Un recuerdo escurridizo
En la boda de Pelayo, cuando estamos terminando los postres, Nacho coge el micrófono del pinchadiscos y empieza a pronunciar unas palabras mientras se acerca a nuestra mesa. Lo hace a ritmo pausado, casi con discreción, y se coloca a mi espalda y pide silencio y comienza a encadenar una serie de frases destinadas a tender la trampa: sería imperdonable que el hermano del novio, que soy yo, no dirigiera a la concurrencia unas palabras. Se me da más o menos bien escribir discursos, pero no tanto pronunciarlos, y no me queda otro remedio que ponerme en pie y agarrar el micrófono e improvisar sobre la marcha una especie de felicitación razonada para la que voy encontrando argumentos a medida que las sílabas van saliendo de mi boca. Pocos minutos después de tomar de nuevo asiento, me percato de que no he dicho lo esencial, que en este caso implica rememorar un recuerdo cada vez más lejano. Debió de ser en junio de 1993 o 1994, porque mi hermano no tenía más de uno o dos años y ya estaban puestos en Mieres los cachivaches de las fiestas de San Juan. Delante del Aniceto Sela se instalaba un tiovivo para niños por el que pasábamos a diario. Como Pelayo aún no tenía edad para subirse, llegamos a un acuerdo con los feriantes que lo atendían: cuando el aparato se interrumpía para que bajaran unos niños y se incorporasen otros, mis padres o yo nos subíamos con él, lo metíamos en uno de los cochecitos y dejábamos que se entretuviera girando el volante hasta que la sirena anunciaba que la atracción emprendería de nuevo sus giros circulares, momento en el cual nos apeábamos para continuar con el paseo. Es decir, que mi hermano jugaba en el carrusel en los breves periodos en que éste permanecía detenido, lo cual era para él bastante porque aún ignoraba el placer que procuraba ver cómo el mundo entero giraba alrededor de uno. Una tarde decidimos que ya tenía edad suficiente para subirse al tiovivo en marcha, aunque tuviera que permanecer a su lado un adulto, sujetándolo todo el rato para conjurar cualquier posibilidad de descalabro, y me tocó a mí oficiar de acompañante. Como tantas otras veces, me subí con él en la parada, lo introduje en la cabina y me mantuve en cuclillas a su lado, sujetándolo bien por la cintura. Cuando sonó la sirena, él hizo ademán de venir a mis brazos porque, acostumbrado como estaba a la artimaña, sabía perfectamente que el juego se acababa. Puso cara de sorpresa cuando, en vez de cogerlo en brazos, lo mantuve pegado al asiento. Lo que vino después duró una fracción de segundo, pero fue suficiente para que yo no lo haya olvidado: en cuanto el aparato arrancó y el primer acelerón empujó su cuerpecito contra el respaldo, me miró con una sonrisa en la que brillaban sus dientes irregulares y que componía la expresión más pura de la felicidad que he visto nunca. Tantos años después, tras finalizar mi discurso deslavazado, pienso que me habría gustado decir que lo que deseo para mi hermano es que la vida junto a su mujer le procure unas cuantas sonrisas tan limpias y tan sinceras como la que él me regaló en aquel atardecer de primavera. Pero no supe decirlo, y como lo que realmente se me da bien es escribir, lo escribo ahora.
Pinceladas de San Lorenzo
Lo primero que le advierten a uno cuando llega a San Lorenzo de El Escorial es que no debe emplear el gentilicio «escurialense» porque El Escorial y San Lorenzo son en realidad dos pueblos distintos a los que unió para siempre la voluntad de un rey. Los separa una calle que corta la que desciende a la estación desde el monasterio, que aparece de repente a la vuelta de una curva para disolver con su vocación de majestuosidad la somnolencia del recién llegado. El pueblo le crece a un costado y se expande por las laderas y finge hacer su vida ajeno a él aunque no consiga sustraerse del todo a su presencia, cómo va a hacerlo si hasta lo lleva incorporado al nombre. A él llegan los turistas que aparecen a ciertas horas y apenas dejan huella, porque no parecen muy interesados en aventurarse más allá de los predios cenobiales. Me encuentro a un pequeño grupo desayunando en la terraza del Miranda & Suizo, que es el hotel en el que me han alojado los responsables del curso de verano de la Universidad Complutense en el que vengo a tomar parte. Son dos hombres y dos mujeres, todos con sombrero y gafas de sol, hablan entre ellos en inglés y el que parece tener más edad luce en su piel un color rojizo que denota los efectos de una insolación reciente. En otra de las mesas un anciano lee el periódico y apenas se vislumbra más vida en las aceras. Rompe el silencio de vez en cuando el canto de unos pájaros, cruza de pascuas a ramos algún coche la calzada y no hay muchas más distorsiones en la quietud de este lunes de verano en el que el sol vierte toda su fuerza sobre las cumbres de la sierra. Recuerdo junto a Carlos Fortea la tertulia noctámbula de la que fuimos ambos testigos en Gijón hace apenas un par de días, doy a Leonardo Padura el abrazo que no pudimos