Hermann Broch refleja en La muerte de Virgilio los últimos repulgos creativos del inmortal poeta sobre su obra más decisiva, la Eneida. El vate romano llega incluso a pensar en destruir los rollos de su manuscrito, porque albergaba serias dudas sobre la trascendente verdad de los fundacionales significados de su epopeya. Virgilio, en el relato de Broch, duda seriamente si su magna obra sería merecedora de permanecer en el tiempo, surcando el azaroso océano de los sucesivos lectores. Yo, más bien, me imagino al autor de las Geórgicas preocupado por la integridad y supervivencia del manuscrito de la Eneida, amenazado, como su vida, por una tormenta en el mar Adriático. Virgilio, en sus últimas horas, contrariamente a lo planteado por el meritorio escritor austriaco, estaría sobre todo preocupado, precisamente, por salvar los rollos de su manuscrito, tan vulnerables a las insidias y a las incurias del tiempo. Los escritores siempre han vivido con esta angustia, que apenas ha variado con el paso de las generaciones y las eficaces invenciones de las nuevas tecnologías. Debido a ello, en esos decisivos momentos, bajo el inclemente aguacero y el intempestivo asedio del oleaje, quiero pensar que Virgilio preferiría entregar antes su vida que devolver a las aguas del olvido los hexámetros de la Eneida. ¿Qué pensamientos acecharían verdaderamente a Virgilio de camino a Brindisi? Tal vez pensase en las dificultades que tendrían los vulnerables rollos de su manuscrito para poder no solo duplicarse —sin perder su unidad en el intento—, sino soslayar las celadas y usuras del tiempo. La verdad es que analizado con cierta perspectiva, resulta sumamente misterioso y enigmático, por improbable, que el contenido de un manuscrito como el de la Eneida haya podido llegar hasta nosotros. Téngase en cuenta las condiciones adversas que ha tenido que sortear: la escasez de las copias, la permanencia en un contexto de iletrados y de analfabetos, los incendios, las guerras, los expurgos y las depuraciones, así como, entre otras, la vanidad camuflada de algunos piadosos monjes. Toda una suma de azares y de adversidades que hacen estadísticamente improbable que los connotadores significados de un manuscrito escrito en la época de Augusto hayan podido eludir con aleatorias copias las contingencias poco compasivas del fluir del tiempo.
Un fluir del tiempo que, ante el nuevo cambio de paradigma tecnológico, parece acelerarse exponencialmente en sus devastadores efectos, si bien es cierto que nunca hubo en la historia como ahora tantas posibilidades de copia y de duplicación de un manuscrito, como puede constatarse incluso en la alteración funcional que en su significado ha padecido esta palabra tan apreciada por los escritores; sobre todo, desde la llegada de los ordenadores, en el que su concepto ha empezado a desplazarse y a adquirir un sentido más figurado que real, al escindirse, irremediablemente y de manera prácticamente definitiva, el continente de su contenido. El término «manuscrito», todavía muy utilizado en el ámbito literario, está más asociado actualmente con el material que se presenta para su publicación que con su naturaleza textual, al encontrarse de hecho desposeído de su condición artesanal, del directo reflejo del trabajo intelectual y manual del escritor. Hoy resulta impensable, por ejemplo, encontrarse con los tachones, las dudas y las zozobras de un escritor ante una palabra, y no digamos con los faldones y acordeones de papel pegados sobre un fragmento reescrito —como los célebres manuscritos de Marcel Proust—, por otra parte tan preciosos para cualquier investigador. Pero, a pesar de esta capacidad de reduplicación y de copia, casi instantánea, que maravillaría a cualquier esforzado amanuense del medievo, nunca ha sido, por paradójico que resulte, más incierto el destino de los textos de un escritor, incluidos los libros publicados bajo un sello editorial.
Los libros se amontonan en los escaparates de las librerías, bajo el implacable dictado de un sistema empresarial en el que la novedad parece ser en sí misma el valor máximo del mercado. Una novedad permanente que genera un torrente de libros que pueblan e inundan como una catarata los reducidos espacios de las cada vez más minoritarias librerías. Una catarata en el doble sentido, por el ruido mediático que generan y por su poder de ocultación, una auténtica mácula, de los libros más valiosos. Paradójicamente, como un insaciable Saturno, en su concatenación de títulos sin fin, la tecnología que los genera los recicla a la misma velocidad que los produce, para aprovechar el papel, al mismo tiempo que emula otra versión menos poética y mucho más paródica del palimpsesto genettiano. Claro que un libro valioso siempre puede sobrevivir entre los códigos de los soportes informáticos de las editoriales, enterrado en la amalgama de una miríada de títulos, en una suerte de no-edición. En estas condiciones difícilmente podrá recaer en las manos del lector, bajo el polinizador vuelo de sus dedos por las estanterías de una biblioteca o de una librería, con lo que sus posibilidades de reactualización en los ojos lectores decrecen a límites que rozan grados de improbabilidad francamente preocupantes.
Tal vez por ello, y como respuesta más o menos consciente a los dictados de la vigente anomia tecnológica, estén tan en boga las cápsulas del tiempo, como la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, y también cierto tipo de actitudes poco edificantes, como la pertinaz propensión que manifiestan ciertos escritores —más o menos consagrados y avispados— por conseguir el amparo y la permanencia de su obra a través de fundaciones u otro tipo de panteones municipales. Síntomas, más o menos acusados, de lo que yo llamo el síndrome de Virgilio.
Entre la maraña de textos que hoy en día se publican, la supervivencia de un manuscrito todavía es más improbable que en la precaria época de nuestro clásico romano. Por eso, la mayoría de los escritores de esta época de cambio de paradigma tecnológico se encuentran como Virgilio en plena tormenta camino de Brindisi, aunque con muchas menos posibilidades que el autor de la Eneida de poner a salvo no sus manuscritos, sino sus libros publicados.
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