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El testimonio de una mujer que salvó el mundo - Zenda
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El testimonio de una mujer que salvó el mundo

Llega en español la autobiografía de uno de los ángeles blancos de la guerra. Una lectura perfecta para comenzar el Año Internacional de la Enfermera Es Testamento de juventud. Lo escribió Vera Brittain, enfermera de guerra, gran intelectual, escritora pacifista y feminista, a lo largo de dos décadas. Se publicó en 1933. Hoy, en una...

Llega en español la autobiografía de uno de los ángeles blancos de la guerra. Una lectura perfecta para comenzar el Año Internacional de la Enfermera

He de pedir una primera disculpa entre varias que se sucederán en estas líneas: el uso (confío que no abuso) de las apreciaciones personales, tan poco aconsejables en periodismo. Consideren este artículo, lectores, a caballo entre la crónica íntima y la reseña, con una ventana abierta hacia el interior, como el propio libro al que me refiero.

Es Testamento de juventud.

Lo escribió Vera Brittain, enfermera de guerra, gran intelectual, escritora pacifista y feminista, a lo largo de dos décadas. Se publicó en 1933. Hoy, en una edición fresca como si no hubiera transcurrido casi un siglo, lo trae en español Periférica & Errata Naturae encuadernado… no, engarzado como un diamante, esa es la expresión adecuada.

Les decía que necesito hablar en primera persona. Y es para confesarles que yo conocí a Vera Brittain. En su sentido literario, que a veces es más real que la propia realidad cronológica. La conocí mientras creaba al personaje central de mi novela, Mariela, ambientada en la Primera Guerra Mundial, y me enamoré de Vera. Leí muchos pasajes de su Testamento de juventud en inglés, el idioma en el que fue escrito, absorbiendo para mí los fragmentos de alma que me mostraba en cada palabra, escogidas todas con el cuidado con que se seleccionan las rosas del ramo más exquisito, para después prestárselos a la enfermera Mariela que se iba gestando en mi cabeza.

"En un lenguaje masculinizado por imperativo académico, pocos casos habrá más justificados que este para la discriminación positiva"

Me enamoré, sí, me enamoré de ella y de otras más. Vera Brittain encabezó una legión (no exagero) de mujeres con muchos denominadores comunes: nacidas en las postrimerías del siglo XIX, de familias acomodadas (la de Vera poseía fábricas de papel en Gran Bretaña) y cultura esmerada, que, con el estallido de la guerra en 1914, decidieron renunciar a sus vidas de bienestar para participar en la contienda como enfermeras voluntarias.

Segunda petición de perdón: empleo el femenino genérico, enfermeras y no enfermeros, aplicado a ambos para referirme a una profesión ejercida por mujeres hoy mayoritariamente y entonces, en los albores del siglo XX, exclusivamente. En un lenguaje masculinizado por imperativo académico, pocos casos habrá más justificados que este para la discriminación positiva.

Gracias a Vera Brittain y a la legión de mujeres que descubrí junto a ella me nació dentro la admiración por las enfermeras. Y, entre ellas, por las de tiempos bélicos. Las que vivieron en primera línea la Gran Guerra fueron heroínas. Lo cuenta la propia Vera en su autobiografía, desgarrada con la humildad de una heroína auténtica y con la pasión de quien no habría cambiado ese trabajo atroz y sublime por ningún otro:

La mañana del domingo 27 de junio de 1915 empezó mi etapa como enfermera en el Hospital de Devonshire. Ese mismo día, diez años más tarde, sería para mí igual de memorable. El resto del libro se extiende entre un día y el otro.

Las enfermeras de aquella guerra (y de todas) entregaron su juventud sin pedir nada a cambio. Algunas, como Mary Borden (también hija de magnate que lo dejó todo para ir al frente), sufragaron con su propia fortuna hospitales de campaña que merecieron cruces al mérito y a la abnegación.

"Aquellas mujeres que miraban cada día a los ojos de la muerte eran profundamente antibelicistas"

Otras, como Mairi Chisholm y Elsie Knocker, las Damas de Pervyse, dos pilotos locas por las carreras de motos, abandonaron sus mundos, se fueron a curar heridos y, gracias a conferencias y a su afición a la fotografía, recaudaron los fondos que necesitaban para salvar vidas. Algunas incluso dieron la suya, como Edith Cavell, pionera de la enfermería moderna en Bélgica, fusilada por los alemanes por acoger en su hospital a soldados franceses, belgas y británicos. Todas compartieron, además de la generosidad, muchas otras virtudes. Por ejemplo, intelectos portentosos. De las enfermeras de las que me enamoré estudiando sus vidas me admiró su enorme cultura, su insaciable hambruna de conocimiento, su capacidad para expresar el que ya tenían. Asombrada, ya que hasta entonces las desconocía, me fijé en que casi todas las de aquella guerra nefasta fueron también escritoras. Poemas, relatos, novelas, diarios… Compartían la literatura. Prácticamente la legión entera escribía.

