A Eduardo Galeano el apellido Walsh siempre le recordaba una cierta tarde remota en una fábrica de tabaco de La Habana. Los dos escritores —el uruguayo y el argentino— transmitieron a un funcionario del régimen un fuerte interés por atisbar esa manufactura legendaria, y entonces los llevaron juntos a una planta donde los obreros armaban los cigarros más famosos del mundo y un camarada ubicado en un pupitre sobre una tarima les leía pasajes literarios. Allí los visitantes rioplatenses se sorprendieron al descubrir que justo en esa ocasión les estaban leyendo Operación Masacre. No se trataba de una mera casualidad, sino de un capítulo más en el incansable plan de seducción castrista a los intelectuales europeos y latinoamericanos, pero Rodolfo Walsh —hombre y prosista contenido— no pudo evitar el impacto. “Fue un raro acto de emoción que lo desbordó —refería Galeano—. Estaba claramente tocado”. La experiencia revolucionaria, que Walsh aprendió en Cuba, fue incluso más decisiva en su metamorfosis política que la famosa investigación sobre los infames fusilamientos de José León Suárez. Su figura —convertida en ícono de la izquierda peronista, en ideólogo trágico de la organización Montoneros y en Santo Patrono del kirchnerismo— ha sido convenientemente recortada: Walsh solo alcanza la lucidez cuando se entrega al Movimiento Nacional Justicialista. Esta edición de su propia vida quizá no le habría desagradado. Un flamante y exquisito libro de Ediciones de La Flor muestra, sin embargo, su prehistoria y ratifica su implacable inteligencia descriptiva. Se trata de una obra llamada Cartas a Donald A. Yates, donde se reproducen epístolas entre el autor de Variaciones en rojo y ese profesor norteamericano con quien compartía la pasión por la narrativa policial. Walsh había tenido una militancia juvenil en la Alianza Libertadora Nacionalista, que haría tristemente célebre Guillermo Patricio Kelly. Luego había repudiado esa incursión y se había vuelto un duro antiperonista: su hermano Carlos conducía la base aeronaval Comandante Espora, en Bahía Blanca, y de allí despegaron los aviones que derrocarían a Perón en septiembre de 1955. En dos crónicas, el periodista levantó elegías por los “héroes y mártires” que protagonizaron aquellos vuelos. No se alude a estos episodios en la correspondencia con Yates, pero sí se filtra el inocultable orgullo que le provocaba a Walsh haber publicado un artículo sobre la ficción policial en el diario La Nación, y la gran admiración que sentía por Borges. Habrá que estudiar alguna vez cómo el “culto del coraje”, que era apenas una melancolía retórica en uno, se convertiría en funesto destino para el otro. Y cómo los investigadores y agentes secretos de aquellas novelas de épica y misterio que ambos leían y reivindicaban influyeron en la acción concreta de Rodolfo Walsh, que a posteriori se convertiría en detective de sus propias pesquisas, en espía de conjuras reales y finalmente en guerrero de batallas equivocadas y luctuosas.
La carta más significativa parece el informe de un reportero, está escrita desde una especie de desarrollismo germinal e intenta explicarle a ese catedrático extranjero la década justicialista. Que según Walsh no podía calificarse como una dictadura, pero sí como una “tiranía de la plebe”, siguiendo una etimología del vocablo “demagogia”. “Perón es un demagogo —escribe—. Habilísimo. No ha habido en toda la historia sudamericana, que tiene grandes caudillos, quien como él supiera hipnotizar a las multitudes”. Y explica que el General alcanza “el poder porque interpreta las tres o cuatro aspiraciones básicas de las masas: mejor nivel de vida, un status social más respetable, cierta intervención en el manejo de la cosa política”. Y porque Perón decodifica también los resentimientos de las masas, como la “xenofobia” y el “odio a los ricos”. Según Walsh, ese líder carismático halaga y divierte a sus seguidores: “Inmensos sectores hasta entonces despreciados acuden hacia él porque en este país todavía las buenas palabras suelen pesar más que las buenas obras. Y él tiene una reserva inagotable de buenas palabras: no le cuestan nada. El extraordinario poder que conquista Perón está edificado básicamente sobre la palabra”.
También lo fustiga como militar: “La única oportunidad de combatir militarmente que se le presenta, en 1955, no la acepta. Escapa… Él es el espíritu itálico: fanfarronea, grita, amenaza, da a veces la impresión de un feroz dictador, pero no le gusta la sangre. No le gusta derramar la ajena, porque teme por la propia. No le gusta jugarse el pellejo. Ama el poder por sobre todas las cosas”. Finalmente, realiza un balance frío. Asevera que Perón gobierna admirablemente bien en algunos aspectos (“en otros, como un increíble idiota”), y rescata la promoción de la industria liviana y el protagonismo gremial, aunque advierte sobre su politización: “Tanto Perón como sus jerarcas carecen en general de escrúpulos. Se enriquecen con grandes negociados”. Y puntualiza los defectos cruciales de aquel sistema de gobierno: oprime a los partidos opositores, los molesta, los persigue sin necesidad; ahoga progresivamente la libertad de prensa; su policía no llega al asesinato, pero utiliza liberalmente las torturas y los encarcelamientos arbitrarios; los dirigentes peronistas son en general mediocres, ambiciosos y obsecuentes; la maquinaria estatal se hace asfixiante e invade hasta las escuelas primarias; la justicia está corrompida. “El saldo es desastroso”, culmina, no sin antes advertir que a pesar de todo el gobierno de Aramburu constituye igualmente un “retroceso”.
Rodolfo Walsh renegaría luego de toda esta caracterización, que él construyó como testigo ocular y que transmitía como siempre de primera mano: esa misiva muestra algunos de los pecados y vicios de origen que el partido de Perón nunca terminó de expurgar. Al contrario: la historia no hace más que ampararlo y habilitarle horribles y cíclicas transgresiones. Walsh —a quien admiramos por su inmenso talento literario, criticamos por su nefasta opción violenta y penamos por su horrible muerte temprana— fue parte de una generación abducida por los ideólogos cubanos, que le permitieron unir nacionalismo con marxismo. Ese maridaje hizo posible Montoneros, las hogueras de la “juventud maravillosa” y, más recientemente, el socialismo del siglo XXI y sus clones y cepas regionales. Esa idea revolucionaria del pasado y radicalizada del presente posmoderno tiene hoy capturado a un peronismo que había intentado democratizarse y abrirse al mundo. Los resultados de esa inflamación ideológica e insensata, medidos en términos de desarrollo y libertad, son calamitosos. Pero su pedagogía estatal continúa generando acólitos de la decadencia.
Walsh no era infalible, como se lo presenta, y nunca terminó de tragar del todo a Perón. Lo prueba su último encuentro con Osvaldo Bayer. Fue en la esquina de 9 de Julio y Corrientes. Walsh le sugirió entonces que se exiliara. El autor de La Patagonia rebelde le dijo: “Hay algo que no comprendo de vos: ¿cómo te pudiste hacer peronista?”. Rodolfo le respondió: “No te equivoques. Yo no soy peronista; soy marxista. ¿Pero dónde está el pueblo?”. Bayer asintió: “Sí, pero el pueblo no nos va a acompañar”. Walsh porfió: “Ya vamos a ver”. Bayer se exilió en 1975, el gobierno peronista masacró a los compañeros de Walsh (y viceversa) y el pueblo nunca acompañó esa gesta sangrienta. Luego nos cayó a todos la noche más oscura.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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