Foto: Juan Pedro Iglesias.
Como cada mañana, la aldea de los Nikum recibía el amanecer con el estrepitoso canto de un gallo y las etéreas luces. Los primeros rayos, de color anaranjado y proyectados sobre la tierra, se esforzaban por atravesar la grisácea y pálida bruma. Hasta que el sol no alcanzó cierta altura sobre la línea del horizonte, no fueron nítidas las siluetas de algunas mujeres, o incluso, los tejados de las casas en la aldea. Addae supo que había llegado el momento y se puso en camino hacia las tierras del norte. Nunca dijo a los suyos, padres y hermanos, cuál sería el día en que partiría de su aldea, tan solo, que lo haría cuando una señal se lo indicase. La señal fue la carrera de una lagartija hasta esconderse en un matorral. Cogió sus enseres y el dinero que, con diligencia, había ahorrado durante los últimos cinco años; lo metió todo en su pequeña mochila y se puso a caminar sin mirar atrás. Días más tarde, cuando atravesó las tierras de los Guttues, tuvo la sensación de que había caminado durante mucho tiempo. Su aldea era ya sólo un recuerdo. “En las tierras del norte, encontrarás hombres buenos que aliviarán tu cansancio y te darán trabajo para una vida más próspera” ―había oído decir a otros―. En eso pensaba Addae, mientras caminaba contemplando las estériles tierras del desierto. A las tierras del norte también se dirigían otros que, como él, habían oído hablar de los hombres de piel blanca como la luz de la luna. Hombres que traían prosperidad y conocimiento sobre aquellas regiones―dijeron―. Pasaron cinco días desde que Addae dejó su aldea; se acordaba de sus padres y de sus seis hermanos, de la escuela en donde había aprendido a leer y a escribir, de los enfermos que, a diario, morían en sus casas, del kilómetro y medio que tenían que recorrer, él y sus hermanos, para sacar agua del pozo todos los días. De cómo un día una mamba negra mordió a su hermano Rasul cerca del pozo y tuvo que transportarlo a la aldea, ya muerto. “En las tierras del norte hay trabajo y riqueza para todos. Algún día me marcharé para volver con ganancias. Podremos vivir bien aquí. Compraré más ganado y una casa más grande” ―les contaba Addae a sus padres y hermanos―. Todo esto, lo recordaba Addae una noche al cielo raso en la que, como un guerrero frente a la soledad del fuego, las estrellas eran sus únicas aliadas. Esa noche, Addae no soñó nada interesante. Pasaron diez días desde su marcha y de vez en cuando, miraba un viejo teléfono móvil descargado que llevaba en su mochila. “Cuando llegue a las tierras del norte, podré enchufarlo en el fonduk y desde allí, llamar a mi primo Thabo para decirle que he llegado bien. Mis padres y hermanos se pondrán muy contentos”. Esa noche Addae tuvo un sueño. Soñó que viajaba en un barco y que, en la cubierta, un león lo devoraba mientras dormía. En silencio, como un desnudo espectador y sin poder hacer nada, contemplaba sus restos, ya desgarrados, sin vida. A los veinte días de haber salido de la aldea de Nikum, Addae llegó a las tierras del Norte. Sus ojos se llenaron de lágrimas al contemplar el mar. A sus veinticuatro años, era la primera vez que lo veía. Sólo guardaba en su memoria la imagen de un libro de la escuela junto a un mapa. Una fotografía con olas de espuma blanca, y un barco al fondo. Durante largo rato estuvo contemplándolo; su fragor, su belleza, su enormidad. Algunos hombres que allí se encontraban, se abrazaban de júbilo cuando otros llegaban hasta el lugar. Aquella noche, Addae durmió con otros en un campo de olivos; una tierra sucia y llena de escombros junto a los árboles bajos. A la mañana siguiente, junto a los demás, decidió seguir su camino. Para ello, tenían que atravesar el mar y, entre más de una treintena, reunieron la correspondiente suma para que un barquero les cruzara al otro lado. “Cruzar a las tierras del norte, no tiene garantías para vosotros. Saldremos mañana al amanecer” ―dijo uno de los hombres de piel blanca como la luz de la luna―. Aquella noche, Addae consiguió llamar a su primo Thabo para decirle que había llegado y que pronto estaría trabajando. Pocos días después, cuando el rencor aún no había envenenado a Addae, se supo que su barco jamás llegó a la otra orilla y que el león de su sueño lo había devorado.
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