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El sueño del tiempo, de Carlos López-Otín y Guido Kroemer - Zenda
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El sueño del tiempo, de Carlos López-Otín y Guido Kroemer

Los dos autores, prestigiosos científicos en el ámbito internacional, reconstruyen en este libro la larga historia del tiempo y exploran su impacto sobre el envejecimiento, al tiempo que se plantean si la especie humana puede crear nuevos elixires de longevidad y caminar hacia alguna forma de inmortalidad física que otros organismos parecen haber alcanzado. Zenda...

Los dos autores, prestigiosos científicos en el ámbito internacional, reconstruyen en este libro la larga historia del tiempo y exploran su impacto sobre el envejecimiento, al tiempo que se plantean si la especie humana puede crear nuevos elixires de longevidad y caminar hacia alguna forma de inmortalidad física que otros organismos parecen haber alcanzado.

Zenda adelanta un fragmento de la introducción de El sueño del tiempo, de Carlos López-Otín y Guido Kroemer (Paidós).

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Hace 14.000 millones de años, en algún lugar del azul profundo cuando el azul todavía no era un color, nació de la nada todo un universo. En medio de una inimaginable densidad y de un inconcebible calor, se crearon la luz y la materia. Simultáneamente, el reloj del cosmos empezó a girar lentamente al ritmo de la música de las esferas, surgió así el tiempo y emprendió su incansable discurrir hacia la eternidad.

A medida que el tiempo iba fluyendo y huyendo, el universo creció, se expandió y llegó a enfriarse lo suficiente para que las partículas elementales pudieran engendrar los primeros átomos, que más tarde se agruparon en moléculas y sembraron aquí y allá múltiples semillas de materia organizada. En la gran caldera del mundo se gestaron así innumerables galaxias portadoras de bellísimas formas espirales semejantes a las que luego recrearía la vibrante imaginación del singular artista Friedensreich Hundertwasser. Nueve mil quinientos millones de años después del nacimiento del tiempo, en la periferia de una de estas galaxias espirales, una simple mancha amarilla se transformó en una estrella, el sol de Picasso, que empezó a iluminar cíclicamente un planeta profusamente hidratado en cuyas aguas aprendió a navegar la vida. Fue también en algún mar de ese planeta acuático llamado Tierra donde hace apenas 3.500 millones de años unas células primitivas comenzaron a dividirse sin cesar hasta construir otra espiral, la espiral de la vida, en la que el tiempo fue dibujando una línea curva que, partiendo de este punto originario, fue adoptando formas cada vez más complejas y más extraordinarias. Las estrellas y los genes, el tiempo cósmico y el tiempo biológico, encontraron así un objetivo común y trabajaron coordinadamente, sin tregua y en silencio hasta que «hace 4 millones y pico de años, mujer y hombre, casi monos todavía, se alzaron sobre sus patas y se abrazaron. Hace 400.000 años, la mujer y el hombre frotaron dos piedras y encendieron el primer fuego que los ayudó a pelear contra el miedo y el frío. Hace 300.000 años se dijeron las primeras palabras y creyeron que podían entenderse. Y en eso estamos todavía, muertos de miedo, muertos de frio, buscando palabras».

Es cierto, nunca ha sido fácil encontrar las palabras que nos ayuden a comprender el mundo y la vida. Sin embargo, algunos seres humanos reunieron los suficientes vocablos para poder teorizar sobre el significado real de ese tiempo que nació tras el Big Bang, la gran explosión cósmica que delimita la frontera entre el conocimiento y la ignorancia. Más atrás solo queda el abismo de la oscuridad y de la nada o la fuerza de la fe y de la fantasía.

