmente como un maestro del género. Después llegó su Drácula (1970), hoy canónico, que ratificó su magisterio.
El Franco de la más dulce pantalla, el erotómano que ya apuntaba maneras en Venus In Furs (1968), dio comienzo en Justine (1969), una adaptación de Sade protagonizada por Romina Power. Todas las cintas de aquel Jesús Franco rezumaban los encantos de actrices como Rosanna Yanni, Janine Reynaud o Maria Perschy, coprotagonista de Howard Hawks en Su juego favorito (1964), que no por ello, y para mayor deleite de la afición, dejó de prodigarse en la pantalla europea de géneros. Eso sí, la favorita de entre las primeras musas del tío Jess fue Soledad Miranda. Perdió la vida en la cumbre de su edad y su belleza en una carretera portuguesa. “Pobrecita mía”, ya en su ocaso, aún la lloraba el cineasta.
En los años sucesivos, Franco trabajó mucho más en el extranjero que en España. Destacó tanto en las nudies —Diario íntimo de una ninfómana (1972), Plaisir à trois (1973)—, como en el fantaterror: El diablo que vino de Akasawa (1970), La venganza del doctor Mabuse (1971). A medida que el porno se fue consintiendo, el softcore fue dando paso al hardcore en la filmografía del cineasta.
Lina Romay se fue un año antes que él. Fundió a negro su última secuencia en 2012. Jesús Franco partió a su encuentro en 2013. Aún me arrepiento de no haberle preguntado por Orson Welles. Seguro que me habría contestado gentilmente. Les recuerdo en los pasillos de Vallehermoso.
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