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El sol que no deja sombras - Zenda
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El sol que no deja sombras

El personaje de la película es un profesor de filosofía atormentado, aunque parece que hay esperanza: es verano en Newport y suena de fondo la vivaz The ‘In’ Crowd a cargo de The Ramsey Lewis Trio. En esa escena inicial las reflexiones del profesor pasan de Kant a los existencialistas al volante de su coche...

El personaje de la película es un profesor de filosofía atormentado, aunque parece que hay esperanza: es verano en Newport y suena de fondo la vivaz The In Crowd a cargo de The Ramsey Lewis Trio. En esa escena inicial las reflexiones del profesor pasan de Kant a los existencialistas al volante de su coche de camino al campus universitario (¿alguien me puede explicar la razón de tanto armatoste Volvo en las películas norteamericanas?). Del primero recuerda que decía que “la razón humana se atormenta por cuestiones que no puede obviar ni tampoco resolver”, mientras que de los segundos afirma que “los existencialistas creen que no pasa nada hasta que se toca fondo”. Él ha tocado fondo, y la película va a contar la peripecia de lo que sucede cuando ha llegado a su propio infierno. No es que haya tocado fondo, es que se encuentra en el Valle de la Muerte. Surgió el humor, apareció Woody Allen para contar los hechos como sólo él puede hacerlo, con esa mezcla de narratividad, monólogo interior, perspectivas múltiples, amoríos sin edad ni tiempo, tristezas, dramas, conflictos y la gracia para reírse de sí mismo mientras se ríe con ternura de todos nosotros. La película, recordarán, se titula Irrational Man (2015), y en ella Joaquin Phoenix encarna al profesor carismático y deprimido Abe Lucas que descubre en uno de esos azares de la vida el sentido de la existencia. Pasa de ser kantiano a ser existencialista, es decir, pasa de vivir como un ser doliente a vivir con la convicción de que merece la pena vivir sin más ese fragmento de tiempo en el que sucede la vida. Alguien, sin embargo, se le había adelantado años atrás a esas conclusiones.

"Ya desde sus primeros años, Camus sabía que lo valiente de verdad es, bien pensado, conservar los ojos abiertos a la luz, de la misma forma que a la muerte."

En junio de 1942 apareció en la editorial Gallimard una novela de escasas páginas que llevaba por título El extranjero, firmada por Albert Camus. “Tres años para hacer un libro, cinco líneas para ridiculizarlo”. Todavía hoy, a pesar de tratarse de un autor que consiguió el Premio Nobel de 1957, no existe unanimidad en los juicios al hombre irracional que sigue siendo el personaje de Meursault para muchos lectores que se acercan a la novela de aquel rebelde pied noir —un francés de Argelia— que viera la luz el 7 de noviembre de 1913 en Mondovi (Argelia) y que iba a cambiar la historia de la literatura y, ya puestos, de la filosofía. No en balde, Camus escribía en una entrada de sus Carnets referida al año 1936 que “no se piensa sino por imágenes. Si quieres ser filósofo, escribe novelas.” La génesis del protagonista debe rastrearse en los diarios de Camus referidos a 1937, en el germen de la temprana La muerte feliz, cuyo personaje principal era un tal Mersault, y en sus colaboraciones en la prensa republicana —Le soir républicain— bajo el seudónimo de Jean Meursault. Una u tras la primera e, nada demasiado importante, pero que iba a significar un mundo una vez publicada la obra. Inmoral, amoral, indolente… irracional, pero también maravillosa, genial, directa, honesta, poderosa y trascendente. Hay obras destinadas a ser clásicos desde su aparición, y El extranjero lo es sin rastro de duda. Lo que contaba entonces lo cuenta hoy mejor, lo que vislumbraba antaño es en nuestro tiempo de ignominia un alegato feroz contra la pena de muerte y a favor del libre albedrío y de la asunción coherente de las consecuencias que toda elección conlleva. Al fin, tratándose de un escritor crecido al amparo del sol, del salitre y del mar, trasluce nítidamente un canto a la vida con garantías de realización plena. Él, que siempre imaginó vivir en alta mar, en el corazón de una felicidad incuestionable. Él, que alguna vez perdiera el mar, y desde entonces todos los lujos le parecieron grises, la miseria intolerable. Ya desde sus primeros años, Camus sabía que “lo valiente de verdad es, bien pensado, conservar los ojos abiertos a la luz, de la misma forma que a la muerte.”