Aristóteles, Newton y Einstein son nombres que resuenan con intensidad en la breve historia de la humanidad y ocupan un lugar destacado entre quienes, tras conversar con la naturaleza a través de la ciencia, nos ayudaron en la tarea de entender qué es el tiempo. Desde la Grecia clásica, Aristóteles nos transmitió la idea de que el tiempo es simplemente una forma de medir cómo cambian las cosas. El mundo se mueve y todo lo que contiene está sometido a una constante transformación, por lo que una entidad abstracta como el tiempo podía ser muy útil para ordenar los acontecimientos y distinguir el antes y el después. Muchos años más tarde, en la segunda mitad del siglo XVII, Isaac Newton, el gran maestro de la gravedad, intuyó que el tiempo existía en el mundo real, pero su esencia sería distinta a la de cualquier otra sustancia perceptible con nuestros sentidos. El tiempo de Newton seria el flujo constante hacia delante de la vida cotidiana, un tiempo absoluto e imperturbable experimentado de manera idéntica por todos los seres humanos, pero también por todas las estrellas, por todos los planetas y por todo lo que ellos contienen. El tiempo del mundo y el tiempo de la vida serían así entidades reales regidas por unas leyes físicas y matemáticas fijas y universales. Durante más de doscientos años, el pensamiento newtoniano impulso el avance del conocimiento científico sobre el universo hasta que Albert Einstein, el gran maestro de la relatividad, integró los conceptos desarrollados por Aristóteles y Newton acerca de la naturaleza del tiempo y del espacio, intuyó que ambos son aspectos distintos que se funden en una única entidad llamada espacio-tiempo y formuló las ecuaciones del campo gravitatorio que representaron un cambio radical en nuestra concepción del mundo.

El tiempo de Einstein no es ni único ni absoluto, pues transcurre a ritmos distintos dependiendo del observador, del lugar en el que se ubica y de la velocidad a la que se mueve. Este tiempo relativo carece de orientación, no distingue entre el pasado y el futuro, y su esencia es la misma que la de todas las entidades y sustancias que conforman el mundo. Apenas unos meses después de proponer su teoría general de la relatividad, y mientras Marcel Proust buscaba el tiempo perdido evocando el sabor, la textura y el aroma de una magdalena, el propio Einstein entendió que, para explicar el tiempo, además de estudiar la inmensidad del cosmos, era preciso mirar al mundo cuántico de lo infinitamente pequeño. Esta mirada cuántica nos forzó a incorporar conceptos como ondas, campos e incertidumbre para explicar mejor el mundo. Además, nos mostró un resultado tan fascinante como inquietante: hay un intervalo mínimo de tiempo por debajo del cual este pierde su esencia y deja de existir. La física ha sido capaz de definir con maravillosa precisión este límite a partir del cual penetramos en el nuevo abismo de un mundo sin tiempo y lo ha denominado el «tiempo de Planck»: una diezmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de milmillonésima de segundo.

La existencia de este suspiro temporal cósmico, cuya minúscula magnitud sobrepasa nuestra imaginación, representa un paso importante en el esfuerzo humano por definir la esencia del tiempo. Sin embargo, y tal como nos relata magistralmente el físico Carlo Rovelli, a medida que la ciencia ha ido progresando en el estudio del tiempo, este ha ido perdiendo la mayoría de sus atributos clásicos —desde su uniformidad y continuidad hasta su propia realidad—, lo cual ha llevado a considerar la posibilidad de un universo sin tiempo. El tiempo sería ya solo un sueño, esa leyenda de la que escribió Federico Garcia Lorca y a la que en 1979 cantó Camarón de la Isla, acompañado a la guitarra por Paco de Lucía, en una conmovedora interpretación que inauguró una nueva forma de entender el milenario arte del cante flamenco.

Muchos físicos y numerosos filósofos postulan que solo el presente es real, mientras que el flujo del tiempo es una mera construcción mental. Por eso debemos enfrentarnos a la gran paradoja que supone la inexistencia del tiempo del mundo en un contexto en el que el tiempo de la vida es lo que todo lo ocupa y lo que más nos preocupa. Nuestra mente está continuamente entretenida en el fluir del tiempo, contando la manera en la que discurre, distinguiendo el ayer del hoy y del mañana, separando el antes del ahora y del después, recordando el pasado, viviendo el presente y tratando de anticipar el futuro. En definitiva, nuestros sentidos nos invitan a ser viajeros mentales a través de un tiempo que tal vez no exista, pero que no nos deja apenas tregua cuando percibimos su flujo inexorable e irreversible en una única dirección siguiendo la llamada «flecha del tiempo».

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Autores: Carlos López-Otín y Guido Kroemer. Título: El sueño del tiempo. Editorial: Paidós. El texto publicado en esta página corresponde a un extracto de la introducción del libro. (pp. 11-14). Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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