Dice Andrea Köhler, en su ensayo El tiempo regalado, que “en el apretado calendario de las horas regladas, la espera es el folio en blanco que hay que llenar». En mi caso, lo confieso, esta cita dejó de ser una metáfora en el momento en que, gracias a la generosidad de dos escritores tocayos y a la concurrencia positiva del azar, se me concedió una beca de residencia literaria en la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores (*). Cuando me llamaron para comunicármelo —corría el año 2016— yo estaba a punto de terminar la carrera de arquitectura y trabajaba como becaria en una revista especializada; lo que hoy es Tres maneras de inducir un coma no era más que un proyecto de veinte páginas con un nombre horroroso; y la idea de dejar el curro, aplazar el máster, poner en pausa mi vida en Madrid y mudarme a un antiguo convento de Córdoba a escribir una novela parecía una ocurrencia marciana. Por supuesto, allá me largué.
La Fundación me regaló el tiempo y el espacio necesarios para terminar una primera novela como Tres maneras de inducir un coma, cuya escritura llevó aparejada toda la ceguera, toda la lentitud y toda la torpeza propias de las primeras veces. El proceso estuvo regado por la amistad impagable de mis compañeros de promoción: algo se me debió de pegar de todo su talento, y sus sensibilidades diversas —en ocasiones hasta encontradas— enriquecieron la novela y transformaron a la autora. La libertad absoluta para hacer y deshacer a mi antojo, tanto dentro como fuera del texto, y la rara posibilidad de dejar plantado al futuro en favor del más puro presente durante unos meses, terminaron por fortalecer mi vocación literaria y me permitieron reafirmarme ante el mundo, igual que la Agrado de Todo sobre mi madre, como la juntaletras auténtica a la que soñaba llegar a parecerme algún día. El cóctel molotov ya sólo necesitaba un ingrediente más para estallar: durante nuestra estancia en Córdoba tampoco faltó el contacto con escritores reconocidos y con otros profesionales del ámbito editorial, imprescindible para que unos novatos como nosotros, con muchas ganas pero poco oficio, empezásemos a percatarnos de que nuestras obras podían llegar a tener, una vez fuera del convento, algún tipo de proyección.
Fueron los ocho meses más breves que recuerdo, pero en ellos se condensó una vida entera: Trump ganó las elecciones, Mendoza se llevó el Cervantes, a Miguel Alcántara le dio un infarto y la tuna de Derecho, en el Golden, nos rondó una noche eterna que dura hasta hoy. Yo, por mi parte, escribí una novela, hice amigos y fui feliz. Dos años después todavía amenazo con quedarme cada vez que vuelvo, pero al final no tengo más remedio que coger un AVE de vuelta con dirección al ruido y la precariedad. Sin embargo, nosotros (los de entonces) ya no somos los mismos. La palabra escritora todavía se me atraganta, pero ahora creo en los milagros. Existen, os lo juro, y tienen mucho que ver con el tiempo lento, con las cervezas al sol y con los talentos que se encuentran.
El mundo entero cabe en la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores. Y todos esos discos, novelas, poemarios, lienzos, edificios, fotografías, obras de teatro o esculturas que por ahora sólo existen en la nebulosa intermitente de vuestras respectivas cabezas, también.
(*) La Fundación Antonio Gala convoca anualmente sus becas de residencia para jóvenes creadores de entre dieciocho y veinticinco años. Puedes solicitarla aquí hasta el 31 de marzo de 2019.
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Autora: Alba Carballal. Título: Tres maneras de inducir un coma. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon y FNAC
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