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El silbido guanche - Zenda
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El silbido guanche

Al parecer, al escribir a mano no solo ejercitamos la memoria, sino el cerebro en sí mismo, y logramos beneficios terapéuticos al conectar mejor los pensamientos y las emociones. Ustedes qué opinan, ¿será cierto? Por mi parte, puedo decir que pienso más cuando escribo a mano. No sé si pienso mejor, pero pienso más detenidamente....

Escribir a mano, dicen, mejora la memoria. Al menos, es algo que ha sido aseverado en varios titulares de prensa de las últimas semanas. La digitalización en los colegios dio lugar a los periodistas a hablar del asunto, en un reclamo para que no abandonásemos nuestra pobre caligrafía y, sobre todo, para que no condenásemos a los que todavía estaban aprendiendo.

"Por mi parte, puedo decir que pienso más cuando escribo a mano. No sé si pienso mejor, pero pienso más detenidamente"

Al parecer, al escribir a mano no solo ejercitamos la memoria, sino el cerebro en sí mismo, y logramos beneficios terapéuticos al conectar mejor los pensamientos y las emociones. Ustedes qué opinan, ¿será cierto?

Por mi parte, puedo decir que pienso más cuando escribo a mano. No sé si pienso mejor, pero pienso más detenidamente. Lo sé porque, cuando investigo para alguna de mis novelas, puedo leer decenas de libros para documentarme, pero nada se asienta más en mi destartalada cabeza que el montón de anotaciones que realizo en los márgenes —sí, garabateo y destrozo los libros, ¿algún problema?— y en las libretas que voy comprando. Sin embargo, ni se me pasaría por la cabeza escribir a mano este artículo, y mucho menos una novela. Cuestión de practicidad, de agilidad y de tiempo. Me consta que hay autores que lo hacen, y supongo que deben de tener pensamientos más intensos y profundos, una memoria más ejercitada y veloz y un sinfín de beneficios intelectuales, pero yo también creo en el equilibrio de las cosas, y en que no pasa nada por llegar a un asequible término medio.

"¿Qué hacen, entonces, estas criaturas? Jugar, sí, pero a través de las máquinas. Cada cual tiene su skin propia, su piel, su avatar"

Ni todas las asignaturas de los colegios deberían impartirse en formato digital, ni tampoco creo que debiésemos regresar a la pizarra y a la tiza para todo. Así como tampoco considero que hubiese un beneficio extraordinario en el retorno a la comunicación a base de silbidos, como hacían los guanches en las islas Canarias, ni en relacionarnos solo a través de WhatsApp y redes sociales. No sé si lo saben, pero los adolescentes de hoy en día, los domingos, no quedan para jugar; ni al baloncesto, ni al fútbol, ni a la petanca. A eso solo se va si corresponde a una actividad extraescolar o el muchacho o la muchacha en cuestión forma parte de un equipo juvenil «en serio», de esos en los que después son fichados para desarrollar una carrera deportiva. ¿Qué hacen, entonces, estas criaturas? Jugar, sí, pero a través de las máquinas. Cada cual tiene su skin propia, su piel, su avatar. Los adolescentes se transforman y se convierten en guerreros voladores, vengadores, reyes y bandidos. Igual que si leyesen un libro, vamos, pero más divertido porque lo hacen al mismo tiempo que sus amigos. Hablan entre ellos, colaboran activamente para matar enemigos… Ya saben, esas encantadoras y habituales ocupaciones de los niños. La pérdida creativa es evidente, porque sus cerebros no imaginan casi nada: es la máquina la que da forma y color a todo. Pero no crean que me voy a poner en plan abuela, diciendo que lo que tenían que hacer es salir a la calle a jugar con palos y subirse a los árboles para, después de una buena ducha, pasar a leer un libro en condiciones. Con los tiempos que corren, si los dejásemos solos en la calle ya los estaríamos visualizando mientras los raptaban para vender sus órganos en la deep web o algo parecido. Exageraciones y sobreprotección típica del siglo XXI. Sin embargo, creo que podríamos vivir con los tiempos y encontrar ese milagro en equilibrio que es el punto medio de las cosas, el que se dibuja cuando manejamos lo que algunos llaman «sentido común».

Como dice José C. Vales en su ensayo Enseñar a hablar a un monstruo, «al escribir ensanchamos nuestra conciencia» y potenciamos el pensamiento complejo. Sí, ya saben, ese que nos ayuda a razonar en estos tiempos de noticias rápidas y populistas, de giros de guión inesperados. Volver a coger un lápiz, tocar y oler un libro de papel, llevarlo a cuestas cuando nos vamos de viaje… No siempre lo más práctico es lo que nos hace más felices, supongo. Por eso todavía habrá quien, en las islas del sur, deslice algún silbido guanche para contar una buena historia.

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María Oruña

María Oruña (Vigo, 1976) es una escritora gallega que ejerció durante diez años como abogada laboralista y mercantil, y que en la actualidad se dedica exclusivamente a la literatura. Sus libros han sido traducidos del castellano al francés, alemán, italiano, ruso, polaco, griego, portugués, gallego y catalán. En el año 2013 publicó una novela de contenido jurídico, La mano del arquero. Inmediatamente después y aprovechando un cambio laboral, escribió su primera novela de misterio, Puerto Escondido, ambientada en Cantabria y publicada en septiembre de 2015 por la Editorial Destino (Planeta), cosechando un inmediato éxito de ventas y crítica y traduciéndose en varios idiomas. Desde entonces ha publicado Un lugar a donde ir, Donde Fuimos Invencibles, Lo que la marea esconde y El camino del fuego, que pertenecen a la serie de Los libros del puerto escondido. En estas historias de misterio, los protagonistas son los paisajes cántabros y el equipo de la teniente Valentina Redondo, que se ha ganado la admiración de cientos de miles de lectores. Además ha publicado El bosque de los cuatro vientos. Twitter: @maria_oruna · Instagram: @mariaoruna/

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