darnos cuando abandonó la Semana Negra sin que tuviera ocasión de despedirlo y me alegro de encontrar a Rosa Ribas, con la que vengo coincidiendo últimamente en los lugares más insospechados. Hemos venido a hablar precisamente de novela negra, y de los futuros probables que pueden aguardar al género, y la intervención de Lorenzo Silva a propósito de las negritudes de El Quijote y su sugerencia de llamar ficción criminal a las tramas que van desde el policiaco hasta el hard boiled me da pie a exponer que dicha ficción existe desde mucho antes de que nos diese por encasillarla, que el Edipo Rey de Sofocles bien puede considerarse el primer argumento detectivesco de la historia y que tanto La familia de Pascual Duarte de Cela como “La tierra de Alvargonzález” de Machado pueden encajar perfectamente en sus parámetros, como lo haría el Lazarillo y todos sus derivados picarescos, hilvanados a partir de un caso desde el que se va desmadejando el ovillo argumental por el que van desfilando las variopintas dobleces del mundo. Las palabras se quedan enclaustradas en la sala cuando salimos al exterior y aprovechamos las brisas vespertinas para dar un paseo sosegado por el pueblo. En el interior del Cafetín Croché, tan encantador y tan vintage, se exhibe un monaguillo pedigüeño muy similar, si es que no idéntico, a otro que vi años atrás en la iglesia de Santa María la Mayor de Soria. En la plaza de Jacinto Benavente se reúnen pandillas de jóvenes que fuman y charlan diseminados por los bancos. Las terrazas de la Constitución y la Cruz bullen en las primeras horas de la noche. Hay tal sosiego que parece como si de pronto la vida no importara y este paréntesis pudiera permanecer abierto siempre, y aunque sepamos bien que tal cosa es imposible resulta grato entregarse a la facción inocua de creer que nada más que el aquí y ahora importa, porque todo lo demás podrá esperar el tiempo que haga falta.
Una visita al monasterio
Me pregunta Mirella qué me ha parecido el monasterio de San Lorenzo. «Grande y soso», le respondo. Son los dos adjetivos que se me vinieron muy pronto a la mente, cuando salí de la gigantesca basílica y comencé a deambular por unos corredores despoblados de adornos que parecían desembocar unos en otros y en los que cualquier tentativa ornamental se desdeñaba en beneficio de una taxativa vocación de recogimiento. Si es cierto que el edificio se diseñó a imagen y semejanza que el rey que lo erigió, sólo cabe concluir que Felipe II debió de ser un tipo al que era mejor tratar poco, o hacerlo al menos desde una distancia prudencial. Si realmente su carácter se hermanaba con el que Juan de Herrera imprimió al complejo que quiso dejar al mundo como emblema, uno no puede más que imaginárselo como un tipo frío, adusto, de ceño fruncido y mirada seca, con el alma aquejada de una rigidez tan acentuada que cuesta imaginar que nada de este mundo que no fuera él mismo le suscitara la menor compasión o un tibio alborozo. El Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial fía su imponencia a la impresión que causa en quien lo recorre su austeridad antipática, esa arrogancia que trata de disfrazarse con los ropajes de la fe pero es en verdad la encarnación de una indiferencia irreversible hacia cualquier materia ajena. Hasta los grandes mausoleos donde se hacinan los restos de reyes e infantes carecen de la menor nota que pudiera inducir una mínima emoción retrospectiva, porque todo aquí es grande y absurdamente pretencioso y, por eso mismo, vacuo. Es un edificio bello, eso no creo que pueda negarlo nadie, pero de una belleza tan proclive a la autocomplacencia que es incapaz de interpelar a los ojos que lo observan, abocados a mirar o ver sin que el ejercicio de ambos verbos encauce algo parecido a una emoción. Hay una razón añadida para el desapego personal: un cuadro que tenía intención de ver ya no se expone aquí, sino en la Galería de las Colecciones Reales, y esa circunstancia, que en otros momentos y en otros lugares no sería más que un simple bache, se erige aquí en causa de alejamiento irreversible entre el monasterio y yo. Sólo un rincón me reconcilia antes de tomar la puerta de salida: la gran sala que, sobre la puerta principal y enfrentada al resto del inmueble, como si inconscientemente quisiera subrayar su excentricidad, acoge la biblioteca que perteneció al rey, esa colección que recopiló con entrega y paciencia y que se custodia revestida, ella sí, por oropeles con los que se reconforta el ánimo antes de tomar el camino de salida. Constata uno entonces que lo mejor del monasterio de San Lorenzo de El Escorial no es lo que oculta entre sus muros, sino lo de que de ellos puede ver cualquiera: su perfil recortándose sobre la ladera de la sierra, la gracia con que se levanta en un costado del pueblo cuando emerge, inesperado, en una vuelta del camino y aún no ha revelado que sus paredes son el espejo en el que quiso inmortalizar su poder un rey sin alma.
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