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Olivier Todd en Albert Camus. Una vida (Tusquets, 1997) y Herbert Lottman en la más temprana Albert Camus (Taurus, 1994), entre otros, han contado mejor los días de este hombre rebelde, pero al fin es la obra del escritor argelino la que desborda elocuencia para entender frente a qué tipo de texto nos encontramos y para socorrer en el desciframiento de sus claves, que también acaban siendo las nuestras, la de todo lector sensible que se deje mecer por las aguas del Mediterráneo y por la vida solar que reverbera en los dominios de El extranjero. Manuel Vicent, tal vez el más camusiano de nuestros escritores, escribió una semblanza en la que confesaba que descubrió al autor de El mito de Sísifo gracias a un ejemplar de El verano que un librero de Valencia le ofreció de modo clandestino, el mismo que ahora tengo yo entre las manos: rojo, sencillo, fino, elegante, un centenar de páginas publicadas el 30 de julio de 1954 por la editorial Sur de Buenos Aires. En sus páginas se descubre que “el Mediterráneo no era un mar, sino una pulsión espiritual, casi física, la misma que yo sentía sin darle nombre: el placer contra el destino aciago, la moral sin culpa y la inocencia sin ningún dios”, como escribía Vicent, para quien Camus “no era un ideólogo ni un moralista, sino un escritor profundamente moral que supo discernir a su debido tiempo que el compromiso debe ser con los que sufren la historia, no con los que la hacen, uno a uno, de forma personal, dondequiera que se encuentren.”

"Nuestro protagonista es consciente en todo momento de que sus gestos y decisiones son permanentemente juzgados. Son muchas las ocasiones en las que dice que comprendía que no habría debido decir aquello."

El extranjero es mucho más que una novela: es un tratado de buen periodismo y una crítica a sus excesos, una crónica de sucesos, una biografía irreal pero cierta. Está escrito como Camus creía que debía escribirse cualquier texto, haciendo que “esa voz sea la de la energía y no la del odio; la de la altiva objetividad y no la de la retórica; la de la humanidad y no la de la mediocridad”, con la que se salvarían muchas cosas y no nos sentiríamos defraudados. Las dos partes exactas de la novela se ajustan como una bisagra que entorna hojas milimétricas. Ambas secciones ocupan el mismo espacio para el relato, sólo que la primera cuenta los sucesos ocurridos hasta que el narrador pone fin a la vida del moro (así le llama Meursault) con cuatro balazos prácticamente a quemarropa. Será la segunda la que se ocupe de la detención, interrogatorios, estada en prisión, juicio y sentencia. Todo ello con esa forma de contar en la que Camus parece dibujar más que escribir. La frase corta, un brochazo impresionista que viene de Velázquez y pide separarse de la página para sentir la potencia del trazo y lo que éste revela. Sencillez aparente que oculta una labor de cincelado que está al alcance de muy pocos. “Hoy mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé.” El telegrama que el protagonista recibe del asilo informándole del fallecimiento de su madre marca el estilo de la novela. Meursault muestra desde ese momento eso que llamamos actitud, defiende su indiferencia y es coherente con lo que se demanda a sí mismo, sin hipocresías. Pronto se advierte que “en nuestra sociedad, cualquier hombre que no llore en el entierro de su madre se arriesga a ser condenado a muerte.” No es indiferente, es selectivo, con la fuerza de los verbos copulativos, que son auxiliares porque están completos y no necesitan nada para funcionar, de tan obvios. También Mersault es, está. Esencialmente. La aspiración mística, la meta zen, las encuentra el personaje de Camus en cada uno de los gestos a los que dedica atención. Vive en la indiferencia, apuesta por la inacción, lo que no quiere decir que esté paralizado. Es algo más. Es llevar el deseo hasta sus últimas consecuencias, sin tener en cuenta los compromisos sociales ni las convenciones que conlleva el exceso de civilización. Es la otra cara del absurdo, pues pronto se dará cuenta de que se le está juzgando por lo que no ha sucedido (la ausencia de llanto en el funeral de su madre y las acciones posteriores, la película de Fernandel que va a ver al cine, el baño en el mar…) y que se le reprocha, dejando en segundo término el hecho real del asesinato del árabe. En la edición ejemplar de El extranjero que Alianza preparó para celebrar su 30 aniversario, traducida manteniendo la potencia poética del original francés por José Ángel Valente, José María Guelbenzu concluía que toda la obra gira en torno a “la criminalización del modo de vivir de Meursault” y conducirá nada menos que a ser condenado a la pena capital de un modo absurdo, tan absurdo como la anécdota que desarrolla El Proceso de Kafka. Esa es la conquista social, el triunfo de la civilización; pero la conquista del narrador, su triunfo, va más lejos aún: canta a la vida en sí misma, y a la muerte, final coherente del hecho de haber vivido. Morir por haber vivido, así de simple.