A través de la escritura (aunque pocas llegaron a publicar y casi ninguna durante la contienda, solo en el periodo de entreguerras), podían decir lo que no querían escuchar los generales, porque aquellas mujeres que miraban cada día a los ojos de la muerte eran profundamente antibelicistas:

Los motivos de la guerra siempre aparecen mal representados; su honor es deshonesto, y su gloria, ostentosa, pero (…) la conciencia vigorizante del peligro común por un fin común sigue seduciendo a los chicos y chicas que han alcanzado la edad en que el amor, la amistad y la aventura llaman con más insistencia que en cualquier etapa posterior. Puede que ese encanto sea producto de un delirio febril…

Así denunciaban Vera y todas las demás enfermeras-escritoras la atracción macabra y letal de la guerra.

También eran feministas. Feministas de verdad. Creían, con Brittain a la cabeza, que las mujeres y los hombres son iguales, que el mundo solo avanza si todos caminan unidos y en paridad, y que, por no hacerlo, aquel de los comienzos del siglo XX se estaba despeñando, con los hombres muertos o lisiados y con las mujeres, como Atlas, sosteniendo el peso del planeta sobre sus hombros.

"Al terminar la guerra mundial se levantaron multitud de monumentos al soldado desconocido. Pero yo no conozco todavía ninguno dedicado a la enfermera sin nombre"

Eran, en suma, ángeles blancos, por el color de su uniforme y por la calidad de su temperamento, en el sentido semánticamente exacto de la expresión. Sabían de heridas, de cráteres sin fondo en cuerpos jóvenes, de rostros mutilados. Sabían sanar todo eso. Pero, si no sabían, hacían algo aún más importante: les tendían una mano caliente para ayudarles a morir con dignidad.

Y eso, en tiempos de infierno, es la verdadera heroicidad.

Vera Brittain lo recuerda en su libro a través de los versos de Kipling en su “Endecha de las enfermeras fallecidas”:

Cuando triunfó el cuerpo y la última vergüenza desapareció, ellas soportaron nuestra agonía y nos enjugaron el sudor.

Al terminar la guerra mundial se levantaron multitud de monumentos al soldado desconocido. Pero yo no conozco todavía (aunque puede que lo haya en alguna esquina escondida) ninguno dedicado a la enfermera sin nombre.

Ahora hay una oportunidad. La Organización Mundial de la Salud ha decidido que el año 2020 que acabamos de estrenar y en el que se cumplen 200 desde la muerte de la grandísima Florence Nightingale, sea el Año de la Enfermera y la Matrona. En los 12 meses que tenemos por delante se van a suceder actos, seminarios, talleres, encuentros, publicaciones, tertulias, homenajes… Tal vez, con un poco de suerte, alguna cumbre. Bien. Nunca es tarde.

Yo añado un consejo (y mi tercera disculpa por tanta anotación personal): empiecen el año sumándose a la iniciativa de la OMS y lean Testamento de juventud. Encontrarán en él la confesión de una mujer que vivió la primavera de su vida como un invierno:

Cuando rememoro la guerra nunca es verano, sino invierno; siempre frío, oscuridad e incomodidades, y la calidez intermitente del entusiasmo que nos exaltaba, aun viviendo en esas condiciones.

De verdad, por favor, léanlo. Háganlo con el alma abierta y verán cómo, si algo de polvo les cubre el corazón, la sencillez y la profundidad de la literatura de Vera Brittain, escrita a pecho descubierto, soplan sobre él y lo dejan limpio. Renovado. Lleno de fe en el ser humano.

Léanlo, porque, gracias a ella y a miles como ella, hoy los hospitales y nuestras vidas siguen impregnados de su “calidez intermitente” y todos podemos desearnos, como hago ahora desde aquí, un año feliz en el que se haga justicia: la del recuerdo olvidado de aquellas mujeres fuertes que consiguieron salvar el mundo mientras el mundo estaba empeñado en hundirse.

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Autora: Vera Brittain. Título: Testamento de juventud. Editoriales: Periférica & Errata Naturae. Venta: Amazon.

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Yolanda Guerrero

Yolanda Guerrero (Toulouse, Francia, 1962) estudió Periodismo en Madrid y trabajó en Londres para el Instituto Internacional de Prensa (IPI, por sus siglas en inglés), dedicado a la defensa de la libertad de prensa en el mundo. En 1987 entró en El País, donde desarrolló prácticamente toda su carrera profesional: fue responsable de la edición latinoamericana y cubrió como enviada especial eventos relacionados con comercio exterior y política internacional. Escribió para prácticamente todas las secciones del periódico y, a partir de 2010, coordinó el suplemento semanal que The New York Times editaba en español conjuntamente con El País. Dejó este diario y el periodismo en 2013 para lanzarse de nuevo a la aventura de la ficción, ya iniciada en 1997, cuando quedó finalista del IX Premio Ana María Matute, de Ediciones Torremozas, con el cuento El color del humo. Su primera novela, El huracán y la mariposa, ha sido publicada por la editorial Catedral, en 2017. La segunda, Mariela, llega a las librerías el 25 de abril de 2019, publicada por Ediciones B. @YolandaGDome

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