Es curioso como la vida rima y son las rimas las que provocan relatos. Sucede algo, consonante, y, después de paladearlo, lo olvidas. Meses o años después sucede otra cosa, consonante también, y recuperas el recuerdo anterior y, con la pareja de acontecimientos, te da por escribir contra alguien. Contra los dependientes.
El primer caso de los dos que quiero contarles nos lleva a un bar cercano a mi casa, una cafetería. Como escribía en su terraza, puedo afirmar que iba casi a diario, al punto de que muchas veces me ponían el café sin necesidad de pedirlo, ya sólo con verme venir. Había varias camareras y un camarero, un tipo gordo. Después de quinientos cafés, comprendí algunas dinámicas del bar, como la escasez de alimentos para desayuno pasadas las once de la mañana. Eso es lo importante: la falta de churros en la cafetería. Porque ésta es una historia de churros, básicamente.
Cuando mis hijos querían churros, íbamos a la vieja churrería que hay enfrente del bar, y comprábamos media docena. Luego acudíamos a la terraza y pedíamos dos vasos de leche y un café. Solían ser las doce de la mañana. En varias ocasiones, nos habíamos quedado sin churros, y era complicado (perdonen la lata) dejar la mesa vacía, correr a por los churros, volver, encontrar los vasos a la intemperie y recuperar el tono festivo de llevar a los niños a comer churros. Así que de forma natural lo hacíamos al revés: primero, comprar churros en la churrería; luego, pedir cafés en la cafetería.
Todo iba bien en esta diminuta historia de niños y churros mientras fue una camarera la que veía sobre la mesa de su establecimiento productos de otro establecimiento, ante lo cual no tenía nada que decir.
Pero una mañana, simétrica, churrera, todo igual, fue el camarero gordo el que nos puso los dos vasos de leche y el café caliente, y el que se fijó en los churros ajenos, migrantes y muy ilegales. Y me dijo: “No puede traer comida de otro sitio aquí”. O: “No puedes comer churros que no has comprado en el bar”. No recuerdo lo que me dijo exactamente, pero se entiende la monserga.
Por su cara, vi que no se podía negociar ni explicar nada, algo como: “¡Pero si no tienes churros, hijo de la gran puta, en tu bar!” Porque a esas horas era seguro que no tenía churros en su bar, el hijo de la gran puta. Así que bajé la vista, avergonzado (porque a mí incumplir las normas me da mucha vergüenza) y juré no volver nunca más a ese bar. Como así he hecho.
¿Qué ganaba el gordinflón afeando los churros de mis hijos? Nada. También noté ahí que había camareros que nunca le afearían los churros a unos niños, ni aunque tuvieran churros en su bar, como me pasó varias veces con las camareras. De hecho, a veces las camareras no me cobraban ni la leche de los niños.
Hay dependientes, personas, ángeles que saben cuándo una norma no es tan importante.
Meses después, ayer mismo, como quien dice, volví a vivir una experiencia parecida, esta vez ferroviaria. Había llevado a mis hijos a la playa en los trenes de Ouigo, de los que tenía una gran imagen dado su bajo precio, la facilidad de compra en su web y, por qué no, que molestan mucho a Óscar Puente. La ida fue fantástica, y la vuelta, no.
Llevaba yo, como es imaginable con niños muy pequeños, todo nuestro equipaje embutido en una gran maleta, mientras que los niños llevaban dos mochilas simbólicas, prácticamente vacías, escolares, con playmobiles y algún libro dentro. Después de la semana en la playa, yo estaba agotado y con ganas de tocar puerto en Madrid, así que iba con ansias por ocupar cuanto antes nuestros asientos en la gran compañía ferroviaria francesa, de nombre impronunciable.
Después de los inútiles controles de equipajes, y de una cola para escanear los QR de los billetes, el tren y sus mullidos asientos donde desplomarse estaban al alcance de la mano. Pero una mujer, lógicamente otra hija de la gran puta, me dio el alto. “Oiga”, me dijo. “Oiga”.
Según quiero entender, la mujer escaneó mi billete, y los de mis hijos, y cuando ya nos encaminábamos hacia el tren, vio rodar mi gran maleta (no tan grande, pero sí, acaso, voluminosa) y tuvo una feliz idea recaudatoria. El “oiga” consiguió que volviera a enseñarle los billetes, y ella movió en la pantalla el billete, hasta localizar mi desgracia. “Mire”, dijo, me lo invento, “no ha pagado la maleta grande”. Yo no sabía de qué me hablaba, entre otras cosas porque en Madrid nadie me había hecho ninguna observación similar. “¿Qué?” “La maleta grande, la tiene que pagar, aquí mismo se la cobro”, y sacó (no lo sacó: lo tenía ya amartillado en su mano derecha; quizá ese era su trabajo, ametrallar con su datáfono todo lo que pillara) un datáfono muy cuco, de tamaño reducido, no como mi maleta.
Respiré a la hora de encarar el enfrentamiento, claramente destinado al fracaso. “Pero, vamos a ver”, dije, “si somos tres y no llevamos tres maletas, sino una sola, claramente menos voluminosa ella sola que la suma del volumen de las tres maletas permitidas, ¿cómo me vas a cobrar?” Lo que yo quería decir en realidad era: “¿No ves que viajo con dos niños pequeños, hija de la gran puta? ¿Tú sabes la paliza que es esto?”.
Como es obvio, a la empleada del mes le traían sin cuidado tanto los niños como la suma de volúmenes. Aprovechando que el viajero sólo tiene una pesadilla, que es perder su tren, y que esto hace que uno pague lo que sea en el último instante, dejó pasar el tiempo sobre mi argumentario hasta que, lógica y fatalmente, no pude hacer otra cosa que dejarme robar 25 euros. En general, fue una semana donde todo el mundo consiguió robarme, cobrarme de más, cobrarme por usar cuartos de baño y por ahí seguido. Viajar es hoy un minucioso proceso de expolio.
Ya en el tren, me acordé del camarero gordo, también triunfal en su seguimiento de las normas que nada le aportan. Y pensé en las camareras, y en las revisoras o revisores que en Madrid no me sacaron 25 euros por una maleta demasiado grande. Hay buena gente por ahí, que pone en suspenso las reglas de su empresa si ve que sólo sirven para fastidiar a una familia.
Luego, claro, está la otra gente.
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