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Nuestro protagonista es consciente en todo momento de que sus gestos y decisiones son permanentemente juzgados. Son muchas las ocasiones en las que dice que “comprendía que no habría debido decir aquello.” Habla de impresiones ridículas que en el fondo son premoniciones sensatas. Percibe (ese es el verbo que utiliza con frecuencia) que todos estaban allí para juzgarle. Sin embargo, Meursault se muestra brioso, disfruta de la vida y de los dones que ésta le concede, o más bien los asume como asume su desdicha, de un modo natural, casi biológico. El adjetivo que más utiliza en sus interpretaciones del mundo es “hermoso”: los días son hermosos, la chica es hermosa, el mar es hermoso…, la hermosura de la existencia, de la que sabe gozar (también ése es el verbo que utiliza). No estamos frente a un nihilista, ni frente a un apático o insensible, tampoco frente a un autista o un monstruo moral, por mucho que el fiscal y cierta parte de lectores puedan acabar concluyéndolo. Meursault cultiva la sinceridad en extremo, aunque sabe ponerse en el lugar de los demás. La cuestión, la verdadera cuestión es si los demás –eso incluye al propio lector– saben ponerse en la situación que a él le ha tocado en suerte. Pero les entiende, pues “de todos modos, uno siempre es un poco culpable”. Se trata de ese tipo de actitud que se adquiere con la edad, con el paso de los años, hasta el punto de que uno acaba diciendo aquello de “no importa” que leyó el famoso diseñador Milton Glaser en un librito de perlas de sabiduría que le regalaron cuando le llegó la hora de la jubilación.

El enfrentamiento de Raymond y de Meursault con los árabes parece directamente sacado de una escena de spaghetti western, así como el enfrentamiento final entre el narrador protagonista y el árabe que le muestra el cuchillo reluciente bajo el sol abrasador. El crescendo es ejemplar, y el bochorno, las lágrimas, la sal y el sol hacen el resto, condensado en cuatro disparos de ira acumulada. Disparos sin apenas propósito inicial, en parte porque el futuro condenado sabía bien que su naturaleza era tal que sus necesidades físicas alteraban con frecuencia sus sentidos, además de pecar de cierta pereza latente. Mersault es, asimismo, consciente de haber ganado la batalla a la realidad frente al deseo. Y ése es un estado casi beatífico, se mire como se mire. Su arma para lograrlo, el hábil manejo del recuerdo. “Terminé por no aburrirme en absoluto [en la cárcel] desde el momento en que aprendí a recordar”, confesará. Y tal vez sin querer, además de seguir muy de cerca las estrategias narrativas de El Lazarillo escrito cuatrocientos años atrás, rinde un homenaje al Tristram Shandy de Sterne cuando habla de que comprendió entonces “que un hombre que no hubiese vivido más que un solo día podría, sin dificultad, vivir cien años en una prisión. Tendría suficientes recuerdos para no aburrirse.” El pentálogo de la felicidad de Meursault no eran más que unas cuantas cosas simples, a saber: “los olores del verano, el barrio que amaba, cierto cielo de la tarde, la risa y los vestidos de Marie.” No cuesta imaginar el modo en que el narrador comparte con el autor ese dictado que viene directamente del corazón. Camus nunca ocultó la voluntad de vivir sin rechazar nada de la vida. Trató de romper el maleficio aciago del propio destino, que el 4 de enero de 1960 le tenía reservada una mortal sorpresa. Sin embargo, a pesar de su ateísmo –o agnosticismo, quién sabe–, hoy también apostaría por la creencia en otra vida, como su personaje universal, al que no le importaba creer en otra vida tras la muerte, para solivianto del sacerdote que le visitó en prisión, “una vida en que pudiera acordarse de ésta”. Woody Allen también firmaría sin dudarlo esa expresión animosa de la eternidad.

 

Autor: Albert Camus. Título: El extranjero. Editoriales: Juan Carlos Kreimer y Julián Aron (Ediciones de la Flor, 2011), José Muñoz (Alianza Editorial, 2013) y Jacques Ferrandez (Norma Editorial, 2014) adaptaron a la novela gráfica la historia de Camus, en algunos casos siguiendo muy de cerca la versión cinematográfica de Luchino Visconti (1967).

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Enrique Turpin

Sabadell, 1970. Filólogo y crítico musical. Secretario General de la Asociación Española de Críticos Literarios (AECL). Redactor de la ya extinta Cuadernos de Jazz y de Allaboutjazz.com. Editor y antólogo de narrativa hispánica. Su última edición es Besos a la luz de la lona. Historias de boxeo (Demipage, 2016). Ha ejercido la crítica literaria, entre otros medios, en El Periódico de Cataluña y La Vanguardia.

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